VAMOS EN CAMION
Pio Luis Acuña
Un día, ya avanzada la tarde, di con mi pobre humanidad en la “terminal” de un servicio de camiones de pasajeros. En aquel sitio –por saludar a una antigua amiguita, una chica con un cuerpecillo tan apetitoso como tonificante--, no controlé que mi vehículo se retrasó nada menos que media hora en llegar a su punto de partida.
Me despedí de mi amiguita, quien esperaba a su señora madre, y fui una de las primeras personas en ocupar el autobús. Observé aquel carricoche: un vehículo destartalado que, según mis cálculos, lo construyeron para la Guerra de 1856. Los asientos eran más incómodos que una basura en un ojo, y todo el camión estaba más sucio que la conciencia de un prestamista. Miré al cobrador, un beatle enano con todas las trazas de haberse peleado con el agua y con el jabón y que se complacía en ayudar a las damas a subir en el carricoche. Quizá ese negrillo pretendía dejar sus cochinas huellas digitales en los brazos de sus indefensas clientas.
Pronto el vehículo comenzó a llenarse de pasajeros: una señora alta, gorda y con las mismas dimensiones de un elefante de circo; un negro, que a un kilómetro de distancia olía a nido de perros; un italiano parlanchín; el señor Jocote con una botella de vino tinto en una mano; los miembros de la Junta Progresista del Barrio, señores Aguacate, Caimito, Guayaba, Níspero, Coco, Anona, Limón y sus familias; una colección de cocineras y de empleados públicos, y una señorita muy pulcra, impecablemente vestida de blanco, que parecía una palomita. CONTINUARA-1.
Pio Luis Acuña
Un día, ya avanzada la tarde, di con mi pobre humanidad en la “terminal” de un servicio de camiones de pasajeros. En aquel sitio –por saludar a una antigua amiguita, una chica con un cuerpecillo tan apetitoso como tonificante--, no controlé que mi vehículo se retrasó nada menos que media hora en llegar a su punto de partida.
Me despedí de mi amiguita, quien esperaba a su señora madre, y fui una de las primeras personas en ocupar el autobús. Observé aquel carricoche: un vehículo destartalado que, según mis cálculos, lo construyeron para la Guerra de 1856. Los asientos eran más incómodos que una basura en un ojo, y todo el camión estaba más sucio que la conciencia de un prestamista. Miré al cobrador, un beatle enano con todas las trazas de haberse peleado con el agua y con el jabón y que se complacía en ayudar a las damas a subir en el carricoche. Quizá ese negrillo pretendía dejar sus cochinas huellas digitales en los brazos de sus indefensas clientas.
Pronto el vehículo comenzó a llenarse de pasajeros: una señora alta, gorda y con las mismas dimensiones de un elefante de circo; un negro, que a un kilómetro de distancia olía a nido de perros; un italiano parlanchín; el señor Jocote con una botella de vino tinto en una mano; los miembros de la Junta Progresista del Barrio, señores Aguacate, Caimito, Guayaba, Níspero, Coco, Anona, Limón y sus familias; una colección de cocineras y de empleados públicos, y una señorita muy pulcra, impecablemente vestida de blanco, que parecía una palomita. CONTINUARA-1.