Los lóbregos faroles, cuyas paupérrimas bombillas parecían pintadas en la pared con cal teñida de sucio marrón, dejaban todo en fresca penumbra, en las puertas destacábanse las manchas blancas de la gente casi en paños menores; en las escasas ventanas y balcones con adornos florales chorreaba rítmicamente el goteo del riego de las macetas, en cada balaustrada asomaba un botijo, y de arriba, de aquel cielo oscuro, que parecía un lienzo apolillado transparentando lejana luz, descendía un soplo húmedo que reanimaba la tierra, arrancándole suspiros de vida.
En algunas puertas sonaba lejana la música que los aparatos de radio instalados en el mas aparente de los cuartos, puesto a tope su volumen, las ondas sonoras llegaban hasta la calle, no se sabe si con interés de hacer amena las conversaciones entre convecinos o dejar constancia de la capacidad económica que permitía disponer de aquel milagroso aparato traído de tierras lejanas, de las américas decidan lo que aseguraban saber algo sobre los mismos.
Despedazábanse en los corros enormes sandías, hundiendo las navajas albaceteñas en tajadas como medias lunas, pringabanse las caras con el rojo del zumo, extendiéndose los arrugados moqueros bajo la barba para no mancharse, y al fin, la gente, con el vientre hinchado de agua, su- miase en dulce beatitud, escuchando como angélicas melodías las canciones dedicadas de Radio Andorra.
Y a esta hora de la digestión liquida, al sonar en la cascajosa campana del reloj municipal las doce y estar los corrillos mas animados, era cuando a lo lejos, la macilenta luz de los faroles marcaba algo balanceándose, trazando zigzas como una barca sin timón, echando la pesada ancla en cada esquina.
Era el padre de Dulcinea que, con la gorra desmayada y el pañuelo de hierbas en una mano, volvía de la huerta. Saludaba la reunión con tres gruñidos, despreciaba las insolencias de la hija y se hundía, por fin, en la oscuridad de su casa, maldiciendo a los avaros caseros, que, para fastidiar a los pobres siempre hacen las puertas estrechas.
En aquellas horas de regocijo público, en medio de la calle, acariciados por la expansión de todos los vecinos, se arrullaba el licenciado Antoñete y: él, dulzón y empalagoso, hablándole al oído; ella grave, estirada y seria, apretando los labio como si estuviera ofendida, porque una chavala que se respete debe siempre poner al novio cara de perro. Los hombres son muy presuntuosos, y si llegan a comprender que una está chiflada por ellos …. ya …. ya...
Y, mientras tanto, la pobre alma en pena a la puerta del bochinche de Romualdo, con la garganta abrasada por nauseabundo amílico y el corazón en un puño, oyendo de cerca las bromitas de sus amigachos y a lo lejos la musiquilla del corro de Dulcinea, unos retazos de zarzuela, boleros y pasadobles repetidos con monótono aburrimiento.
Pero ¡Que cargantes era los mal llamados amigos de la taberna! ¿Que Dulcinea ya no le quería? Bueno, dale expresiones … ¿Que él era un chiquillo y le faltaba esto y lo de más allá? Conforme, pero aún no había muerto, y tiempo le quedaba para hacer algo. Por de pronto, a Dulcinea y al Moro se los pasaba por tal y cual sitio. Ella era una moza ardiente, y él un mariquita con su hablar de chiquillo y su peluca rizada. Ya les arreglaría las cuentas … “A ver, tío Romualdo: otra caña de petroleo refinado. De aquel que está en el rincón, en el temible tonel que ha enviado al cementerio tres generaciones de borrachos”
Y el fresco vientecillo, haciendo ondear la listada cortina de la puerta, arrojaba todos los ruidos de la calle en el ambiente de la taberna, cargada del calor de las lamparas de aceite y los vahos alcohólicos.
A su oído de beodo celoso le llegaba una cantar a coro que el interpretaba … “Vente conmigo y no temas estos parajes dejar..”
