TIEMPOS DE ANTAÑO
A veces basta un olor. Pasas al lado de alguien que con su olor te recuerda a un ser querido que ya se fue. Un sabor. De pronto, al comer en un restaurante, la sopa o guiso tiene “algo” que recuerda a la comida de la abuela, o un sonido, como una pieza musical por ejemplo, para que vengan a la memoria recuerdos del pasado.
Para mí, la activación de mis recuerdos ha saltado hoy al escuchar un bolero. Concretamente “Camino Verde”.
Lo cantaban mis padres que se lo sabían de oírlo en la radio Ondina que estaba puesta en el cuarto de estar, sobre una repisa de madera cuyo frente estaba ribeteado con una tela de puntilla, que seguramente había salido de las manos expertas de mi abuela.
En las tardes, los chicos y chicas interrumpían los juegos en el Eruelo a la hora en que daban por esa radio un cuento, y después, Peticiones del Oyente, programa musical al que la gente escribía pidiendo una determinada canción dedicada a un ser querido.
Era normal que en las casas, que tuvieran aparato de radio, a esa hora hubiera mujeres para oír las canciones mientras cosían calcetines u otras prendas, y hasta la hora del programa musical daban un repaso a los asuntos del pueblo, en el que, en aquella época de 1957- 1960 sus habitantes pasaban de los mil.
Y cuando en el programa, interpretaban algún pasodoble, casi siempre al acordeón, no les importaba dejar la costura a un lado y emparejadas entre ellas, ponerse a bailar. O ponerse a llorar como Magdalenas al oír a Antonio Machín cantar aquello de “yo no tengo padre/ yo no tengo madre/ yo no tengo a nadie/ que me quiera a mi”. Y arreciaban en su llanto cuando Machín seguía cantando “yo no tengo ni padre ni madre que sufra mis penas/ huérfano soy”. Pobrecillo- decían entre sollozos, -que solo está en el mundo.
Cuando terminaba el programa, se iban a sus casas pues los maridos llegaban del campo, y no era de recibo que no estuvieran en casa, y además tenían que hacer el último aliño a las judías de la cena, antes de ponerlas en la fuente redonda o alargada, en la que cuchara en una mano y un trozo de pan en la otra, cenarían toda la familia.
La llegada del hombre, que venía del campo con los borricos o mulas, revolucionaba un poco la casa. Las madres te decían –anda ayuda a tu padre que vendrá cansao- y uno salía y le ayudaba a desaparejar los animales, darles agua, echarles el pienso y la paja, y sobre todo meter a casa las alforjas, y sacar la merendera, en la que casi siempre, el padre había dejado un trozo de tortilla para el más pequeño de la casa. ¡Y qué bien sabía aquel trozo de tortilla!
Los chicos y chicas éramos parte importante en las ayudas de casa y campo a partir de los ocho años, más o menos.
En los inviernos, en la recogida de la aceituna, íbamos de Soleros, y recogíamos la aceituna que estaba caída en el suelo, (a veces entre el hielo) y la que se les caía a los que, canasto de mimbre en el pecho, la recogían a mano “ordeñando” a la oliva.
¡Qué contentos nos poníamos cuando llenábamos nuestro canastillo!, a veces “ayudados” de nuestros padres que dejaban caer unos puñaos en el mismo…!y cuando íbamos a la hoguera que hacían los mayores para calentar nuestras ateridas manos, y nos metían una piedra caliente en el bolsillo, para calentarlas debajo de los olivos!
En la primavera, nos llevaban a escardar los sembrados, y con el tranchete en una mano, y la horquilla en la otra, cortábamos los cardos y otras malas hierbas en largas jornadas con nuestros mayores. A veces, en nuestros dos surcos, nos topábamos con un nido con huevos de perdiz, codorniz o chilrrera, y nuestra alegría era grande, y otras el hallazgo era una culebra enroscada, o un sapo, y era nuestro padre, o alguna persona mayor quien lo espantaba, y después quien tenía que intentar quitarnos el miedo, que nos duraba todo el día.
Los hijos de los obreros del campo íbamos poco a la escuela. La ayuda a nuestros padres, en las tareas del campo, o a jornal en casa de algún amo, nos lo impedía. No pasaba nada, pues en aquella época de nuestras vidas eso era lo normal, y los maestros se limitaban a dejar constancia de las faltas en la Cartilla de Escolaridad.
Eran tiempos de novenas para los muertos, rosarios en la iglesia a las cinco de la tarde, charlas de religión en las escuelas un día a la semana, y bajada desde las mismas en ordenada fila a la iglesia al medio día para rezar.
Eran tiempos de confesar los pecados, y comulgar después, pero eso sí, sin probar bocado dos horas antes de la comunión. Ni un caramelo siquiera. Eran tiempos en los que los hombres
Continúa...
