El autor de la obra del
Cristo de los Ausentes, D. José A. Lafuente Roldán, conquense de nacimiento (Villanueva de la Jara), compagina su labor docente con su vocación artística. Licenciado en Ciencias Físicas por la Universidad de
Zaragoza, los de mi generación lo recordaremos por su maestría en la difusión de conocimientos físico-matemáticos y por su habilidad-creatividad en el manejo del lápiz y el pincel. Cualidades ambas que siempre ha sabido transmitir a sus discípulos y que, hasta fechas muy recientes, le han ido acompañando en su quehacer diario.
Transcurridas casi tres décadas desde su traslado docente de
Belmonte, mi reencuentro con José A. se produce en una céntrica
cafetería de
Málaga, en una soleada tarde mediterránea del pasado mes de febrero. Nuestra tertulia, si bien gira preferentemente en torno al tema del Cristo de los Ausentes, sirvió para el recuerdo emotivo de aquello que más nos une, las vivencias y evocaciones de nuestro querido Belmonte. Pronto, ambos nos identificamos con tan gratas experiencias, las cuales comenzaron a configurar un presente compartido para cada nuevo encuentro que regularmente vamos produciendo.
Me cuenta José A. que la construcción del Cristo de los Ausentes surge de un modo casual, no existiendo documentación alguna que lo certifique; motivo éste por el que decidimos mutuamente que todo aquello que para él resulte de interés, sea reflejado en este boletín cultural, en clara correspondencia con lo acontecido; testimonio escrito de lo que él califica como “una de mis obras escultóricas más significativas y queridas, por todo lo que representa”.
Continuando con el origen de la obra, comenta José A. que su primer contacto con el tema se produce a raíz de una entrevista mantenida conjuntamente con el Sr. alcalde, D. Antonio Vellisco Liébana, y con el Sr. cura-párroco, D. Gabriel Rodrigo Caballero, en la cual le hablan de la necesidad de colocar un Cristo en la
puerta del Almudí. El motivo no era otro que el poder decorar dicha puerta del recinto que, al parecer, había sido recientemente restaurada, al tiempo que dedicar un Cristo a las personas ausentes. Según acuerdo de pleno del
Ayuntamiento de finales de 1.965, se aprueba dicha obra de restauración, junto con la de las
puertas de Chinchilla,
Virgen de la Estrella y S. Juan.
Ante “el asombro, no fingido, de mis contertulios”, el entonces director del C. L. A. Fray Luis de
León, cuyo patronato lo regían, entre otros, estas tres personas, se compromete verbalmente a la construcción de un Cristo para la citada puerta. Al día siguiente les presenta el modelo, hecho a lápiz que “en apenas una hora realicé en la
noche anterior”.
En la actualidad, su frágil memoria le dificulta el recuerdo exacto de las fechas, incluida la de estos acontecimientos. Yo deduzco, por lo que más adelante veremos, que esta conversación pudo muy bien realizarse durante el curso escolar 1.966/67, quizás al principio del año de 1.967, tras restauración de las citadas puertas de la
muralla.
El dibujo “gustó a las respectivas autoridades, por lo que es aceptada la propuesta”, con lo que el proyecto ve luz verde de la manera más sencilla y práctica imaginable.
Para realizar la obra elige como taller
artístico la
Iglesia del
Monasterio de monjas Dominicas (antiguo
Palacio del Infante D. Juan Manuel), cuya luminosidad y esplendor le hacen catalogarlo como “uno de los mejores estudios en los que he tenido oportunidad de trabajar”. Me habla emocionado de la paz que allí se respiraba (de la cual los que lo conocimos podemos dar fe), la inspiración que le provocaba y, sobre todo, de la luz directa que a través de uno de los
ventanales se proyectaba sobre la
escultura, “esa luz que, una vez concluida la obra, magnificaba aún más al Cristo” (… Pensar que en la actualidad es solamente (?) un conjunto de escombros y
ruinas).
Cree recordar que el barro fue traído desde la zona de
Rada de Haro (es seguro que se trataba de una población próxima) y para su moldeado y fijación hubo de servirse de un hierro forjado en una de las
fraguas de Belmonte, que hacía de sostén de los pies a la cabeza, colocado sobre unas andas de las utilizadas en
Semana Santa. Eran las andas del grupo escultórico S. Pedro y el Centurión que, por entonces, allí tenían su morada.