Adivinaba la voz de Dulcinea, rígida y fría, como siempre, y la otra, aguda y mimosas, la del Moro que decía “Vente conmigo” con una intención que al Chaparro parecía arañarle en el pecho.
Conque “vente conmigo”, ¿he? ¡Cristo! Aquella noche iban arder todas las calles de Villarejo.
Y se lanzó fuera de la taberna, sin llamar la atención de los bebedores, acostumbrados a tan nerviosas salidas.
Ya no era el alma en pena, iba rectamente a su sitio, aquel corro maldito, mudo para todos, pero machaconamente retumbante que en sus oídos era todo su tormento.
- Tu Moro, escucha.
Movimiento de asombro, de estupefacción. Calló el corro y Dulcinea levantó fieramente la cabeza. ¿Que quería aquel pillete? ¿Había por allí algún borrego por robar?....
Pero sus insolencias de nada sirvieron. El Moro se levantaba estirando fanfarronamente su chaquetilla de hilo.
- Me paese …., me paese que ese muchachillo se la va a cargar por torpe.
Y salió del corro, a pesar de las protestas y consejos de todos.
Dulcinea se había serenado. Podían estar tranquilos, ella lo aseguraba. No llegaría la sangre al rio. El Chaparro era un chillón que no valía un papel de fumar, y si se atrevía a hacer pinitos, ya le limpiaría los mocos el otro. ¡Vaya …, a cantar! No debía turbarse la buena armonía por un bicho así.
Y la tertulia reanudó sus conversaciones de mala gana, mirando todos con el rabillo del ojo a los dos que estaban plantados en el arroyo frente a frente …... “”que la que aquí es prima donna reina de mi casa será...””
Pero al hacer una pausa, se oyó la voz de El Chaparro, que decía lentamente, con rabia y acentuando las palabras como si las mascase:
- Tu eres un morral...., sí, señor, un morral.
Todos se pusieron de pie, rodaron las sillas, se habían agarrado como gatos rabiosos, clavándose las uñas en el cuello, empujándose, resbalando en las cortezas de sandía y lanzándose sucias blasfemias.
Y el Moro, de pronto, se bamboleó para caer como un talego de ropa, y en aquel momento desvaneciéndose la melosidad sahariana, y el lenguaje de la niñez reapareció junto con la desgracia.
- ¡Hay madre mía ….! ¡Madre mía!
Se retorcía sobre la tierra apelmazada de la calle como una lagartija partida en dos; agarrá- base el vientre allí donde había sentido la fría hoja de la faca, comprimiendo instintivamente el bárbaro rasgón, al que asomaban los intestinos cortados rezumando sangre e inmundicia.
Corría la gente desde los extremos de la calle para agolparse en torno del caído; sonaban voces a lo lejos, poblándose instantáneamente las ventanas, y en una de ellas la seña Serafina, en camisa, sin explicarse todavía la inmensidad de la desgracia.
Dulcinea se retorcía con epilépticas convulsiones entre los brazos de varios vecinos; avanzaba sus uñas de fiera enfurecida, y no sabiendo llegar hasta El Chaparro, le escupía a la cara siempre los mismos insultos con voz estridente, desgarradora, que despertaba a todo el barrio:
- Ladrón … Granuja … Asesino ….
Y el autor de todo estaba allí, sin huir, el cuello desollado por varios arañazos, el brazo derecho teñido en sangre hasta el codo y la navaja caída a sus pies. Tan tranquilo como al degollar corderos en los corrales de los ganaderos, sin estremecerse al sentir en sus hombros las manos de los guardias civiles, con una sonrisita que plegaba ligeramente los extremos de su boca.
Salió de la calle con los brazos atados sobre la espalda y la blusa encima, la innoble cara llena de arañazos, hablando con su escolta de guardias civiles, satisfecho en el fondo de que la gente se agolpase a su paso, como en la entrada de un personaje.
Cuando anduvo ante la taberna saludó con altivez a sus amigotes, que, asombrados, como si no hubiesen presenciado el suceso, le preguntaban que había hecho.
