
En un momento dado la mirada del cura Andrés volvió a quedarse incrustada en la de Apolonia y creyó ver sus hermosos ojos velados por lágrimas contenidas, con una expresión tierna, melancólica. Ahora interpretó Andrés, a través del misterio de los sentimientos, que estaba recibiendo un silencioso y amargo aviso de socorro, una angustiosa llamada de auxilio. Su torturado pensamiento, chisporroteó de nuevo dando en convertir en una verdad incuestionable que él, todo un cura, estaba siendo cómplice de una infamia, su ordenamiento sacerdotal, su tonsura, sus hábitos no le estaban impidiendo cometer un sacrilegio, aquel matrimonio que bendecía se celebraba contra-natura rompiendo en mil dolorosos pedazos los verdaderos sentimientos de la mujer que se casaba, que no deseaba ni quera ser la esposa del buen hombre que tenia a su lado arrodillado en el reclinatorio, aquella mujer estaba atada por lazos que se empezaron a trenzar desde el infantil cariño de una niña y un niño, y en un silencio sin olvido fue creciendo mansamente hasta convertirse en un mutuo y atronador deseo de darse el uno al otro.
Ella, ante el ahora sacerdote con juramento de celibato, hombre ya cuajado al que toda su vida de niña y mozuela había deseado por compañero, la estaba entregando a otro hombre con que el destino la unía sin mediar deseo ni amor profundo, quizá tan solo un afecto que el tiempo no maduró, una circunstancia, un instante banal, un corto camino sin una historia a la que volver la vista. No cuestionaba ni la hombría ni la honestidad, ni siquiera simpatía por el compañero al que las circunstancias la estaban uniendo, no lo había elegido por devaneo, ni por ansia de varón, si no por el desengaño de que la senda elegida por aquel al que quiso desde chiquilla había escogido una vida y prestado unos juramentos que los separaban para siempre haciendo inalcanzables que aquella inocente ternura diera sus frutos en el tiempo justo de la sazón.
Él, el cura Andrés, se preguntaba en tembloroso silencio, que graves pecados había cometido para que el Dios Supremo le castigara de forma tan cruel. Clamó en un grito mudo demandando al cielo que le consolara por aquella crueldad al ponerle ante si al ser que adoró de niño, al cuerpo que esperaba abrazar de hombre, a la fuente de ternura que había de sustituir al regazo materno, a la compañera que compartiría sus primaveras y tras muchos otoños juntos también los inviernos de la senectud. Pensó en los hijos que ya no podría engendrar, `pensó que el resto de su vida estaba condenado al margo recuerdo del deseo, a ser llamada fatuamente padre, sin haberlo sido, a carecer de sucesor, a no
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proteger cuna alguna, a no llevar de la mano por senda de una nueva vida a ningún ser de su sangre y de su carne.
Ni Apolonia, ni Andrés en sus infantiles y callados sueños, ni en sus juveniles anhelos, ni en sus recuerdos conservados con la pureza del agua de la nieve, pudieron nunca pensar en esta renuncia.
Como esas semillas que son ínfimas de tamaño, y cuando germinan eclosionan en imponentes arboles de profundas y ocultas raíces, con grueso y encumbrado tronco coronado por frondosa copa, y muchas veces incluso pródigos en frutos de sazonado paladar. Como la simiente ínfima … Como la simiente ínfima … retumbó este pensamiento en el cura Andrés, al sentir las repetidas explosiones en sus carnes de algo que llevaba dentro durante tantos años. Pasó mucho tiempo apartado de la savia de la naturaleza, ahogado en un profundo pantano de dogmas y ritos, de afirmaciones de fe en una vida tan sobrenatural como intangible, de ceremonias, de juramentos que transgredían la propia naturaleza que sin embargo había sido creada por el propio Dios de su fe.
