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ALCONCHEL DE LA ESTRELLA: Concilio de Arlés...

Concilio de Arlés

En 313, bajo el obispado de Melquíades, un sínodo romano decidió confirmar la elección de Ceciliano como obispo de Cartago, impugnada por el partido donatista. Sus representantes rechazaron esta decisión y apelaron ante el emperador Constantino, quien convocó a los obispos de Occidente a un concilio en Arlés, el cual tuvo lugar en agosto de 314, ya con Silvestre como obispo de Roma. Sin embargo, la presidencia del mismo fue confiada a Marino, obispo de Arlés y la dirección de las deliberaciones a Chresto, obispo de Siracusa.​ ya que la autoridad del obispo romano había sido puesta en cuestión.​ Este importante concilio, el cual reunió a no menos de 33 obispos occidentales debería celebrarse "en presencia del obispo de Roma", quien, sin embargo y por razones desconocidas, no acudió, siendo representado por dos presbíteros, Claudiano y Vero, así como por dos diáconos, Eugenio y Ciricio, quienes parecen haberse limitado al papel de observadores más que de legados. La ausencia de Silvestre, especulan los historiadores, pudo deberse a su reciente consagración o bien a que desaprobase una convocatoria hecha por el emperador.

El concilio, confirmando la legitimidad de Ceciliano, volvió a condenar a los donatistas y tomó una serie de disposiciones relativas al bautismo, la comunión o incluso la fijación de la fecha de la Pascua, la cual, se decide que "deberá observarse en el mismo día en todo el mundo”. En una carta dirigida a Roma, los obispos conciliares lamentan la ausencia de su colega romano, y le piden que haga conocer estas decisiones a todas las Iglesias, resultado de la cual existe una colección separada de las decisiones del concilio conocidas como Canones ad Silvestrum. Si bien esta carta y los cánones implican cierta conciencia entre los obispos occidentales del primado del obispo de Roma, las prescripciones del concilio no fueron tenidas en cuenta por la iglesia de Oriente. Por otra parte, esta asociación de Silvestre con el Concilio de Arlés alimentó el resentimiento de los donatistas, quienes lo denunciaron como uno de los clérigos que, durante la persecución de Diocleciano, entregaron las Santas Escrituras a las autoridades romanas (llamados por ello traditores). Tan extendida estaba esta historia que, un siglo más tarde, Agustín de Hipona consideró que debía defender su memoria de estas acusaciones que él creía infundadas.