La
cruz sobre la que situará al Cristo corresponde a una vieja viga de madera extraída del calabozo del Ayuntamiento y fijada mediante una cuerda tirada al techo.
Cuenta el artista que, para poder esculpir la parte superior, y debido a la altura desde el suelo -sumadas las andas- debía subirse a una
escalera, lo que le produjo más de un susto y complicación. Así, uno de los problemas era la fijación del barro del tronco, el cual se le venía encima, con el consiguiente peligro de perder el equilibrio y caerse, por lo que “hube de solucionarlo atándole una cuerda al pecho”.
Entre alguna que otra anécdota más, recuerda José A. los recelos y curiosidades que, a veces, inspiraba su trabajo. Algunas de las vecinas belmonteñas que, cumpliendo la
tradición y el rito, subían al
cementerio, se quedaban mirando a través de la puerta de la iglesia, sin atreverse a entrar, quizás con cierto asombro e incredulidad por lo que allí contemplaban sus ojos.
La construcción en barro fue bastante rápida, en apenas unos días estuvo concluida la obra … “habían sido más largos los preparativos”. De
Cuenca vinieron dos hermanos marmolistas (Navarro?) a hacer el escayolado. Debido al retraso en el viaje y la consiguiente demora temporal, añadido a ello la inexistencia de luz eléctrica en el taller, tuvieron que ser alumbrados con carburo, … el efecto luminoso conseguido en aquel lugar, y su
reflejo en el Cristo, fue algo maravilloso e impresionante” (… nuevamente salen a colación las características de la sala-taller).
La fundición en bronce la realiza el maestro González Sella, en su taller de
Madrid. “Como fuera que éste se equivocó y no situó los brazos en cruz, hubo de serrárselos y volverlos a soldar por los hombros, lo cual resulta perfectamente visible”, rompiéndose con ello la unidad escultórica. A requerimiento del propio fundidor, el autor de la obra estampa su firma en uno de los tobillos del Cristo.
No se corresponden los datos facilitados por el artista respecto a otros existentes acerca del valor de la obra. Así, para D. José A. el escayolado y la fundición constaron unas cien mil pesetas, que fueron sufragadas por suscripción popular, con lo cual se “ratificaba que el Cristo era del
pueblo y para el pueblo”. Según reza en el pleno del Ayuntamiento de fecha 23 de junio de 1.969, se aprueba “habilitar un crédito para sufragar los gastos del Cristo de los Ausentes, por un importe de cuarenta mil pesetas”.
Don José A. Lafuente cobró simbólicamente cinco pesetas en una moneda, la cual introdujo por una abertura en la espalda del Cristo que quedó sin soldarse cuando se hizo el vaciado.
Según deducciones contrastadas, el Cristo debió de estar terminado para finales del curso escolar 1.966/67, es decir poco antes del
verano de 1.967, fecha en la que muere el padre de José A. Lafuente. Desconocemos el motivo por el que existe ese paréntesis temporal de casi dos años entre el momento que se termina la obra y la habilitación municipal del crédito. Quizás la próxima e inminente ausencia del autor, ya que acababa de solicitar el cese en el Instituto de Enseñanza de Belmonte por motivos de enfermedad de la madre, aceleren la aprobación de las cuentas.
Con motivo de ubicación del Cristo, y para instalarlo en su sitio actual (puerta del Almudí), tiene lugar la celebración de un acto popular y religioso en el que “los alumnos de sexto curso de bachillerato trasladan la imagen a hombros desde el antiguo Instituto de Enseñanza”, en aquel momento situado en la
casa de la
familia Baillo.
Para el autor, la escultura simboliza a aquellos ausentes que, por motivos laborales deben emigrar de su Tierra hacia el extranjero, condicionados por las necesidades de subsistencia y carestía propias de aquellas décadas; es el valor humano de la búsqueda desesperada de supervivencia, ya que “todo emigrante es prisionero de su destino, de su pobreza y soledad”. Sentimientos que el mismo artista vivencia en su búsqueda profesional fuera de su tierra conquense.
“El Cristo es un cautivo más que, atado de manos, se aleja de la villa a través de una de sus puertas”. Todo un emblema a los ausentes que el pueblo sencillo sabe reconocer, por medio del recuerdo y
homenaje, en su día grande.