VILLAREJO DE FUENTES: Gracias por tu cuento, Eduardo

LA PUERTA DEL CIELO

Sentado en el umbral de la puerta del casino de Villarejo, el tío ABECEDARIO trazaba con su hoz las rayas en el suelo, mirando de reojo a los segadores de Jaén, que en derredor del velador de mármol picado por cien años de uso empinaban el porrón y metían mano al plato de morcillas,

Siempre abandonaba su casa con el propósito de trabajar en el campo, pero siempre hacia el demonio que encontrase algún amigo compañero de libaciones en el casinillo o en cualquiera de las demás humildes tabernas del pueblo, y eso daba lugar a, vaso va, copa viene, cuando lanzaban las campanas el toque de las doce, si era de mañana, o lo anunciaban por la noche avisando el fin del día, siempre acontecía que el no hubiera salido todavía del pueblo.

Allí estaba en cuclillas, con la prurito de un parroquiano antiguo, buscando entablar conversación con los muy pocos forasteros que allí se avecinaban o transitaban, y esperando le convidasen a un trago, con las demás atenciones que se usan entre personas finas.

Aparte que le gustaba menos el trabajo que la visita a las tabernas, el viejo era hombre de mérito ¡Lo que sabia aquel hombre, Señor!.. ¿Y cuentos?.. por algo le llamaban Abecedario; por que no caía en sus manos trozo de periódico que no lo leyera de principio a fin, cantando las palabras letra por letra.

La gente lanzaba carcajadas oyendo sus cuentos, especialmente aquellos en los que figuraban curas o monjas, y el Romualdo, detrás del mostrador, reía también, contento de ver que los parroquianos, para celebrar los relatos, le hacían abrir las espitas con frecuencia.

El tío Abecedario, agradeciendo un trago de un representante de la capital, deseaba contar algo y apenas oyó que uno nombraba a los frailes, se apresuró a decir:

- ¡Esos sin que son listos! … ¿Quien se la dé a ellos...? Una vez un fraile engaño
San Pedro.

Y animado por la curiosa mirada de los muy pocos vecinos y menor presencia aún de forasteros, comenzó su cuento.:

Era un fraile de aquí cerca, del convento de los carmelitas de San Clemente, el padre Salvador, muy apreciado de todos por lo listo y campechano.

Yo no lo conocí, pero mi abuelo aún se acordaba de haberlo visto cuando visitaba a su madre y con las manos cruzadas sobre la panza esperaba el chocolate en la puerta de la casa ¡Que hombre! Pesaba sus diez arrobas, cuando le hacían hábito nuevo, entraba en él toda una pieza de paño, visitaba al día once o doce casas, tragándose en cada una sus dos onzas de chocolate, y cuando la madre de mi abuelo preguntaba.

- ¿Que le gusta más, padre Salvador, unos huevecitos con patatas o unas morcillas de las guardadas en aceite?

El contestaba con una voz que parecía un ronquido

-Todo mezclado hija mía.. todo mezclado.

Así estaba él de guapo y rozagante. Por allí por donde pasaba parecía regalar salud, y la prueba era que todos los chiquitines que nacían en este contorno presentaban los mismos colores, su cara de luna llena y un morrillo que lo menos tenía un kilo de manteca.

Pero todo es malo en este mundo, pasar hambre o comer demasiado, y un día, al anochecer, el padre Salvador, viniendo de un hartazgo para solemnizar el bautizo de cierta criatura que tenia toda su estampa, ¡Cataplum!, dio un ronquido que puso en alarma a toda la comunidad, y reventó como un odre, aunque no sea muy piadosa la comparación.

Ya tenemos a nuestro padre Salvador volando por el aire como un cohete, en busca del cielo, pues no tenía duda el fraile de que allí estaba su sitio.

Llegó ante una gran puerta, toda de oro, claveteada de perlas y piedras preciosas, como las que saca en las agujas de su peinado la hija del alcalde cuando es clavariesa de la fiesta de las solteras.

- ¡Toc, toc, toc! …

- ¿Quien es?. Preguntó desde dentro una voz de viejo.

- Abra señor San Pedro

- ¿Y quien eres tú?

- Soy el padre Salvador, del convento de San Clemente

Se abrió una ventanilla y asomó la cabeza el bendito santo, pero soltando bufidos y lanzando centellas por sus ojos a través de sus anteojos. Por que han de saber ustedes que el santo apóstol, como es tan viejo está mermado de vista.

