CHAPARRO EL ESTUPIDO – ANTOÑETE EL MORA Y DULCINEA
(COSAS DE HOMBRES)
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Cuando Antoñete, el hijo de la señá Serafina, volvió de Ifni, la calle mayor de Villarejo se puso en conmoción.
En torno de su petaca, siempre repleta de mezcla de picadura y “grifa”, se agrupaban los mozalbetes del pueblo, ansiosos de liar pitillos y escuchar las estupendas historias con credulidad religiosa.
- En Sidi Ifni tuve una bereber que quería nos casáramos, tenia más de doscientas cabras, y también aseguraba que mucho dinero en el Banco Exterior de España, pero yo no quise por que me tira mucho este terruño.
Y esto era mentira, cuatro años había permanecido alistado en la legión, fuera del pueblo, y decía que casi había olvidado el castellano, a pesar de lo mucho que le tiraba el “terruño”. Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, a través del cual las palabras tomaban una compulsión casi de tartamudos, mezclando los tonos y ritmos del habla bereber con la castellana y los otros veinte idiomas de las cinco partes del mundo que oyó a sus camaradas legionarios.
Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba a la crédula chiquilleria Antoñete era el soberano del pueblo, el motivo de conversación de todos los barrios. Su camisa legionaria de algodón en color verde-tierra, planchada con grandioso escote exhibiendo pelambrera de osezno, el gorro cuartelero cuya orla colgante ya quedó deslucida muchas quintas atrás, la “sardineta” cosida sobre la camisa, pregonando orgullosamente un rango militar, ínfimo, pero al fin de cuentas algo más que un simple soldado raso, y su rostro bronceado y curtido por el sol y el viento africano, con su fino bigotillo sobre el labio superior, se habían metido en el corazón de todas las mozuelas y lo hacían latir con estrépito solo comparable al frufrú de sus faldas de percal, almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.
La señá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba mamá, desentonando esta apelación cariñosa con la más contundente y castellana de madre. Ella era la encargada de hacer saber a las vecinas los duros que Antoñete había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía a dar tanto y cuanto … cuando mudase de fortuna.
No era extraño, pues, que un hombre de tantas prendas, rodeado del ambiente de popularidad y poseedor de irresistibles seducciones, trajese loca a Dulcinea, más conocida por la Buena Moza, una chica cuajada que por las tardes vendía los periódicos y revistas llegadas de la capital en La Rápida, en una improvisada parada en la plazuela del pilar, frente a la casona de los Cruces, y con su falda acorazada, pañuelo de pita, patillas en las sienes y puntas de bandolina en la frente, pasaba parte de su vida en el puesto, tan dispuesta a arañarse con la primera vecina como a conmover a todo el pueblo con alguno de sus escándalos de muchachota cerril.
La gente consideraba naturales y justas las relaciones, cada vez más intimas, entre Antoñete y Dulcinea. Eran la pareja mas distinguida del entorno, y, además antes que él se fuese a Ifni ya se susurraba si había algo entre ellos.
Lo que ya no le parecía tan claro a la gente es lo que diría el Chaparro, un chicuelo entenco y vicioso, empleado a ratos en el ayuntamiento para cualquier cosa, lo mismo una chapuza de albañilería, una entrega de un despacho, o si se terciaba, la fosa para acoger un difunto sin caudal para entierro dignamente ostentoso. En fin, un pillete con mirada atravesada y grandes tufos en las orejas, que siempre iba hecho un asco y de quien se murmuraba si en distintas ocasiones había afanado borregos enteros, sin mirar si eran crianza de ricos o de humildes ganaderos.
Dulcinea estaba loca, solo una caprichosa como ella podía haber aguantado cuatro años los celos machacones y las exigencias tiránicas de un granuja rabiosillo, al que ella, con su potente brazo de buena moza, era capaz de deshacerle la cara de un solo revés.
Y ahora iba a ocurrir algo. ¡Vaya si ocurriría! Adivinábanlo los vecinos sólo con ver al Chaparro, quien con aspecto de perro abandonado pasaba el día vagando por las calles, tan pronto en el casino de la plaza mayor, como en la taberna del Romualdo, junto al Ayuntamiento, como rondando, no siempre con el andar erecto la casa de Dulcinea, siempre sucio, con la camiseta listada de azul y la blusa al cuello impregnadas de la hediondez de su trabajos vaciando estercoleros, mezclado con sus sudores secos sobre su piel.
