Hubo un tiempo que muchos de nosotros hemos vivido, pues estoy ablando de cincuenta años mas o menos cuando yo era un “muchacho”y por aquel tiempo las personas mayores Vivian con sus hijos que cuidaban de los achaques que la edad les pudiera causar. A la vez que se beneficiaban de su ayuda y su compañía. Los ancianos con familia apenas conocían las residencias para mayores, que además entonces no disimulaban su finalidad con esta denominación, sino que se conocían por asilos, Así nos entendemos todos (. No entro a valorar si era mejor antes o ahora, ese seria otro debate.)
Solo recordar como era entonces, por que ¿Quien de vosotros de pequeños no habéis tenido un abuelo en su casa? O abuela, maternos o paternos, de ambas partes, juntos, era mas difícil que se diera el caso.
Recordamos muchas cosas de ellos, sucesos muchas veces vividos por ellos en primera persona, o historias que les fueron contadas por sus mayores, y que a la postre era la historia del pueblo, relatada de primera mano.
Las abuelas con sus narraciones de historias fantásticas de su juventud, sus rosarios todas las tardes, sus guisos y sus postres, su vestuario siempre negro. Recuerdo que cuando estaban de conversación, y la conversación era según aquellos tiempos, subida de tono, o “”picante””al acercarse algún muchacho, la abuela decía por lo bajini “”hay ropa tendía “ y cambiaban brujamente de conversación, lo que acentuaba tu interés y ponías mas interés por saber de lo que se estaba ablando, en la mayoría de los casos cosas muy simples, que vistas desde la perspectiva de hoy, asta un poco ridículas,
Pero lo que verdaderamente tenían las abuelas era la afición a tejer, En general todas aquellas labores que requiriesen, aguja, hilo, tijeras, y tela. Pero con preferencia en las que se tuviese que utilizar la lana las agujas o el hilo y el ganchillo.
Era una imagen típica y habitual la de ver a la abuela con su afán desmedido por hacer punto y calceta, y en el colegio casi todos llevábamos un jersey “made in abuela”con rayas, con ochos, liso, de pico, con el cuello alto, de punto de arroz, de barios colores, de un color, y de lana gruesa “”pa que no pases frió hermoso”” y era cierto con aquellos jerséis y que no parabas quieto el frió no hacia mella en nosotros.
Recuerdo que la lana venia en madejas y para”deshacer” hacerlas un ovillo, si no tenían a mano al nieto, el primer muchacho que pasara por allí les serbia, estirabas los brazos te ponían la madeja y mientras Iván formando el ovillo tu llevabas un movimiento rítmico para que la lana no se enredara, y con el ovillo echo se ponían a la tarea, de añadir, menguar y alguna vez que otra quejándose para si mismas por que se les había escapado algún punto, y murmuraban asta arreglar el desaguisado. Otras veces ponían delante lo echo y con el comentario de, no me gusta como esta quedando, empezaban a deshacer lo echo,”no me gustaba “y ni corta ni perezosa, empezaba tirando de la hebra asta formar otra vez el ovillo y vuelta a empezar, la espalda, el delantero o las mangas, y a la ora de probarte el jersey por piezas, me hacían gracia los comentarios que se hacían para si mismas, hay que meterle a la sisa, te falta brazo, y volvían a la tarea, que era su ocupación la mayor parte del tiempo, unas veces con los jerseys y otras veces hacían colchas de ganchillo y mantelerías que nunca se utilizaban “por que es una pena que se estropeen”
Ya no se zurce, se tiran los calcetines rotos, ya no re remienda se tiran los pantalones, rotos o pasados de moda (o se compran con agujeros) ni se hace punto, se compran los jerseys confeccionados con lanas tratadas con productos sintéticos. Las maquinas han sustituido a las manos de las abuelas, hacen jerseys perfectos, sin que las mangas sean mas largas que los brazos, pero el tacto carece del amor que las abuelas ponían en los que hacían para nosotros, el calor es menos, o por lo menos distinto. Y es que apenas quedan abuelas de aquellas que empleaban su tiempo haciéndonos jerséys y bufandas, y con el cambio de los tiempos sus hijas no aprendieron, y sus nietas, cuando ven unas agujas tan grandes, piensan que son para hacer brochetas gigantes.
