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VILLAREJO DE FUENTES: CON EL RUEGO DE JUZGUÉIS CON BENEVOLENCIA EL SIGUIENTE...

CON EL RUEGO DE JUZGUÉIS CON BENEVOLENCIA EL SIGUIENTE ENGENDRO
POR SUPUESTO NO CONTIENE NINGÚN DATO NI REFERENCIA AUTOBIOGRÁFICA

LA PALOMA DEL BRIGADISTA INTERNACIONAL
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Todo lo que relato ocurrió cuando yo tenia unos 12 o 13 años, y pese a los muchos ya transcurridos, de vez en cuando, en las horas calmas bañadas por la espesa oscuridad de la soledad de mi dormitorio, cuando mi mente se niega a entregarse al descanso que en silenciosos gritos demandan mis gastados huesos, esperando entre los mil temores de mi ancianidad el ansiado transito al balsámico sueño que me lleve a un nuevo amanecer, fluyen desde la lejanía recuerdos, que con mi humilde aprendizaje en lo de juntar palabras, trato con más voluntad que sapiencia de relataros.
Y lo hago, por que siendo el pensamiento aún más raudo que los rayos del Sol, se repiten profundas emociones, aunque el tiempo las haya erosionado, como la luz, la lluvia y el viento desgastan el duro granito.
Entra tantos recuerdos almacenados, hay uno especial, que hincado en mi ya flaca memoria, se repite una y otra vez, sin solución de continuidad, es algo que viví, o soñé, pues llevo ya mucho tiempo entremezclando ensoñaciones y realidades.
Comienza esta narración por Enero o Febrero de 1.937, hace tiempo que dejé de poder precisar la fecha, pero si recuerdo como una imagen presente e inmediata a un Madrid, mi residencia de entonces, cercado desde dos o tres meses antes por las tropas de gloriosos generales africanistas, que pregonaban querer llevar a España por el Imperio hacia Dios, y bajo esta excusa masacraban con saña a la vecindad matritense, repartiendo con tenebrosa regularidad bombas llevadas por el cielo por sus aviones Heinkel, Junkers, Savoias o vomitadas por las bocachas de los cañones Krupp. El terror y el hambre era el bagaje común de los que en la ciudad cebábamos nuestra moral con un “No pasarán”, aunque el chusco chuleta siempre añadía, mirando primero alrededor;
“Y si pasan no les hablaremos”.
Tenia Madrid entonces el penoso mérito de ser y posiblemente de haber sido la ciudad de este belicoso mundo sitiada por una amplia panoplia de soldados. Yo cuento hoy, y seguro dejo alguno: A los ignorantes mercenarios marroquíes de misera soldada. Los ilustrados cóndores germanos. Las teatrales brigadas italianas de pintorescos uniformes. Los novios de la muerte, marginados escondidos en la legión extranjera, encandilados por el primer general en la historia con más mutilaciones en su cuerpo que trozos carnales de origen materno. Aún cabria algún “viriato” portugués. Unos pocos tan católicamente integristas como alcoholizados irlandeses, incondicionales de su presidente De Varela. Y a más de algún etcétera, y ya hablando de nuestros propios paisanos; Falangistas ungidos de fervor joseantoniano. Enardecidos requetés de roja chapela y dorada borla ansiando obtener “Dios, Patria y Rey”, Y también los más numerosos, los españolitos de a pie que bajo el punzar sobre sus espaldas de bayonetas llegadas de África les obligaron en Andalucía, Extremadura y Castilla a cambiar el honrado arado por el infame fusil, con un fugaz aprendizaje sobre el modo de batirse en batalla. De estos soldados, muy pocos sabían por que y para quien morían. A ninguno le dejaban pensar para que les habían entrenado en el combate y el ignominioso tiroteo entre hermanos, vecinos y paisanos de sangre y terruño.
A tan surtidas y nutridas huestes se oponía un puñado de reclutas de reemplazo a los que no les llegó noticia ni orden de levantamiento y estaban en este lado de la contienda como igual podría haberles tocado en suerte la contraria. Una muy numerosa tropa de milicianos, tan desarrapados como animosos, indisciplinados y llenos de inflamadas consignas. Todos tan desarmados que carecían de un arma por cabeza. Había también variopintos veteranos idealistas encuadrados en brigadas internacionales, y unos menos en número pero ejemplar y eficazmente disciplinados guardias de asalto que mantuvieron su juramento de lealtad a la legalidad gubernamental.
Para devolución del riego de bombas y obuses, los defensores de la Capital contaban con alguna artillería utilizada en el siglo anterior, y posiblemente sacada de algún olvidado museo, parte estratégicamente camuflada entre la arboleda de los céntricos jardines del Real Sitio del Buen Retiro, allí se apostaron dos piezas ateamente bautizadas por el gracejo de la villa con el acertado nombre de “Los Abuelos”, ya que de vez en cuando, con inútil eficacia, bramaban disparos de decrépitos proyectiles que nunca diezmaron formación militar enemiga, pero cuyos rugidos alguna moral de resistencia si que impartían entre los depauperados capitalinos.