- Nada … cosa de hombres.
Y contento con su suerte, erguido y triunfal, siguió el camino del calabozo, acogiendo el infeliz las miradas de la curiosidad con la prosopopeya de la estupidez satisfecha.
FIN
En algunas puertas sonaba lejana la música que los aparatos de radio instalados en el mas aparente de los cuartos, puesto a tope su volumen, las ondas sonoras llegaban hasta la calle, no se sabe si con interés de hacer amena las conversaciones entre convecinos o dejar constancia de la capacidad económica que permitía disponer de aquel milagroso aparato traído de tierras lejanas, de las américas decidan lo que aseguraban saber algo sobre los mismos.
Despedazábanse en los corros enormes sandías, hundiendo las navajas albaceteñas en tajadas como medias lunas, pringabanse las caras con el rojo del zumo, extendiéndose los arrugados moqueros bajo la barba para no mancharse, y al fin, la gente, con el vientre hinchado de agua, su- miase en dulce beatitud, escuchando como angélicas melodías las canciones dedicadas de Radio Andorra.
Y a esta hora de la digestión liquida, al sonar en la cascajosa campana del reloj municipal las doce y estar los corrillos mas animados, era cuando a lo lejos, la macilenta luz de los faroles marcaba algo balanceándose, trazando zigzas como una barca sin timón, echando la pesada ancla en cada esquina.
Era el padre de Dulcinea que, con la gorra desmayada y el pañuelo de hierbas en una mano, volvía de la huerta. Saludaba la reunión con tres gruñidos, despreciaba las insolencias de la hija y se hundía, por fin, en la oscuridad de su casa, maldiciendo a los avaros caseros, que, para fastidiar a los pobres siempre hacen las puertas estrechas.
En aquellas horas de regocijo público, en medio de la calle, acariciados por la expansión de todos los vecinos, se arrullaba el licenciado Antoñete y: él, dulzón y empalagoso, hablándole al oído; ella grave, estirada y seria, apretando los labio como si estuviera ofendida, porque una chavala que se respete debe siempre poner al novio cara de perro. Los hombres son muy presuntuosos, y si llegan a comprender que una está chiflada por ellos …. ya …. ya...
Y, mientras tanto, la pobre alma en pena a la puerta del bochinche de Romualdo, con la garganta abrasada por nauseabundo amílico y el corazón en un puño, oyendo de cerca las bromitas de sus amigachos y a lo lejos la musiquilla del corro de Dulcinea, unos retazos de zarzuela, boleros y pasadobles repetidos con monótono aburrimiento.
Pero ¡Que cargantes era los mal llamados amigos de la taberna! ¿Que Dulcinea ya no le quería? Bueno, dale expresiones … ¿Que él era un chiquillo y le faltaba esto y lo de más allá? Conforme, pero aún no había muerto, y tiempo le quedaba para hacer algo. Por de pronto, a Dulcinea y al Moro se los pasaba por tal y cual sitio. Ella era una moza ardiente, y él un mariquita con su hablar de chiquillo y su peluca rizada. Ya les arreglaría las cuentas … “A ver, tío Romualdo: otra caña de petroleo refinado. De aquel que está en el rincón, en el temible tonel que ha enviado al cementerio tres generaciones de borrachos”
Y el fresco vientecillo, haciendo ondear la listada cortina de la puerta, arrojaba todos los ruidos de la calle en el ambiente de la taberna, cargada del calor de las lamparas de aceite y los vahos alcohólicos.
A su oído de beodo celoso le llegaba una cantar a coro que el interpretaba … “Vente conmigo y no temas estos parajes dejar..”
Adivinaba la voz de Dulcinea, rígida y fría, como siempre, y la otra, aguda y mimosas, la del Moro que decía “Vente conmigo” con una intención que al Chaparro parecía arañarle en el pecho.
Conque “vente conmigo”, ¿he? ¡Cristo! Aquella noche iban arder todas las calles de Villarejo.