Sirva este recuerdo como homenaje a aquellas abuelas y sus jerseys que forman parte de nuestra historia.
Un abrazo Juanito,
Solo recordar como era entonces, por que ¿Quien de vosotros de pequeños no habéis tenido un abuelo en su casa? O abuela, maternos o paternos, de ambas partes, juntos, era mas difícil que se diera el caso.
Recordamos muchas cosas de ellos, sucesos muchas veces vividos por ellos en primera persona, o historias que les fueron contadas por sus mayores, y que a la postre era la historia del pueblo, relatada de primera mano.
Las abuelas con sus narraciones de historias fantásticas de su juventud, sus rosarios todas las tardes, sus guisos y sus postres, su vestuario siempre negro. Recuerdo que cuando estaban de conversación, y la conversación era según aquellos tiempos, subida de tono, o “”picante””al acercarse algún muchacho, la abuela decía por lo bajini “”hay ropa tendía “ y cambiaban brujamente de conversación, lo que acentuaba tu interés y ponías mas interés por saber de lo que se estaba ablando, en la mayoría de los casos cosas muy simples, que vistas desde la perspectiva de hoy, asta un poco ridículas,
Pero lo que verdaderamente tenían las abuelas era la afición a tejer, En general todas aquellas labores que requiriesen, aguja, hilo, tijeras, y tela. Pero con preferencia en las que se tuviese que utilizar la lana las agujas o el hilo y el ganchillo.
Era una imagen típica y habitual la de ver a la abuela con su afán desmedido por hacer punto y calceta, y en el colegio casi todos llevábamos un jersey “made in abuela”con rayas, con ochos, liso, de pico, con el cuello alto, de punto de arroz, de barios colores, de un color, y de lana gruesa “”pa que no pases frió hermoso”” y era cierto con aquellos jerséis y que no parabas quieto el frió no hacia mella en nosotros.
Recuerdo que la lana venia en madejas y para”deshacer” hacerlas un ovillo, si no tenían a mano al nieto, el primer muchacho que pasara por allí les serbia, estirabas los brazos te ponían la madeja y mientras Iván formando el ovillo tu llevabas un movimiento rítmico para que la lana no se enredara, y con el ovillo echo se ponían a la tarea, de añadir, menguar y alguna vez que otra quejándose para si mismas por que se les había escapado algún punto, y murmuraban asta arreglar el desaguisado. Otras veces ponían delante lo echo y con el comentario de, no me gusta como esta quedando, empezaban a deshacer lo echo,”no me gustaba “y ni corta ni perezosa, empezaba tirando de la hebra asta formar otra vez el ovillo y vuelta a empezar, la espalda, el delantero o las mangas, y a la ora de probarte el jersey por piezas, me hacían gracia los comentarios que se hacían para si mismas, hay que meterle a la sisa, te falta brazo, y volvían a la tarea, que era su ocupación la mayor parte del tiempo, unas veces con los jerseys y otras veces hacían colchas de ganchillo y mantelerías que nunca se utilizaban “por que es una pena que se estropeen”
Ya no se zurce, se tiran los calcetines rotos, ya no re remienda se tiran los pantalones, rotos o pasados de moda (o se compran con agujeros) ni se hace punto, se compran los jerseys confeccionados con lanas tratadas con productos sintéticos. Las maquinas han sustituido a las manos de las abuelas, hacen jerseys perfectos, sin que las mangas sean mas largas que los brazos, pero el tacto carece del amor que las abuelas ponían en los que hacían para nosotros, el calor es menos, o por lo menos distinto. Y es que apenas quedan abuelas de aquellas que empleaban su tiempo haciéndonos jerséys y bufandas, y con el cambio de los tiempos sus hijas no aprendieron, y sus nietas, cuando ven unas agujas tan grandes, piensan que son para hacer brochetas gigantes.
Sirva este recuerdo como homenaje a aquellas abuelas y sus jerseys que forman parte de nuestra historia.
Un abrazo Juanito,
Nunca defraudan tus recuerdos Juanito. Son como abrir una puerta que ha estado cerrada durante mucho tiempo y entrar de nuevo en un tiempo donde todo transcurría de otra forma. Como bien dices, ni mejor ni peor... sólo de otra manera.
