Salimos del santo lugar y nos sentamos bajo la noguera que hay frente al santuario, mi acompañante sobre unas piedras que hay contra la pared de un cobertizo y yo directamente en el suelo, sobre una piedra plana. Ambos nos quedamos en silencio durante unos momentos, disfrutando de la vista del santuario, de los porches y la cúpula octogonal que luce a la cabecera. El tejado vierte a dos aguas y a los pies hay un antiestético edificio encalado, construido sobre el mismo solar donde se hallaba la casa del santero, aunque más estrecho. El lugar donde se emplaza la ermita posee un encanto sorprendente, no sé si mágico, pero muy atractivo, a lo que colabora el silencio y la paz que se respira, y la brillante luz del atardecer, filtrada por el dorado follaje del nogal. Fue así como comenzamos la entrevista, más bien una conversación: