Buenos días a todos. Me he encontrado esta descripción del pueblo de un viajero en 1976, no deja de ser curiosa y más de uno puede reconocer de quien se hablar. Un saludo.
Capítulo titulado “ DE BUCIEGAS”, del escritor Manuel Real Alarcón. Escritor conquense que visito varios pueblos de la provincia en la década de los 70 y dejos escritas sus impresiones en el libro “Pueblos de Mi Cuenca”, editado en 1978.
Hasta allí llega el cronista buscando al cura de Cañaveras, que también lo es de Buciegas. Y lo encuentra en el camino, en la inmensidad del paisaje. Y se apean de sus automóviles. Y conversan allí mismo. Parecen seres extraterrestres, enfundados en sus machas negra y azul de sus respectivos ropajes, en aquella infinita soledad ocre empujando el cristal diurno.
Pueblo gris de los tiempos, avejentado sobre una loma, junto a la taca grande y verde de huertos y arboledas. Existen todavía las casillas donde anidaba un búho y en las que vivía un ciego. Y diz si serían compañeros en sus luces muertas: Bu –ciegas.
En un puentecillo romano, sentado sobre el barandal, un viejo con pañuelo a la cabeza deja vivificar su cuerpo por el sol, mientras contempla su mula, albardada de manta rústica, apacentando el verde libre y enjundioso
Casas de tapias cubiertas de gavillas, trampeadoras de zorras en sus asaltos al averío. Muros de toscas piedras, pardas de milenios y de pobreza, sufridoras de feudo. Parece el pueblecillo olvidado, del que se echa mano para sacarlo en alguna opera.
Su iglesita, semiderruida, llena de humedad, sin torre. Solo campanario y coro. Al abrir la puerta percibese, de espaldas al visitante, a Cristo en su caída, cara a la pared, castigado. Acaban de celebrar su fiesta septembrina y ha quedado allí. Figuras de santos en su hornacina, como en una media tumba, para ser olvidados. Un cuadro en el presbiterio, de almas en el purgatorio, elevan el cáliz o copa que sostiene a El Salvador, misericordioso, adorado por un obispo y una Virgen sobre sendas nubes a un lado y a otro. En los cuerpos sufrientes en las llamas, observanse dos calvos lirondos, que no mondos, barbudos, en un realismo insólito, quizá caricaturizando a alguien. A la puerta del caserón – iglesia, dos acacias negras, requemadas por la hoguera de la Navidad. Y recrecen nudosas, reviejas, reumáticas.
Callecillas embarradas por fango y basura, por las que transitan caballerías con serones de estiércol. Y lo sacan dos hombres maduros, patudos y arrojados, del montón caliente y humeante de la materia muerta, que vuelve a generar vida. No hay plaza mayor. Un olmo moribundo representa la espiritualidad, casi primitivo. Aún se labra con arado y son las más caballerías que los hombres jóvenes. No quieren leña, no hay quien la traiga y no la necesitan. Las ramas de los olivos las queman en el mismo olivar, y los bosques crecen en aliagas, romeros y carrascas. Y no hay casi miel. No hay quien ponga colmenas.
Observase una puerta con un tronco cruzado.
- Para que no se salga el animal- explica ansiosa una mujer, viejas, esquelética, vestida de negro a la que acompaña un galgo, también de negro, fino de hocico y rabo de interrogación.
Y pretuntasele:
- ¿Hay alguna panadería?.
- ¡Ca, no señor, estamos esperando el pan de Cañaveras!.
La gente curiosa al cronista. Rostros alargados, ibéricos, tristes y fatalistas, parece que le observan como a un “rostro blanco “de otra tribu.
Y una mujer joven entretiene al sol a tres niños bajo el balcón cargado de geranios, sentada sobre una paca de paja. Su hermosura, instintivamente, ha buscado el amparo de lo único de belleza y alegría del pueblo: la lozanía y el gozo de los vivos colores de las plantas.
La telefonista, dicharachera y tildada, con dos pendientes de perlas, gesticula con la llave de la iglesia que antes había mostrado al viajero:
-Mire usted, la concentración parcelaria nos ha aprovechado tierras yermas, que ahora han sembrado. Y respetado las palerías, acequias, arroyos limpios que ya hay agua.
Al partir una mujer, pañuelo al cuello, conduce a una mula que lleva las seras cargadas de cebollas, y mira para el automóvil con extrañeza nostálgica. El coche alcanza en la carretera a otra mujer bien vestida, de nuevo, con un niño en brazo. ¿Es que va hacia Cañaveras andando con su hijito enfermo, o va de compras urgentes?. Es el espíritu de atávico heroísmo de los burgos penalizados y sufridos.
Capítulo titulado “ DE BUCIEGAS”, del escritor Manuel Real Alarcón. Escritor conquense que visito varios pueblos de la provincia en la década de los 70 y dejos escritas sus impresiones en el libro “Pueblos de Mi Cuenca”, editado en 1978.
Hasta allí llega el cronista buscando al cura de Cañaveras, que también lo es de Buciegas. Y lo encuentra en el camino, en la inmensidad del paisaje. Y se apean de sus automóviles. Y conversan allí mismo. Parecen seres extraterrestres, enfundados en sus machas negra y azul de sus respectivos ropajes, en aquella infinita soledad ocre empujando el cristal diurno.
Pueblo gris de los tiempos, avejentado sobre una loma, junto a la taca grande y verde de huertos y arboledas. Existen todavía las casillas donde anidaba un búho y en las que vivía un ciego. Y diz si serían compañeros en sus luces muertas: Bu –ciegas.
En un puentecillo romano, sentado sobre el barandal, un viejo con pañuelo a la cabeza deja vivificar su cuerpo por el sol, mientras contempla su mula, albardada de manta rústica, apacentando el verde libre y enjundioso
Casas de tapias cubiertas de gavillas, trampeadoras de zorras en sus asaltos al averío. Muros de toscas piedras, pardas de milenios y de pobreza, sufridoras de feudo. Parece el pueblecillo olvidado, del que se echa mano para sacarlo en alguna opera.
Su iglesita, semiderruida, llena de humedad, sin torre. Solo campanario y coro. Al abrir la puerta percibese, de espaldas al visitante, a Cristo en su caída, cara a la pared, castigado. Acaban de celebrar su fiesta septembrina y ha quedado allí. Figuras de santos en su hornacina, como en una media tumba, para ser olvidados. Un cuadro en el presbiterio, de almas en el purgatorio, elevan el cáliz o copa que sostiene a El Salvador, misericordioso, adorado por un obispo y una Virgen sobre sendas nubes a un lado y a otro. En los cuerpos sufrientes en las llamas, observanse dos calvos lirondos, que no mondos, barbudos, en un realismo insólito, quizá caricaturizando a alguien. A la puerta del caserón – iglesia, dos acacias negras, requemadas por la hoguera de la Navidad. Y recrecen nudosas, reviejas, reumáticas.
Callecillas embarradas por fango y basura, por las que transitan caballerías con serones de estiércol. Y lo sacan dos hombres maduros, patudos y arrojados, del montón caliente y humeante de la materia muerta, que vuelve a generar vida. No hay plaza mayor. Un olmo moribundo representa la espiritualidad, casi primitivo. Aún se labra con arado y son las más caballerías que los hombres jóvenes. No quieren leña, no hay quien la traiga y no la necesitan. Las ramas de los olivos las queman en el mismo olivar, y los bosques crecen en aliagas, romeros y carrascas. Y no hay casi miel. No hay quien ponga colmenas.
Observase una puerta con un tronco cruzado.
- Para que no se salga el animal- explica ansiosa una mujer, viejas, esquelética, vestida de negro a la que acompaña un galgo, también de negro, fino de hocico y rabo de interrogación.
Y pretuntasele:
- ¿Hay alguna panadería?.
- ¡Ca, no señor, estamos esperando el pan de Cañaveras!.
La gente curiosa al cronista. Rostros alargados, ibéricos, tristes y fatalistas, parece que le observan como a un “rostro blanco “de otra tribu.
Y una mujer joven entretiene al sol a tres niños bajo el balcón cargado de geranios, sentada sobre una paca de paja. Su hermosura, instintivamente, ha buscado el amparo de lo único de belleza y alegría del pueblo: la lozanía y el gozo de los vivos colores de las plantas.
La telefonista, dicharachera y tildada, con dos pendientes de perlas, gesticula con la llave de la iglesia que antes había mostrado al viajero:
-Mire usted, la concentración parcelaria nos ha aprovechado tierras yermas, que ahora han sembrado. Y respetado las palerías, acequias, arroyos limpios que ya hay agua.
Al partir una mujer, pañuelo al cuello, conduce a una mula que lleva las seras cargadas de cebollas, y mira para el automóvil con extrañeza nostálgica. El coche alcanza en la carretera a otra mujer bien vestida, de nuevo, con un niño en brazo. ¿Es que va hacia Cañaveras andando con su hijito enfermo, o va de compras urgentes?. Es el espíritu de atávico heroísmo de los burgos penalizados y sufridos.