Y para acompañarte en esos recuerdos, aquí dejo el relato de un acontecimiento que ocurrió hace mucho tiempo en nuestro pueblo.
Pasó el invierno, y con él, el frío arraigado en los huesos cada día de labor. Duro el trabajo de levantar terrones con el arado, tirado por un par de mulas y empujado con afán por los fuertes brazos de quien dirigía la maniobra. Un surco tras otro... un día tras otro… De sol a sol..., apenas sin descanso.
Pasó también la primavera que, aquel año, obró su milagro. El sol y el agua vistió sus piazos del alimento tan esperado que, un año más, salvaría sus pagos.
Las cuentas estaban ya hechas. Cada céntimo repartido. Cada noche, arropado por el calor de la única estufa de la casa, después de la cena, anotaba en su cuadernillo lo que debía y, a su modo, porque no era de los que rezaba, levantaba su mirada y, como si se dirigiera a alguien en lo alto, calladamente suplicaba. Seis hijos y una esposa...
Y llegó el tiempo de la recolecta. Su sangre bullía a pesar de lo que le esperaba en los siguientes meses hasta el tan ansiado día de la fiesta. Sí, sería igualmente duro, pero era el tiempo de la recompensa. El momento de recuperar lo que tanto esfuerzo había costado. Su siembra.
No habían transcurrido dos días y pocos surcos segados, cuando se desató la tormenta. El cielo ennegrecido y furioso, como un mar encabritado, escupía el ensordecedor aviso de un relámpago cercano. Y tan cercano... Sus mulas cayeron, las dos, y nunca más se levantaron.
En su cara, se revelaron nuevos surcos esculpidos por el abatimiento, regados con lágrimas de amargura por el inevitable y fortuito mal destino.
Sus mulas... su sustento... Sus seis hijos, su esposa... Sus largos días de invierno... Sus anotaciones en el cuadernillo... El rayo, cual cruel guadaña, sesgó también su garganta de un tajo impidiendo la salida de un grito desgarrador que aliviara su desconcierto, su mala fortuna, su pena, su ahogo.
Plantado de pie, bajo la sombra del único árbol, con la mirada perdida y nublada y los brazos abatidos, no alcanzaba a escuchar los gritos de sus vecinos y paisanos que acudieron al lugar quedando también perplejos, y al igual que él, abatidos por la escena. No era para menos. Todos sabían lo que aquel hombre estaba sintiendo. Sabían que no encontrarían palabras de consuelo. Pero no eran hombres que se entretuvieran con las palabras. Eran hombres de acción y actuaron.
Lo llevaron a la casa. Sus labios continuaban sellados. Sus lágrimas continuaban cayendo y dejó que su cuerpo vacío por dentro, ocupara una parte de la banca, donde acostumbraba sentarse cada vez que llegaba del campo. Sin mediar palabras, fueron abandonando la casa sus paisanos. Sólo quedaron su mujer y sus hijos que le observaban en silencio.
Un silencio que lo decía todo. Nunca antes le habían visto así. Un hombre tan fuerte y, de repente, tan frágil. Ver llorar al padre, fue el peor de los castigos.
El no podía verles, porque seguía allí, en su piazo, observando la dantesca escena de sus mulas muertas por un rayo. Fue la madre quien rompió el silencio que ahogaba a su familia. Fue ella quien salió corriendo. También ella era mujer de pocas palabras e hizo lo único que se podía hacer en este caso. Salir en busca de ayuda. Pidió a quien confiaba le ofrecería ayuda. Fueron muchos los que respondieron, tantos que, al día siguiente, contaban con tal número de pares de mulas que no tenía brazos ni piazos suficientes para dirigirlas.
Aquel año, con toda seguridad, fue el primero en recoger la cosecha.
La grandeza del ser humano no reside en dar mucho. Reside en dar lo que tiene.
Supongo que mi abuelo debió aprender algunas cosas importantes en esos días, como
Ante una tormenta inminente, mejor ser prudente y esperar a que el cielo escampe.
Más vale poder recoger la cosecha aunque tarde, que no recogerla nunca.
O que siempre existe una salida y en muchos casos, ésta viene de la mano de quien menos esperas.