Sus muchas mas horas de holganza que de trabajo, las que empleaba en ir tras Dulcinea, humilde, cobarde, encogido, expresándose con la mirada más que con la lengua.
Pero ella estaba despierta ¿Donde había tenido los ojos?. Ahora le parecía imposible que hubiese querido a aquel bruto, sucio y borrachín.! Que abismo entre él y Antoñete!.. Una figura de general, un chico muy gracioso en el habla, que cantaba coplas aflamencadas y bailaba el tango como un ángel, y que en fin, si no tenia millones y una mora, ya se sabia que era por lo mucho que le tiraba el terruño.
Se indignaba al ver que aquel granujilla forrado en su propia mugre, aún tenia la pretensión de que continuase lo que solo había sido un capricho …, una condescendencia compasiva.. ¡Andate para allá!. Hasta que no manifestase su cariño con ternura y aprendiese a decirle: ¡Flor de jazmín!, y ¡Morita mía!, como el otro, hasta entonces no podría ponerse en su presencia.
La buena moza fue inflexible; acabó por no escuchar, y desde entonces el pueblo tuvo un alma en pena que fue Chaparro.
En las noches del agosto, cuando el calor arrojaba a las familias en medio de la calle y se formaban corros en torno de las cenas de mojetes servidos sobre mesitas de patas cortas, la gente veía pasar al celoso chiquillo, recatándose en la sombra, misterioso y fatídico como un traidor de melodrama.
La aparición terrorífica pasaba varias veces, unas ante el puesto de Dulcinea, otras ante la puerta de su casa, lanzando miradas espeluznantes al coro que hacia la corte a la buena moza, y después se desvaneciese por un escotillón: el casino donde el Chaparro, cual nuevo Prometeo, entrega sus entrañas a las rampantes garras de las águilas alcohólicas.
¡Que noches aquellas!. Los nuevos amores de Dulcinea tenían la acera por escenario, y por coro aquel corrillo donde sonaba el rumrum de los susurros y ella recibía honores de reina festejada.
A su lado, la madre, una vieja insignificante que no abría la boca sin recibir un bufido de Dulcinea.
El pueblo, tostado todo el día por el implacable solano, revivía con los primeros soplos del frescor nocturno.
(COSAS DE HOMBRES)
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Cuando Antoñete, el hijo de la señá Serafina, volvió de Ifni, la calle mayor de Villarejo se puso en conmoción.
En torno de su petaca, siempre repleta de mezcla de picadura y “grifa”, se agrupaban los mozalbetes del pueblo, ansiosos de liar pitillos y escuchar las estupendas historias con credulidad religiosa.
- En Sidi Ifni tuve una bereber que quería nos casáramos, tenia más de doscientas cabras, y también aseguraba que mucho dinero en el Banco Exterior de España, pero yo no quise por que me tira mucho este terruño.
Y esto era mentira, cuatro años había permanecido alistado en la legión, fuera del pueblo, y decía que casi había olvidado el castellano, a pesar de lo mucho que le tiraba el “terruño”. Había salido de allí con lengua, y volvía con un merengue derretido, a través del cual las palabras tomaban una compulsión casi de tartamudos, mezclando los tonos y ritmos del habla bereber con la castellana y los otros veinte idiomas de las cinco partes del mundo que oyó a sus camaradas legionarios.
Por su lenguaje y las mentiras de grandiosidad con que asombraba a la crédula chiquilleria Antoñete era el soberano del pueblo, el motivo de conversación de todos los barrios. Su camisa legionaria de algodón en color verde-tierra, planchada con grandioso escote exhibiendo pelambrera de osezno, el gorro cuartelero cuya orla colgante ya quedó deslucida muchas quintas atrás, la “sardineta” cosida sobre la camisa, pregonando orgullosamente un rango militar, ínfimo, pero al fin de cuentas algo más que un simple soldado raso, y su rostro bronceado y curtido por el sol y el viento africano, con su fino bigotillo sobre el labio superior, se habían metido en el corazón de todas las mozuelas y lo hacían latir con estrépito solo comparable al frufrú de sus faldas de percal, almidonadas en los bajos hasta ser puro cartón.