¿Por que?. Se preguntaba con desazón Andrés. Yo no elegí el camino en que ahora estoy, alguien me puso en una senda que no era la mía y me empujó a caminar por ella en busca de un horizonte sin luz. ¿Por que he renunciado a vivir mi vida, mi naturaleza?. Si me dijeron que soy hijo de Dios hecho a su imagen y semejanza. ¿Por que me condenan a ser diferente a los demás hijos del Creador?. ¿Quien movió mis labios cuando confuso y ciego juré promesas sobre lo que desconocía?. ¿Por que me apartaron de mi gente, de mis querencias, de mis humanos deseos?. ¿Por que me han hecho creer que cumpliendo juramentos contrarios a la naturaleza soy ante Dios mejor y le es mas grata mi humanidad?
La ceremonia del casamiento continuó cumpliéndose con todas sus pompas, y quizás la más angustiosa fue aquella en que pregunto primero al novio si quería como esposa a Apolonia, en el relámpago de tiempo necesario para oír el más claro y rotundo si, Andrés esperó el imposible milagro de un arrepentimiento de ultima hora, de un desmayo del requerido. Y seguidamente, con angustia crecida pregunto a Apolonia si quería por esposo al hombre arrodillado junto a ella. Balbuceó febril la pregunta, mientras su mirada cuajada de un sollozo contenido con un dolor inmenso se quedó incrustada en los ojos de Apolonia, un tormentoso torrente de emociones se cruzaron en la vista de ambos. Andrés vio, solo él pudo verlo, un mohín en la cabeza de ella, dos lagrimas rodando hacia el viejo suelo la ermita, un alarido mudo ¡Tan cobarde eres, que tú, precisamente tú, me entregas a otro hombre!
Despidió el cura Andrés como pudo a los congregados, se retiró a la sacristía, dejó en el primer lugar que encontró los sacros objeto de celebrar la misa, se despojó de sus ropajes rituales que fue tirando sin orden sobre la mesa habilitada como escribanía. Se envolvió desordenadamente con la sotana que ni siquiera abotonó, cerró por dentro la puerta de la sacristía y se sentó en una silla apoyando los codos sobre los revestimientos que acaba de abandonar instantes antes, se reclinó llevando sus manos a sus sienes, con la cara tapada por los brazos, un suspiro quejumbroso atronó la pequeña estancia. Las ropas sacras que acaban de ser parte del utillaje de la boda se humedecieron con las saladas gotas de limpia agua que manaron de unos ojos enrojecidos.
Esperó en esa postura, en ese estado de derrota hasta que la ausencia de cualquier otra persona sumiera en silencio a la ermita. Recuperó algo de tranquilidad, sacó del cajón de la mesa un papel en blanco, una plumilla y un tintero, hizo un hueco entre él y el húmedo ropaje y sobre el papel escribió.:
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Madre.:
Perdóname por lo que voy a pedirte, habrá algún día en que pueda explicártelo, hoy es imposible, hay una fuerza superior a mí que me impide asistir a la comida de esponsales, ya sé que la tradición es que el cura que ha casado este presente, pero no puedo, créeme que no puedo, y no es por motivos de salud. Te pido por favor madre que cuando vayas a la comida excuses mi ausencia alegando cualquier cosa, lo que se te ocurra. Que estoy indispuesto, por ejemplo. Posiblemente madre estaré fuera de casa y del pueblo algún tiempo, no se cuanto, por favor no me esperes, no te preocupes se que preguntaran, diles lo que te parezca, que he marchado a unos ejercicios espirituales, por decir algo. Que padre tampoco se preocupe. Quiero a mis padres y a mis hermanos, os quiero a todos, habéis sido muy buenos conmigo y en especial tu madre. No sufra
Andrés
Con el jolgorio habitual en los casamientos de gente joven, los novios, ya marido y mujer a los ojos de Dios, se dirigieron en comitiva seguida por todos sus invitados y rodeados por toda la chiquillería del pueblo, hasta la casa de los padres de ella, donde en sus porches se afanaban la madre, las vecinas y amigas más allegadas en preparar mesas, sillas, manteles, cristalería, cubiertos y cuanto era necesario para el lucimiento del ágape nupcial, de todo aquello, parte provenía de la propia casa, y parte prestado por las buenas amistades y vecindades.