- ¡Pero fraile de poca vergüenza! - gritó hecho una furia - ¿A que vienes aquí? ¡Me gusta tu confianza!... ¡Arre allá poca honra, que aquí no está tu puesto!...

- Vamos señor San Pedro, abra, que se hace de noche. Usted siempre está de broma.

- ¿Como de broma?... si cojo una vara, vas a ver lo que es bueno, descarado, ¿Crees acaso que no te conozco, demonio con capucha?

- Haga el favor señor San Pedro, sea bueno para mí. Pecador y todo, ¿No tendrán un puestecito libre aunque sea en la portería?

- ¡Largo de aquí!, ¡Miren que prenda! Si te permitiera entrar, en un día te zamparías nuestra provisión de tortitas con miel, dejando en ayunas a los angelitos y los santos. Además, tenemos aquí no sé cuantas bienaventuradas que aún están de buen ver, y ¡Valiente ocupación me caería a mi edad: ir siempre detrás de ti sin quitarte ojo! … Marchate al infierno o acuéstate al fresco en cualquier nube … Se acabó la conversación.

El santo cerró furiosamente el ventanuco, y el padre Salvador quedó en la oscuridad, oyendo a lo lejos las guitarras y las flautas de los angelitos, que aquella noche obsequiaban con los mayos a las santas más guapas.

Pasaban las horas y nuestro fraile pensaba en tomar el camino del infierno, esperando que allí le recibieran mejor, cuando vio salir de entre las nubes, aproximándose lentamente, una mujer tan grande y gorda como él, que caminaba balanceándose, empujando su tripa, hinchada como un globo.

Era una monjita que había muerto de un cólico de confituras.

- Padre – dijo dulcemente al frailote, mirándole con ojos tiernos. ¿Que no abren a estas horas?

- Aguarda, ahora entramos.

¡Lo que discurría aquel hombre!. En un momento acababa de inventar una de sus marrullerías.

Ya saben ustedes que los soldados que mueren en la guerra con los moros entran en el cielo sin obstáculo alguno.

Si no lo sabían, ya lo saben. Los pobres entran tal como llegan, hasta con botas y espuelas, pues algún privilegio merece su desgracia.

- Echate las faldas a la cabeza – ordenó el fraile.

- ¡Pero … padre mío! - contestó escandalizada la monjita.

- Haz lo que te digo y no seas tonta – gritó el padre Salvador con autoridad - ¿Quieres disputar conmigo que tengo tantos estudios? ¿Que sabes tu del modo de entrar en el cielo?

Obedeció la monja, ruborizada, y en la oscuridad comenzó a lucir una circunferencia enorme y blanca, como si hubiese aparecido la luna.

- Ahora, aguántate firme.

Y, de un salto, el padre Salvador se puso a horcajadas sobre el lomo de su compañera.

- Padre …. ¡Que pesa mucho! - gemía, sofocada la pobrecita.

- Aguanta y da saltitos, ahora mismo entramos.

San Pedro que estaba recogiendo las llaves para irse a dormir, vio que tocaban en la puerta.

- ¿Quien es?

- Un pobre soldado de caballería – contestó con voz triste – Me acaban de matar peleando contra los infieles, enemigos de Dios, y aquí vengo sobre mi caballo.

- Pasa, pobrecito, pasa – dijo el santo abriendo la puerta.

Y vio en la sombra al soldado dando talonazos a su corcel, que no sabia estarse quieto ¡Animal más nervioso!.. Varias veces intento el venerable portero buscarle la cabeza, pero fue imposible. Dando saltos, le presentaba la grupa, y, al fin, el santo, temiendo que le soltara un par de coces, se apresuró a decir, acariciando con palmaditas aquellas ancas finas y gruesas:

- Pasa, soldadito pasa adelante y veas de aquietar a esta bestia.

Y mientras el padre Salvador se colaba en el cielo sobre la grupa de la monja, San Pedro cerró la puerta por aquella noche, murmurando con admiración.

- ¡Rediós, y que batalla están dando allá abajo! ¡Que modo de pegar! A la pobre jaca no le han dejado … ni el rabo.

FIN

Un abrazo Eduardo.
Genial este cuento como ya nos tienes acostumbrados y te estamos agradecidos por tus desinteresados regalos.
Aprovecho la ocasión para mandarte mis mas amigables felicitaciones espero que sigas cumpliendo años con salud en compañía de tus familiares.
Un abrazo.

Gracias por tu cuento, Eduardo
Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
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A la hora de los agradecimientos es a mi a quien corresponde mostrar reconocimiento por haber merecido ser leído.

Con afecto

EDUARDO