Y se lanzó fuera de la taberna, sin llamar la atención de los bebedores, acostumbrados a tan nerviosas salidas.
Ya no era el alma en pena, iba rectamente a su sitio, aquel corro maldito, mudo para todos, pero machaconamente retumbante que en sus oídos era todo su tormento.
- Tu Moro, escucha.
Movimiento de asombro, de estupefacción. Calló el corro y Dulcinea levantó fieramente la cabeza. ¿Que quería aquel pillete? ¿Había por allí algún borrego por robar?....
Pero sus insolencias de nada sirvieron. El Moro se levantaba estirando fanfarronamente su chaquetilla de hilo.
- Me paese …., me paese que ese muchachillo se la va a cargar por torpe.
Y salió del corro, a pesar de las protestas y consejos de todos.
Dulcinea se había serenado. Podían estar tranquilos, ella lo aseguraba. No llegaría la sangre al rio. El Chaparro era un chillón que no valía un papel de fumar, y si se atrevía a hacer pinitos, ya le limpiaría los mocos el otro. ¡Vaya …, a cantar! No debía turbarse la buena armonía por un bicho así.
Y la tertulia reanudó sus conversaciones de mala gana, mirando todos con el rabillo del ojo a los dos que estaban plantados en el arroyo frente a frente …... “”que la que aquí es prima donna reina de mi casa será...””
Pero al hacer una pausa, se oyó la voz de El Chaparro, que decía lentamente, con rabia y acentuando las palabras como si las mascase:
- Tu eres un morral...., sí, señor, un morral.
Todos se pusieron de pie, rodaron las sillas, se habían agarrado como gatos rabiosos, clavándose las uñas en el cuello, empujándose, resbalando en las cortezas de sandía y lanzándose sucias blasfemias.
Y el Moro, de pronto, se bamboleó para caer como un talego de ropa, y en aquel momento desvaneciéndose la melosidad sahariana, y el lenguaje de la niñez reapareció junto con la desgracia.
- ¡Hay madre mía ….! ¡Madre mía!
Se retorcía sobre la tierra apelmazada de la calle como una lagartija partida en dos; agarrá- base el vientre allí donde había sentido la fría hoja de la faca, comprimiendo instintivamente el bárbaro rasgón, al que asomaban los intestinos cortados rezumando sangre e inmundicia.
Corría la gente desde los extremos de la calle para agolparse en torno del caído; sonaban voces a lo lejos, poblándose instantáneamente las ventanas, y en una de ellas la seña Serafina, en camisa, sin explicarse todavía la inmensidad de la desgracia.
Dulcinea se retorcía con epilépticas convulsiones entre los brazos de varios vecinos; avanzaba sus uñas de fiera enfurecida, y no sabiendo llegar hasta El Chaparro, le escupía a la cara siempre los mismos insultos con voz estridente, desgarradora, que despertaba a todo el barrio:
- Ladrón … Granuja … Asesino ….
Y el autor de todo estaba allí, sin huir, el cuello desollado por varios arañazos, el brazo derecho teñido en sangre hasta el codo y la navaja caída a sus pies. Tan tranquilo como al degollar corderos en los corrales de los ganaderos, sin estremecerse al sentir en sus hombros las manos de los guardias civiles, con una sonrisita que plegaba ligeramente los extremos de su boca.
Salió de la calle con los brazos atados sobre la espalda y la blusa encima, la innoble cara llena de arañazos, hablando con su escolta de guardias civiles, satisfecho en el fondo de que la gente se agolpase a su paso, como en la entrada de un personaje.
Cuando anduvo ante la taberna saludó con altivez a sus amigotes, que, asombrados, como si no hubiesen presenciado el suceso, le preguntaban que había hecho.
- Nada … cosa de hombres.
Y contento con su suerte, erguido y triunfal, siguió el camino del calabozo, acogiendo el infeliz las miradas de la curiosidad con la prosopopeya de la estupidez satisfecha.
FIN