La señá Serafina estaba orgullosa de aquel hijo que la llamaba mamá, desentonando esta apelación cariñosa con la más contundente y castellana de madre. Ella era la encargada de hacer saber a las vecinas los duros que Antoñete había traído de allá, y al número que marcaba, ya bastante exagerado, la gente añadía ceros sin remordimiento. Además, se hablaba con respeto supersticioso de cierto papelote que el licenciado guardaba, y en el cual el Estado se comprometía a dar tanto y cuanto … cuando mudase de fortuna.
No era extraño, pues, que un hombre de tantas prendas, rodeado del ambiente de popularidad y poseedor de irresistibles seducciones, trajese loca a Dulcinea, más conocida por la Buena Moza, una chica cuajada que por las tardes vendía los periódicos y revistas llegadas de la capital en La Rápida, en una improvisada parada en la plazuela del pilar, frente a la casona de los Cruces, y con su falda acorazada, pañuelo de pita, patillas en las sienes y puntas de bandolina en la frente, pasaba parte de su vida en el puesto, tan dispuesta a arañarse con la primera vecina como a conmover a todo el pueblo con alguno de sus escándalos de muchachota cerril.
La gente consideraba naturales y justas las relaciones, cada vez más intimas, entre Antoñete y Dulcinea. Eran la pareja mas distinguida del entorno, y, además antes que él se fuese a Ifni ya se susurraba si había algo entre ellos.
Lo que ya no le parecía tan claro a la gente es lo que diría el Chaparro, un chicuelo entenco y vicioso, empleado a ratos en el ayuntamiento para cualquier cosa, lo mismo una chapuza de albañilería, una entrega de un despacho, o si se terciaba, la fosa para acoger un difunto sin caudal para entierro dignamente ostentoso. En fin, un pillete con mirada atravesada y grandes tufos en las orejas, que siempre iba hecho un asco y de quien se murmuraba si en distintas ocasiones había afanado borregos enteros, sin mirar si eran crianza de ricos o de humildes ganaderos.
Dulcinea estaba loca, solo una caprichosa como ella podía haber aguantado cuatro años los celos machacones y las exigencias tiránicas de un granuja rabiosillo, al que ella, con su potente brazo de buena moza, era capaz de deshacerle la cara de un solo revés.
Y ahora iba a ocurrir algo. ¡Vaya si ocurriría! Adivinábanlo los vecinos sólo con ver al Chaparro, quien con aspecto de perro abandonado pasaba el día vagando por las calles, tan pronto en el casino de la plaza mayor, como en la taberna del Romualdo, junto al Ayuntamiento, como rondando, no siempre con el andar erecto la casa de Dulcinea, siempre sucio, con la camiseta listada de azul y la blusa al cuello impregnadas de la hediondez de su trabajos vaciando estercoleros, mezclado con sus sudores secos sobre su piel.
Sus muchas mas horas de holganza que de trabajo, las que empleaba en ir tras Dulcinea, humilde, cobarde, encogido, expresándose con la mirada más que con la lengua.
Pero ella estaba despierta ¿Donde había tenido los ojos?. Ahora le parecía imposible que hubiese querido a aquel bruto, sucio y borrachín.! Que abismo entre él y Antoñete!.. Una figura de general, un chico muy gracioso en el habla, que cantaba coplas aflamencadas y bailaba el tango como un ángel, y que en fin, si no tenia millones y una mora, ya se sabia que era por lo mucho que le tiraba el terruño.
Se indignaba al ver que aquel granujilla forrado en su propia mugre, aún tenia la pretensión de que continuase lo que solo había sido un capricho …, una condescendencia compasiva.. ¡Andate para allá!. Hasta que no manifestase su cariño con ternura y aprendiese a decirle: ¡Flor de jazmín!, y ¡Morita mía!, como el otro, hasta entonces no podría ponerse en su presencia.
La buena moza fue inflexible; acabó por no escuchar, y desde entonces el pueblo tuvo un alma en pena que fue Chaparro.
En las noches del agosto, cuando el calor arrojaba a las familias en medio de la calle y se formaban corros en torno de las cenas de mojetes servidos sobre mesitas de patas cortas, la gente veía pasar al celoso chiquillo, recatándose en la sombra, misterioso y fatídico como un traidor de melodrama.