En una temprana anochecida, mirando hacia la oscura calle, mientras caía una fría y fina llovizna, casi aguanieve, que helaba la médula de los raquíticos huesos que se atrevían a deambular, me encontraba desempeñando mi primer trabajo, dependiente de una modesta farmacia, mancebo de botica, como entonces se decía. El establecimiento era muy humilde, con quizá mas de un siglo existencia, acentuada su vetustez por el triste entorno que precipitaba su decadencia, estaba ubicado en una calle del Barrio de Salamanca, no recuerdo el nombre, poco más o menos una travesía de Velazquez, pero esto da lo mismo, mi trabajo allí se debía más al tesón de mi padre en que estuviera ocupado en un lugar alejado del frente, confiado en la ilusa promesa de que los sitiadores, ganadores finalmente de su victoriosa cruzada, cumplirían su proclama de no bombardear el burgués barrio de Salamanca, evidentemente querían simpatizar y proteger a sus quintacolumnistas por allí agazapados.
Me doy cuenta que me pierdo en el relato del cuento, ¿O fue realidad?, ¿O sueño o ficción?, el caso es que por los cochambrosos cristales de la puerta de la farmacia, o si lo preferís botica, vi acercarse, aquella noche, fría, oscura y húmeda, la figura de un hombre con paso lento, alto, erguido, solemne, fornido, detonaba cansancio, y con trazas de mejores carnes en tiempos pasados, la exigua luz que de no se sabe dónde filtraban candiles de rancio aceite envolvían en cambiantes sombras aquella figura que se acercó hasta los tiznados cristales de la puerta, la empujo muy suavemente, diría que con timidez, casi pidiendo perdón por entrar, se paró durante unos segundos algo alejado del mostrador y lo pude ver entonces con la mortecina luz de la ante-botica, me pareció apreciar que aquel ser, llegado de entre la llovizna y las sombras, se tocaba con gorro cuartelero de color ya olvidado, sin borla ni enseña, abrigaba su cuerpo con lo que un día pudo ser una zamarra de negra piel, sobre la que decenas de rozaduras y rasgones le habían hecho perder su lustre y textura, cruzaba su pecho y espalda correaje atado al cinto que en vez de hebilla con rutilantes emblemas se sujetaba ahora con tosco alambre, cuatro cartucheras le colgaban de la cintura ajadas y deformes, quise pensar que por el peso de la munición para la que fueron hechas, pero en realidad su malformación provenía de arrastrarlas por campos y trincheras, rodeaba uno de sus hombros un cinto que pasando por su pecho sujetaba a sus espalda un fusil, de astillada culata, milagrosamente reluciente su cerrojo y, negro y sucio su cañón, del otro hombro, de una fina cuerda, colgaba un abultado zurrón de inadivinable tejido, también vi que mal atado a su correaje oscilaban a media altura de su pecho dos objetos idénticos, muy semejantes a como en tiempos de mejor nutrición eran pequeños botes de leche condensada, mas quise imaginar que su contenido no era precisamente alimenticio, si no más propio que fueran bombas de mano, seguí bajando mi vista recorriendo su corpachón y me percaté de que de un costado colgaba bayoneta española, aquella cuya hoja, ilógicamente es más ancha en la punta que en el centro, pareciendo escandalosamente mellada, después supe que la peculiar forma de esta garrancha era debida a que reventaba mejor las entrañas donde penetraba, del otro costado, sobresaliendo exageradamente de una raída funda que vivió más elegantes tiempos, se balanceaba una pistola, solo pude ver su culata, y mi imaginación juvenil me llevó a desear que fuera una Lugger otrora propiedad de un abatido aviador “cóndor”.
No he mencionado su rostro, era joven, menos de treinta años, quizás solo un juvenil veinteañero envejecido un año cada día en los combates del asediado Madrid, barba cerrada, crecida y descuidada, que evidentemente no lucia por embellecimiento o distinción, cabello negro y revuelto sobresaliendo de su gorro cuartelero y pregonando la necesidad de barbero y jabón, no digo champú, entonces era producto exótico propio de burgueses decadentes, piel curtida por vientos solanos y helados cierzos, surcada de prematuras arrugas sobre las que una adivinadora nunca podría decir su futuro pero si su pasado. Ese conjunto humano infundía respeto, temor, pero no miedo, yo en mi sueño casi creí verlo rodeado de un hálito irisado cual enseña de nobles sentimientos, sus modales, sus movimientos, eran tranquilos, casi pausados y sin el nerviosismo que habitualmente acompaña a tímidos y bravucones.