A veces basta un olor. Pasas al lado de alguien que con su olor te recuerda a un ser querido que ya se fue. Un sabor. De pronto, al comer en un restaurante, la sopa o guiso tiene “algo” que recuerda a la comida de la abuela, o un sonido, como una pieza musical por ejemplo, para que vengan a la memoria recuerdos del pasado.
Para mí, la activación de mis recuerdos ha saltado hoy al escuchar un bolero. Concretamente “Camino Verde”.
Lo cantaban mis padres que se lo sabían de oírlo en la radio Ondina que estaba puesta en el cuarto de estar, sobre una repisa de madera cuyo frente estaba ribeteado con una tela de puntilla, que seguramente había salido de las manos expertas de mi abuela.
En las tardes, los chicos y chicas interrumpían los juegos en el Eruelo a la hora en que daban por esa radio un cuento, y después, Peticiones del Oyente, programa musical al que la gente escribía pidiendo una determinada canción dedicada a un ser querido.
Era normal que en las casas, que tuvieran aparato de radio, a esa hora hubiera mujeres para oír las canciones mientras cosían calcetines u otras prendas, y hasta la hora del programa musical daban un repaso a los asuntos del pueblo, en el que, en aquella época de 1957- 1960 sus habitantes pasaban de los mil.
Y cuando en el programa, interpretaban algún pasodoble, casi siempre al acordeón, no les importaba dejar la costura a un lado y emparejadas entre ellas, ponerse a bailar. O ponerse a llorar como Magdalenas al oír a Antonio Machín cantar aquello de “yo no tengo padre/ yo no tengo madre/ yo no tengo a nadie/ que me quiera a mi”. Y arreciaban en su llanto cuando Machín seguía cantando “yo no tengo ni padre ni madre que sufra mis penas/ huérfano soy”. Pobrecillo- decían entre sollozos, -que solo está en el mundo.
Cuando terminaba el programa, se iban a sus casas pues los maridos llegaban del campo, y no era de recibo que no estuvieran en casa, y además tenían que hacer el último aliño a las judías de la cena, antes de ponerlas en la fuente redonda o alargada, en la que cuchara en una mano y un trozo de pan en la otra, cenarían toda la familia.
La llegada del hombre, que venía del campo con los borricos o mulas, revolucionaba un poco la casa. Las madres te decían –anda ayuda a tu padre que vendrá cansao- y uno salía y le ayudaba a desaparejar los animales, darles agua, echarles el pienso y la paja, y sobre todo meter a casa las alforjas, y sacar la merendera, en la que casi siempre, el padre había dejado un trozo de tortilla para el más pequeño de la casa. ¡Y qué bien sabía aquel trozo de tortilla!
Los chicos y chicas éramos parte importante en las ayudas de casa y campo a partir de los ocho años, más o menos.
En los inviernos, en la recogida de la aceituna, íbamos de Soleros, y recogíamos la aceituna que estaba caída en el suelo, (a veces entre el hielo) y la que se les caía a los que, canasto de mimbre en el pecho, la recogían a mano “ordeñando” a la oliva.
¡Qué contentos nos poníamos cuando llenábamos nuestro canastillo!, a veces “ayudados” de nuestros padres que dejaban caer unos puñaos en el mismo…!y cuando íbamos a la hoguera que hacían los mayores para calentar nuestras ateridas manos, y nos metían una piedra caliente en el bolsillo, para calentarlas debajo de los olivos!
En la primavera, nos llevaban a escardar los sembrados, y con el tranchete en una mano, y la horquilla en la otra, cortábamos los cardos y otras malas hierbas en largas jornadas con nuestros mayores. A veces, en nuestros dos surcos, nos topábamos con un nido con huevos de perdiz, codorniz o chilrrera, y nuestra alegría era grande, y otras el hallazgo era una culebra enroscada, o un sapo, y era nuestro padre, o alguna persona mayor quien lo espantaba, y después quien tenía que intentar quitarnos el miedo, que nos duraba todo el día.
Los hijos de los obreros del campo íbamos poco a la escuela. La ayuda a nuestros padres, en las tareas del campo, o a jornal en casa de algún amo, nos lo impedía. No pasaba nada, pues en aquella época de nuestras vidas eso era lo normal, y los maestros se limitaban a dejar constancia de las faltas en la Cartilla de Escolaridad.
Eran tiempos de novenas para los muertos, rosarios en la iglesia a las cinco de la tarde, charlas de religión en las escuelas un día a la semana, y bajada desde las mismas en ordenada fila a la iglesia al medio día para rezar.
Eran tiempos de confesar los pecados, y comulgar después, pero eso sí, sin probar bocado dos horas antes de la comunión. Ni un caramelo siquiera. Eran tiempos en los que los hombres
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