La aparición terrorífica pasaba varias veces, unas ante el puesto de Dulcinea, otras ante la puerta de su casa, lanzando miradas espeluznantes al coro que hacia la corte a la buena moza, y después se desvaneciese por un escotillón: el casino donde el Chaparro, cual nuevo Prometeo, entrega sus entrañas a las rampantes garras de las águilas alcohólicas.
¡Que noches aquellas!. Los nuevos amores de Dulcinea tenían la acera por escenario, y por coro aquel corrillo donde sonaba el rumrum de los susurros y ella recibía honores de reina festejada.
A su lado, la madre, una vieja insignificante que no abría la boca sin recibir un bufido de Dulcinea.
El pueblo, tostado todo el día por el implacable solano, revivía con los primeros soplos del frescor nocturno.
Hola chicos/as:
Quiero compartir con vosotros este corto relato en el que Eduardo ha puesto mi nombre “Dulcina” a uno de los personajes que en la historia aparecen.
Eduardo estoy encantada de verme como uno tus personajes aunque el final o desenlace de esta historia sea trágico y me quede compuesta y sin novio.
Con lo romántica que soy yo, me hubiese gustado un final feliz. Que Antoñete este joven pulcro y zalamero hubiese seguido cortejándola y haciéndola feliz. Susurrándole al oído bonitas palabras de amor, hasta que hubiese llegado la hora de subir al altar. Después de la boda se complementarían a la perfección el uno con el otro y fruto de este amor creciente abrían nacido sus dos hijos, un niño (Antoñito) y una niña (Melani) ja, ja, ja esto es un cuento rosa.
Nada que ver con el discurrir del relato de Eduardo. Se desarrolla en las calles del antiguo Villarejo de rancias costumbres. Esta costumbre de salir a la calle a tomar el fresco en corrillos por la noche, sigue hoy en día muy arraigada. Estos tertulianos departen los acontecimientos de ese día en el pueblo, si el menganito o la fulanita ha hecho o ha dicho tal o cual cosa. Ja, ja, ja aquí al que enganchan le dan un repaso bien dado de arriba, abajo ja, ja, jaaaaaaaa
Gracias Eduardo por incorporarme en uno de tus personajes. Me hace ilusión ver mi nombre ahí escrito y desarrollando la trama ¡Eres un encanto!
Abrazosssssssssss.
Saludos: Dulcinea.
Quiero compartir con vosotros este corto relato en el que Eduardo ha puesto mi nombre “Dulcina” a uno de los personajes que en la historia aparecen.
Eduardo estoy encantada de verme como uno tus personajes aunque el final o desenlace de esta historia sea trágico y me quede compuesta y sin novio.
Con lo romántica que soy yo, me hubiese gustado un final feliz. Que Antoñete este joven pulcro y zalamero hubiese seguido cortejándola y haciéndola feliz. Susurrándole al oído bonitas palabras de amor, hasta que hubiese llegado la hora de subir al altar. Después de la boda se complementarían a la perfección el uno con el otro y fruto de este amor creciente abrían nacido sus dos hijos, un niño (Antoñito) y una niña (Melani) ja, ja, ja esto es un cuento rosa.
Nada que ver con el discurrir del relato de Eduardo. Se desarrolla en las calles del antiguo Villarejo de rancias costumbres. Esta costumbre de salir a la calle a tomar el fresco en corrillos por la noche, sigue hoy en día muy arraigada. Estos tertulianos departen los acontecimientos de ese día en el pueblo, si el menganito o la fulanita ha hecho o ha dicho tal o cual cosa. Ja, ja, ja aquí al que enganchan le dan un repaso bien dado de arriba, abajo ja, ja, jaaaaaaaa
Gracias Eduardo por incorporarme en uno de tus personajes. Me hace ilusión ver mi nombre ahí escrito y desarrollando la trama ¡Eres un encanto!
Abrazosssssssssss.
Saludos: Dulcinea.
Lo acabe de leer y como en los relatos ya escritos de Eduardo me ha gustado. quizás eso; que sabe a poco y el final para que no todo fuera eso de ser "felices y acabar comiendo perdices" se ve un tanto trágico por esa cuestión tan dada en la raza-pais ibéricos, como son los celos. ¡Siempre lo mismo!.