Sobre las mesas no faltó desde el comienzo abundante vino de la mejor tinaja del lagar mas apreciado en la villa, servido en la sencillez de las botellas de cristal en cuarterones que otrora contuvieron anisados tradicionales.
Desde la cocinilla un desfile de bandejas suministraban los platos con el meloso gazpacho manchego, corrían entre las mesas fuentes con generosas lonchas del jamón serrano autóctono, curado con hierbas aromáticas,
Ella, ante el ahora sacerdote con juramento de celibato, hombre ya cuajado al que toda su vida de niña y mozuela había deseado por compañero, la estaba entregando a otro hombre con que el destino la unía sin mediar deseo ni amor profundo, quizá tan solo un afecto que el tiempo no maduró, una circunstancia, un instante banal, un corto camino sin una historia a la que volver la vista. No cuestionaba ni la hombría ni la honestidad, ni siquiera simpatía por el compañero al que las circunstancias la estaban uniendo, no lo había elegido por devaneo, ni por ansia de varón, si no por el desengaño de que la senda elegida por aquel al que quiso desde chiquilla había escogido una vida y prestado unos juramentos que los separaban para siempre haciendo inalcanzables que aquella inocente ternura diera sus frutos en el tiempo justo de la sazón.
Él, el cura Andrés, se preguntaba en tembloroso silencio, que graves pecados había cometido para que el Dios Supremo le castigara de forma tan cruel. Clamó en un grito mudo demandando al cielo que le consolara por aquella crueldad al ponerle ante si al ser que adoró de niño, al cuerpo que esperaba abrazar de hombre, a la fuente de ternura que había de sustituir al regazo materno, a la compañera que compartiría sus primaveras y tras muchos otoños juntos también los inviernos de la senectud. Pensó en los hijos que ya no podría engendrar, `pensó que el resto de su vida estaba condenado al margo recuerdo del deseo, a ser llamada fatuamente padre, sin haberlo sido, a carecer de sucesor, a no
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proteger cuna alguna, a no llevar de la mano por senda de una nueva vida a ningún ser de su sangre y de su carne.
Ni Apolonia, ni Andrés en sus infantiles y callados sueños, ni en sus juveniles anhelos, ni en sus recuerdos conservados con la pureza del agua de la nieve, pudieron nunca pensar en esta renuncia.
Como esas semillas que son ínfimas de tamaño, y cuando germinan eclosionan en imponentes arboles de profundas y ocultas raíces, con grueso y encumbrado tronco coronado por frondosa copa, y muchas veces incluso pródigos en frutos de sazonado paladar. Como la simiente ínfima … Como la simiente ínfima … retumbó este pensamiento en el cura Andrés, al sentir las repetidas explosiones en sus carnes de algo que llevaba dentro durante tantos años. Pasó mucho tiempo apartado de la savia de la naturaleza, ahogado en un profundo pantano de dogmas y ritos, de afirmaciones de fe en una vida tan sobrenatural como intangible, de ceremonias, de juramentos que transgredían la propia naturaleza que sin embargo había sido creada por el propio Dios de su fe.
¿Por que?. Se preguntaba con desazón Andrés. Yo no elegí el camino en que ahora estoy, alguien me puso en una senda que no era la mía y me empujó a caminar por ella en busca de un horizonte sin luz. ¿Por que he renunciado a vivir mi vida, mi naturaleza?. Si me dijeron que soy hijo de Dios hecho a su imagen y semejanza. ¿Por que me condenan a ser diferente a los demás hijos del Creador?. ¿Quien movió mis labios cuando confuso y ciego juré promesas sobre lo que desconocía?. ¿Por que me apartaron de mi gente, de mis querencias, de mis humanos deseos?. ¿Por que me han hecho creer que cumpliendo juramentos contrarios a la naturaleza soy ante Dios mejor y le es mas grata mi humanidad?
