ha sido pequeño. Porque no solamente he trabajado en verlos, y examinarlos, que es lo que el Consejo mandó, sino también en cotejarlos con los originales mismos que estuvieron en mi poder muchos días, y en reducirlos a su propia pureza en la misma manera, que los dejó escritos de su mano la santa madre, sin mudarlos, ni en palabras, ni en cosas de que se habían apartado mucho los trabajos que andaban, o por descuido de los escribientes, o por atrevimiento, y error. Que hacer mudanza en las cosas, que escribió un pecho en quien Dios vivía, y que se presume le movía a escribirlas, fue atrevimiento grandísimo, y error muy feo querer enmendar las palabras; porque si entendieran bien castellano, vieran que el de la santa madre es la misma elegancia aunque en algunas partes de lo que escribe antes que acabe la razón que comienza, la mezcla con otras razones, y rompe el hilo, comenzando muchas veces con cosas que ingiere; mas ingiérelas tan diestramente, y hace con tan buena gracia la mezcla, que ese mismo vicio le acarrea hermosura, y es el lunar del refrán. Así que yo los he restituido a su primera pureza. Mas porque no hay cosa tan buena, en que la mala condición de los hombres no pueda levantar un achaque, será bien aquí (y hablando con Vuestras Reverencias) responder con brevedad a los pensamientos de algunos. Cuéntanse en estos libros revelaciones, y trátanse en ellos cosas interiores, que pasan en la oración, apartadas del sentido ordinario, y habrá por ventura quien diga en las revelaciones, que es caso dudoso, y que así no convenía que saliesen a luz; y en lo que toca al trato interior del alma con Dios, que es negocio muy espiritual, y de pocos, y que ponerlo en público a todos, podrá ser ocasión de peligro. En que verdaderamente se engañan. Porque en lo primero de las revelaciones, así como es cierto, que el demonio se transfigura algunas veces en ángel de luz, y burla, y engaña las almas con apariencias fingidas; así también es cosa sin duda, y de fe, que el Espíritu Santo habla con los suyos, y se les muestra por diferentes maneras, o para su provecho, o para el ajeno. Y como las revelaciones primeras no se han de escribir, ni aprobar, porque son ilusiones; así estas segundas merecen ser sabidas, y escritas. Que como el ángel dijo a Tobías El secreto del rey bueno es esconderlo, mas de las obras de Dios, cosa santa, y debida es manifestarlas, y descubrirlas. ¿Qué santo hay que no haya tenido alguna revelación? ¿O qué visa de santo se escribe, en que no se escriban las revelaciones que tuvo? Las historias de las Órdenes de los santos Domingo, y Francisco, andan en las manos, y en los ojos de todos, y casi no hay hoja en ellas sin revelación, o de los fundadores, o de sus discípulos. Habla Dios con sus amigos sin duda ninguna, y no les habla, para que nadie lo sepa, sino para que tenga a juicio lo que les dice, que como es luz, ámala en todas sus cosas; como busca la salud de los hombres, nunca hace estas mercedes especiales a uno, sino para aprovechar por medio dél a otros muchos. Mientras se dudó de la virtud de la santa madre Teresa, y mientras hubo gentes que pensaron al revés de lo que era, porque aún no se veía la manera en que Dios aprobaba sus obras, bien fue que estas historias no saliesen a luz, ni anduviesen en público, para excusar la temeridad de los juicios de algunos; mas ahora después de su muerte, cuando las mismas cosas, y el suceso dellas hacen certidumbre que es Dios, y cuando el milagro de la incorrupción de su cuerpo, y otros milagros que cada día hace, nos ponen fuera de toda duda su santidad, encubrir las mercedes que Dios le hizo viviendo, y no querer publicar los medios con que la peficionó para bien de tantas gentes, sería en cierta manera hacer injuria al Espíritu Santo, y escurecer sus maravillas, y poner velo a su gloria. Y así ninguno que bien juzgare, tendrá por bueno que estas revelaciones se encubran. Que lo que algunos dicen, ser inconveniente, que la santa madre misma escriba sus revelaciones de sí, para lo que toca a ella, y a su humildad, y modestia, no lo es, porque las escribió mandada, y forzada, para lo que toca a nosotros, y a nuestro crédito, antes es lo más conveniente. Porque de cualquiera otro que las escribiera, se pudiera tener duda, si se engañaba, o si quería engañar, lo que no se puede presumir de la santa madre, que escribía lo que pasaba por ella: y era tan santa, que no trocara la verdad en cosas tan grayes. Lo que yo de algunos temo es, que disgustan de semejantes escritura, no por el engaño, que puede haber en ellas, sino por el que ellos tienen en sí, que no les deja creer, que se humana Dios tanto con nadie, que no lo pensarían, si considerasen eso mismo que creen. Porque si confiesan que Dios se hizo hombre, ¿qué dudan de que hable con el hombre? Y si creen que fue crucificado, y azotado por ellos, ¿qué se espantan que se regale con ellos? ¿Es más aparecer a un siervo o suyo, y hablarle, o hacerse él como siervo nuestro, y padecer muerte? Anímense los hombres a buscar a Dios por el camino que él nos enseña, que es la fe, y la caridad, y la verdadera guarda de su ley, y consejos, que lo menos será hacerles semejantes mercedes. Así que los que no juzgan bien destas revelaciones, si es porque, no creen que las hay, viven en grandísimo error: y si es porque algunas de las que hay son engañosas, obligados están a juzgar bien de las que la conocida santidad de sus autores aprueba por verdaderas, cuales son las que se escriben aquí. Cuya historia, no solo no es peligrosa en esta materia de revelaciones, mas es provechosa, y necesaria para el conocimiento de las huellas en aquellos que la tuvieren. Porque no cuenta desnudamente las que Dios comunicó a la santa madre Teresa, sino dice también las diligencias que ella hizo para examinarlas, muestra las señales que dejan de sí las verdaderas, y el juicio que debemos hacer dellas, y si se ha de apetecer, o rehusar el tenerlas. Porque lo primero, esa escritura nos enseña, que las que son de Dios, producen siempre en el alma muchas virtudes, así para el bien de quien las recibe, como para la salud de otros muchos. Y lo segundo nos avisa, que no habemos de gobernarnos por ellas, porque la regla de la vida es la doctrina de la Iglesia, y lo que tiene Dios revelado en sus libros, y lo que diría la sana, y verdadera razón. Lo otro nos dice, que no las apetezcamos, ni pensemos que está en ellas la perfección del