Buen fin de semana a tod@s.
Y para acompañarte en esos recuerdos, aquí dejo el relato de un acontecimiento que ocurrió hace mucho tiempo en nuestro pueblo.
Pasó el invierno, y con él, el frío arraigado en los huesos cada día de labor. Duro el trabajo de levantar terrones con el arado, tirado por un par de mulas y empujado con afán por los fuertes brazos de quien dirigía la maniobra. Un surco tras otro... un día tras otro… De sol a sol..., apenas sin descanso.
Pasó también la primavera que, aquel año, obró su milagro. El sol y el agua vistió sus piazos del alimento tan esperado que, un año más, salvaría sus pagos.
Las cuentas estaban ya hechas. Cada céntimo repartido. Cada noche, arropado por el calor de la única estufa de la casa, después de la cena, anotaba en su cuadernillo lo que debía y, a su modo, porque no era de los que rezaba, levantaba su mirada y, como si se dirigiera a alguien en lo alto, calladamente suplicaba. Seis hijos y una esposa...
Y llegó el tiempo de la recolecta. Su sangre bullía a pesar de lo que le esperaba en los siguientes meses hasta el tan ansiado día de la fiesta. Sí, sería igualmente duro, pero era el tiempo de la recompensa. El momento de recuperar lo que tanto esfuerzo había costado. Su siembra.
No habían transcurrido dos días y pocos surcos segados, cuando se desató la tormenta. El cielo ennegrecido y furioso, como un mar encabritado, escupía el ensordecedor aviso de un relámpago cercano. Y tan cercano... Sus mulas cayeron, las dos, y nunca más se levantaron.
En su cara, se revelaron nuevos surcos esculpidos por el abatimiento, regados con lágrimas de amargura por el inevitable y fortuito mal destino.
Sus mulas... su sustento... Sus seis hijos, su esposa... Sus largos días de invierno... Sus anotaciones en el cuadernillo... El rayo, cual cruel guadaña, sesgó también su garganta de un tajo impidiendo la salida de un grito desgarrador que aliviara su desconcierto, su mala fortuna, su pena, su ahogo.
Plantado de pie, bajo la sombra del único árbol, con la mirada perdida y nublada y los brazos abatidos, no alcanzaba a escuchar los gritos de sus vecinos y paisanos que acudieron al lugar quedando también perplejos, y al igual que él, abatidos por la escena. No era para menos. Todos sabían lo que aquel hombre estaba sintiendo. Sabían que no encontrarían palabras de consuelo. Pero no eran hombres que se entretuvieran con las palabras. Eran hombres de acción y actuaron.
Lo llevaron a la casa. Sus labios continuaban sellados. Sus lágrimas continuaban cayendo y dejó que su cuerpo vacío por dentro, ocupara una parte de la banca, donde acostumbraba sentarse cada vez que llegaba del campo. Sin mediar palabras, fueron abandonando la casa sus paisanos. Sólo quedaron su mujer y sus hijos que le observaban en silencio.
Un silencio que lo decía todo. Nunca antes le habían visto así. Un hombre tan fuerte y, de repente, tan frágil. Ver llorar al padre, fue el peor de los castigos.
El no podía verles, porque seguía allí, en su piazo, observando la dantesca escena de sus mulas muertas por un rayo. Fue la madre quien rompió el silencio que ahogaba a su familia. Fue ella quien salió corriendo. También ella era mujer de pocas palabras e hizo lo único que se podía hacer en este caso. Salir en busca de ayuda. Pidió a quien confiaba le ofrecería ayuda. Fueron muchos los que respondieron, tantos que, al día siguiente, contaban con tal número de pares de mulas que no tenía brazos ni piazos suficientes para dirigirlas.
Aquel año, con toda seguridad, fue el primero en recoger la cosecha.
La grandeza del ser humano no reside en dar mucho. Reside en dar lo que tiene.
Supongo que mi abuelo debió aprender algunas cosas importantes en esos días, como
Ante una tormenta inminente, mejor ser prudente y esperar a que el cielo escampe.
Más vale poder recoger la cosecha aunque tarde, que no recogerla nunca.
O que siempre existe una salida y en muchos casos, ésta viene de la mano de quien menos esperas.
Buen fin de semana a tod@s.