DULCE-DULCINEA.: Después de tu animoso y reconfortante mensaje, me siento ahíto de vanidad y me atrevo a romper otra vez la debida modestia, transmitiendo otro capitulo del librito del que forma parte el XXVI LOS SEGADORES, cada capitulo es un tema o circunstancia independiente, no se trata de un relato continuado, salvo vosotros nadie ha conocido estos relatos concretos, que poco a poco, si no os cansais, os iré remitiendo.
VI.-ROMUALDO
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En otro rincón de la plaza mayor, lindando con el Ayuntamiento, había una taberna, de pelaje algo ruin, regentado por un tal Romualdo, establecimiento poco frecuentado, salvo en algunos días feriados que desde por la mañana hasta por la noche, a todo hombre que pasaba por su proximidad, y eran muchos, Romualdo les anunciaba en voz baja, con aire misterioso “esta noche hay café”, aviso o contraseña que llamó mi atención de crío, pues nunca había visto en tan cutre bochinche nada parecido a una cafetera, ni era el grano para esta infusión fácilmente accesible en las tiendas locales.
Picado por la curiosidad una tarde-noche “que había café” me colé en el tugurio siguiendo el rastro de una la hilera de hombres empanados, quiero decir vestidos de rústicos trajes de pana, que entraban en él, me allegué hasta su trastienda en donde el “café” se había convertido en garito de juego con una partida de “banca” con las apuestas monetarias en pleno apogeo.
Sin otra intención que mi infantil prurito de curiosidad me situé junto al “banquero”, o tahúr como queráis que le llame, como no era el garitero vecino del pueblo, mi presencia a su lado, al no conocerme a mí ni a mis mayores, evidentemente le turbaba bastante, pienso ahora que quizá rumiara... ¡Mira si el jodio este es hijo de algún civilón!, por lo que diplomáticamente optó por tratar de sobornarme, practica político-económica muy extendida en la época, así que como suave alternativa a echarme con cajas destempladas, de vez en cuando me soltaba algún billete de una peseta, siempre los más sucios, con un “anda hermoso gastatela en la feria”, recomendación que inicialmente desoía, hasta que acumulé unos diez pringados billetes, cada uno de ellos con su correspondiente recomendación de que los disfrutara, me retiré con cierto pesar cuando llegó la hora en que solemnemente había “convenido” con mi padre regresar a casa todas las tardes, al momento de encenderse las luces de las calle del pueblo.
Me convertí en aquellos días de fiesta en el crío más rico del momento ¡Diez pesetas de entonces!, una fortuna al alcance de pocos mocosos como yo.
VI.-ROMUALDO
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En otro rincón de la plaza mayor, lindando con el Ayuntamiento, había una taberna, de pelaje algo ruin, regentado por un tal Romualdo, establecimiento poco frecuentado, salvo en algunos días feriados que desde por la mañana hasta por la noche, a todo hombre que pasaba por su proximidad, y eran muchos, Romualdo les anunciaba en voz baja, con aire misterioso “esta noche hay café”, aviso o contraseña que llamó mi atención de crío, pues nunca había visto en tan cutre bochinche nada parecido a una cafetera, ni era el grano para esta infusión fácilmente accesible en las tiendas locales.
Picado por la curiosidad una tarde-noche “que había café” me colé en el tugurio siguiendo el rastro de una la hilera de hombres empanados, quiero decir vestidos de rústicos trajes de pana, que entraban en él, me allegué hasta su trastienda en donde el “café” se había convertido en garito de juego con una partida de “banca” con las apuestas monetarias en pleno apogeo.
Sin otra intención que mi infantil prurito de curiosidad me situé junto al “banquero”, o tahúr como queráis que le llame, como no era el garitero vecino del pueblo, mi presencia a su lado, al no conocerme a mí ni a mis mayores, evidentemente le turbaba bastante, pienso ahora que quizá rumiara... ¡Mira si el jodio este es hijo de algún civilón!, por lo que diplomáticamente optó por tratar de sobornarme, practica político-económica muy extendida en la época, así que como suave alternativa a echarme con cajas destempladas, de vez en cuando me soltaba algún billete de una peseta, siempre los más sucios, con un “anda hermoso gastatela en la feria”, recomendación que inicialmente desoía, hasta que acumulé unos diez pringados billetes, cada uno de ellos con su correspondiente recomendación de que los disfrutara, me retiré con cierto pesar cuando llegó la hora en que solemnemente había “convenido” con mi padre regresar a casa todas las tardes, al momento de encenderse las luces de las calle del pueblo.
Me convertí en aquellos días de fiesta en el crío más rico del momento ¡Diez pesetas de entonces!, una fortuna al alcance de pocos mocosos como yo.