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ALMONACID DEL MARQUESADO: ¡Viva La Candelaria!...

¡Viva La Candelaria!
¡Viva San Blas!
Fiestas de La Candelaria y San Blas. Me han hecho vivir unos momentos auténticamente de evocación medieval. Situación de fuerte ruptura con el aquí y ahora de nuestro siglo XXI. Los endiablados se entregan durante días a una danza sensual, enloquecida y ensordecedora, que cuando se encierran en el templo parroquial de Santiago Apóstol, me han hecho sentir sensaciones y emociones nunca percibidas. Nuevas y ancestrales en un mismo instante. Aún conservo en mis tímpanos, la atronadora percusión de seiscientos cencerros. De todos los tamaños, al ritmo de una endiablada danza. Hacían estallar los muros de la pequeña iglesia jacobea. Chocante e impresionante a la vez, la piña formada por los endiablados y su pueblo, entrelazándose al mismo tiempo con el baile de las danzantas, al paso del cortejo. Los pasacalles, las procesiones y los desfiles callejeros, siembran un mosaico de colores al son del estruendo de los pesados cencerros y las ligeras esquilas y cascabeles.
La jornada del día 2 de febrero está dedicada a honrar a la Virgen de la Candelaria. Los atuendos de los diablos se adornan con charros colores y se tocan la cabeza con adornos florales y motivos femeninos. Sin olvidarse del cetro con la esfinge del diablo. Cada diablo se ciñe de un cincho de cuero sujeto por tirantes engalanados con ristras de cascabeles. Cada cual según su estatura y edad, se cuelga del cinto cuatro cencerros, aumentando su peso tamaño cuando el diablo es adulto. En la procesión se corteja a la Virgen de la Candelaria, paseada por la calles del pueblo, en un trono-carroza empujada mayormente por mujeres. La endiablada va y viene hacia la sede virginal formando dos columnas paralelas, danzando todos al mismo ritmo, provocando un estruendo ensordecedor. Cuando el cortejo pasa por una calle en cuesta, una de las columnas se desliza saltando a gran velocidad, en sentido contrario; volviendo hacia la imagen de La Candelaria. El rostro desencajado por la entrega en la puesta en escena, se acompaña con los brazos abiertos hacia adelante, gritando: ¡Viva La Candelaria! Aunque las voces quedan ahogadas por el son de los cencerros.
El cortejo procesional es una expresión de paganismo y religión, donde los mitos se confunden en una misma realidad medieval: Preside la procesión un estandarte de San Blas o de la Virgen de la Candelaria. Después la doble columna de 150 diablos. Delante de la carroza que transporta la imagen se posiciona el Diablo Mayor. Hasta aquí es como si la endiablada dominara el festejo. Inmediatamente después desfila el clero, las autoridades municipales y la Guardia Civil. Esto nos recuerda que estamos en el siglo XXI. Yal final del cortejo bailan constantemente las danzantas. Es la parte folclórica y lúdica. La puesta en escena de las procesiones, se abren camino entre la muchedumbre del pueblo y visitantes, que participan del evento subidos en tapiales, barbacanas, aceras o haciendo incursiones en el centro de la calzada, desafiando a los diablos cuando bajan dando saltos en honor de sus patronos.
En los pasacalles de las mañanas, recorren por diferentes lugares, las calles y plazas del pueblo los diablos y las danzantes. Y en un momento se entrecruzan unos y otros, dibujando un cruce de lo religioso y lo pagano.
En el transcurso de la víspera de la fiesta de San Blas, los tocados floreados de los diablos, se tornan mitras escarlatas, en memoria del San Blas, obispo y mártir de la cristiandad. El endiablado cortejo visita la tumba de sus predecesores en la necrópolis del pueblo. Los diablos revestidos de pontificales, acudiendo al Campo Santo y rezan un responso dirigido por el Diablo Mayor. Esta secuencia de la fiesta, invita a una reflexión antropológica, difícil de olvidar y compleja de entender. Pero estos eventos se pierden en los siglos del primer milenio, donde el emperador Constantino se convierte al cristianismo y se establece la religión cristiana en la religión del imperio. A partir de entonces los ritos paganos, procedentes de antaño y la vocación cristiana de convertirlo todo en ciclo divino, sometió al pueblo a ser protagonismo de su propia iniciativa, no siempre fiel a la teología. Una vez concluido el rito religioso, los diablos regresan al pueblo, rompiendo con el estruendo de los cencerros el crepúsculo del frío atardecer. Las enarboladas mitras airean sobre sus cabezas la cruz bordada en oro y las iniciales del diablo que la lleva. El eco del estruendo en la lejanía anuncia que estamos en la víspera de San Blas. Seguidamente irrumpen en la iglesia y someten a la imagen del santo a una lavada de cara con anís, en memoria de cómo le limpiaron los pastores que hallaron su imagen en el campo. Que parece que fue con aguardiente.
El día 3 de febrero la tensión emocional y sensual alcanza su fuerza suprema. La cencerrada sube de volumen y las invasiones de los diablos al templo es más atronadora, dejando patente que su líder y patrón es San Blas. En el interior del recinto parroquial se forma una ronda que se ciñe a las tapias del templo, circunvalando la zona de los bancos. Por allí danzan, corren y brincan los diablos hasta que, el Diablo Mayor estima satisfechas las muestras de cariño al santo homenajeado. Y así a lo largo de casi una semana, la endiablada de Almonacid del Marquesado, conserva incólume una tradición milenaria, pagana y religiosa conviviendo los símbolos del bien y del mal. Ritual donde no se contemplan las postrimerías del hombre (muerte, juicio, inferno y gloria). Tampoco las carnestolendas cuaresmales y mucho menos la lucha del bien y del mal. Es un festejo del pueblo que interpreta su entorno como una forma muy personal de lo transcendente. Lo más importante de su permanencia es que ha resistido el nacionalcatolicismo, y a cualquier intento de intolerancia. No se plantea sacralizar lo pagano, ni tampoco de paganizar lo sagrado. Es el resultado de la imposición de Constantino, de cristianizar el paganismo.