La ceremonia del casamiento continuó cumpliéndose con todas sus pompas, y quizás la más angustiosa fue aquella en que pregunto primero al novio si quería como esposa a Apolonia, en el relámpago de tiempo necesario para oír el más claro y rotundo si, Andrés esperó el imposible milagro de un arrepentimiento de ultima hora, de un desmayo del requerido. Y seguidamente, con angustia crecida pregunto a Apolonia si quería por esposo al hombre arrodillado junto a ella. Balbuceó febril la pregunta, mientras su mirada cuajada de un sollozo contenido con un dolor inmenso se quedó incrustada en los ojos de Apolonia, un tormentoso torrente de emociones se cruzaron en la vista de ambos. Andrés vio, solo él pudo verlo, un mohín en la cabeza de ella, dos lagrimas rodando hacia el viejo suelo la ermita, un alarido mudo ¡Tan cobarde eres, que tú, precisamente tú, me entregas a otro hombre!
Despidió el cura Andrés como pudo a los congregados, se retiró a la sacristía, dejó en el primer lugar que encontró los sacros objeto de celebrar la misa, se despojó de sus ropajes rituales que fue tirando sin orden sobre la mesa habilitada como escribanía. Se envolvió desordenadamente con la sotana que ni siquiera abotonó, cerró por dentro la puerta de la sacristía y se sentó en una silla apoyando los codos sobre los revestimientos que acaba de abandonar instantes antes, se reclinó llevando sus manos a sus sienes, con la cara tapada por los brazos, un suspiro quejumbroso atronó la pequeña estancia. Las ropas sacras que acaban de ser parte del utillaje de la boda se humedecieron con las saladas gotas de limpia agua que manaron de unos ojos enrojecidos.
Esperó en esa postura, en ese estado de derrota hasta que la ausencia de cualquier otra persona sumiera en silencio a la ermita. Recuperó algo de tranquilidad, sacó del cajón de la mesa un papel en blanco, una plumilla y un tintero, hizo un hueco entre él y el húmedo ropaje y sobre el papel escribió.:
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Madre.:
Perdóname por lo que voy a pedirte, habrá algún día en que pueda explicártelo, hoy es imposible, hay una fuerza superior a mí que me impide asistir a la comida de esponsales, ya sé que la tradición es que el cura que ha casado este presente, pero no puedo, créeme que no puedo, y no es por motivos de salud. Te pido por favor madre que cuando vayas a la comida excuses mi ausencia alegando cualquier cosa, lo que se te ocurra. Que estoy indispuesto, por ejemplo. Posiblemente madre estaré fuera de casa y del pueblo algún tiempo, no se cuanto, por favor no me esperes, no te preocupes se que preguntaran, diles lo que te parezca, que he marchado a unos ejercicios espirituales, por decir algo. Que padre tampoco se preocupe. Quiero a mis padres y a mis hermanos, os quiero a todos, habéis sido muy buenos conmigo y en especial tu madre. No sufra
Andrés
Con el jolgorio habitual en los casamientos de gente joven, los novios, ya marido y mujer a los ojos de Dios, se dirigieron en comitiva seguida por todos sus invitados y rodeados por toda la chiquillería del pueblo, hasta la casa de los padres de ella, donde en sus porches se afanaban la madre, las vecinas y amigas más allegadas en preparar mesas, sillas, manteles, cristalería, cubiertos y cuanto era necesario para el lucimiento del ágape nupcial, de todo aquello, parte provenía de la propia casa, y parte prestado por las buenas amistades y vecindades.
Sobre las mesas no faltó desde el comienzo abundante vino de la mejor tinaja del lagar mas apreciado en la villa, servido en la sencillez de las botellas de cristal en cuarterones que otrora contuvieron anisados tradicionales.
Desde la cocinilla un desfile de bandejas suministraban los platos con el meloso gazpacho manchego, corrían entre las mesas fuentes con generosas lonchas del jamón serrano autóctono, curado con hierbas aromáticas,