DULZAINA-PITA
Por toda la Mancha conquense, desde el sur de la provincia, a orillas del Záncara, y siguiendo en parte por su vega, recorriendo los caminos que llevan a Belmonte y desde allí a Tarancón, unas veces por el camino más corto, otros a través de Hontanaya, Villarejo de Fuentes, El Hito, Montalbo, hubo ocasiones, posiblemente por veleidades de inspiración poética de César Manrique, que dicen que se le vio por Castillo de Garciamuñoz y en el mismísimo Uclés.
Con solo oír la “pita”, la característica dulzaina sin llaves originaria de Casasimarro, con sus tres anillos de alpaca y el sonido característico que le daba una aquel de diferencia étnica, la muchachada corría llamándose unos a otros, formando en amplio corro, moviéndose en la dirección del dulzainero, y al pasar la comitiva así formada ante las angostas y entreabiertas puertas vecinales y las más amplias de las tabernas, las comadres y los hombres abandonaban por un momento su quehaceres y sus libaciones, y llamándose gozosamente entre sí, exclamaban.
- ¡Lucifer! …... ¡Ha llegado Lucifer!.
Y el interprete, de mote tan diabólico, con la cara hinchada, perdida su mirada, y bufando incansable, se envolvía en un hálito de vanidad, intentando mostrarse con la indiferencia de una altiva divinidad.
Era popular y participaba gustoso de la rústica admiración hacia aquella “dulzaina pita”, resquebrajada, adoptada como eterna compañera de sus andanzas, la que cuando no rodaba en los pajares o sobre las meses de las tabernas, aparecía siempre como un nuevo miembro de su poseedor, saliendo puntiaguda de entre sus sobacos apuntando descaradamente al primer contertulio encarado.
Las matronas, que se pitorreaban de aquel inspirado músico, habían descubierto que “Lucifer” era un macho atractivo, con su espigada osamenta recubierta por cuajados músculos, sobre los mismos, una cabeza redonda, bien formada con la frente despejada y elevada, el cabello corto, ensortijado, y sin más peros que el brillante enrojecimiento que perennemente lucia la punta de su nariz, la cual por otro lado, vista su silueta era toda ella de inspiración griega, y le daba a todo él, en su reposo, algo majestuoso que recordaba más a un patricio romano o un califa moro, pero no de aquellos de vida espartana o austero estudio, si no de los de orgías imperiales y desenfrenos en los harenes palaciegos.
Lucifer era, sin paliativos ni falsa piedad, todo un borracho empedernido, lo que no perjudicaba que por los prodigios que era capaz de ejecutar con la dulzaina-pita, le había valido el mérito del apodo, resultando de todo ello que finalmente fuera más conocido por las asombrosas melopeas que pillaba en las fiestas y celebraciones locales, que por las interpretaciones musicales.
Su fama de músico le hacia ser requerido por los clavarios de todos los pueblos, villas y villorrios, y cuando aceptaba el encargo se le veía llegar por el camino mas polvoriento, siempre altivo y silencioso, portando a la vista su instrumento musical, y en ocasiones como gozquecillo sumiso en función de atabalero, deambulando junto a él, algún pícaro perdido entre los caminos y vegas de los arroyos con infulas de rio, Rus, Saroca, Corcoles y por supuesto el Zancara, cuyos caudales finalmente rendidos al Júcar, eran siempre ralos en época de lluvias y fangosos en la de estiaje.
El mozuelo, deslumbrado al principio y después convencido que haba sido llamado a sufrir los furiosos pellizcos del maestro cuando no redoblaba con el parche con el brío requerido.
Si el pícaro tamborilero abandonaba al amo, siempre era después de haber quedado más ahíto que el propio maestro musical, en el exacerbado placer de aligerar existencias de los lagares locales.
La verdad es que no se conocía en toda la Mancha dulzainero como aquel, pero buenos sudores les costaba a los organizadores y clavarios el dar gusto a los pobladores para que “Lucifer” tocara en sus fiestas, fueran estas sacras, con escándalo incluido de párroco local, o solo de índole laico, en donde la imprevisible personalidad del músico se tomaba como un añadido festivo, aunque siempre el pastor local de almas dejaba caer algún ligero anatema en los actos litúrgicos bajo bóveda eclesial.
Aunque ….. en casi todos los casos se turnaban los clavarios, en la vigilancia de nuestro músico, desde el momento mismo en que entraba en el pueblo, amenzandole haciendo silbar ante su cara la vara más flexible para que no visitase taberna alguna hasta bien terminada la procesión y tornadas las andas a la iglesia parroquial, aunque a veces, por caridad o por excesiva condescendencia se desviaba la vista cuando alguna matrona, de las que observaba el paso procesional, extendía su brazo portando en su extremidad un botijo de dudoso contenido o más descaradamente un porrón cuyo aforo era indefectiblemente manchuelo local, que el guardián del buen comportamiento toleraba brevemente dirigiendo una mirada de falso rechazo hacia la fémina en función de inadecuada cantinera.
Por toda la Mancha conquense, desde el sur de la provincia, a orillas del Záncara, y siguiendo en parte por su vega, recorriendo los caminos que llevan a Belmonte y desde allí a Tarancón, unas veces por el camino más corto, otros a través de Hontanaya, Villarejo de Fuentes, El Hito, Montalbo, hubo ocasiones, posiblemente por veleidades de inspiración poética de César Manrique, que dicen que se le vio por Castillo de Garciamuñoz y en el mismísimo Uclés.
Con solo oír la “pita”, la característica dulzaina sin llaves originaria de Casasimarro, con sus tres anillos de alpaca y el sonido característico que le daba una aquel de diferencia étnica, la muchachada corría llamándose unos a otros, formando en amplio corro, moviéndose en la dirección del dulzainero, y al pasar la comitiva así formada ante las angostas y entreabiertas puertas vecinales y las más amplias de las tabernas, las comadres y los hombres abandonaban por un momento su quehaceres y sus libaciones, y llamándose gozosamente entre sí, exclamaban.
- ¡Lucifer! …... ¡Ha llegado Lucifer!.
Y el interprete, de mote tan diabólico, con la cara hinchada, perdida su mirada, y bufando incansable, se envolvía en un hálito de vanidad, intentando mostrarse con la indiferencia de una altiva divinidad.
Era popular y participaba gustoso de la rústica admiración hacia aquella “dulzaina pita”, resquebrajada, adoptada como eterna compañera de sus andanzas, la que cuando no rodaba en los pajares o sobre las meses de las tabernas, aparecía siempre como un nuevo miembro de su poseedor, saliendo puntiaguda de entre sus sobacos apuntando descaradamente al primer contertulio encarado.
Las matronas, que se pitorreaban de aquel inspirado músico, habían descubierto que “Lucifer” era un macho atractivo, con su espigada osamenta recubierta por cuajados músculos, sobre los mismos, una cabeza redonda, bien formada con la frente despejada y elevada, el cabello corto, ensortijado, y sin más peros que el brillante enrojecimiento que perennemente lucia la punta de su nariz, la cual por otro lado, vista su silueta era toda ella de inspiración griega, y le daba a todo él, en su reposo, algo majestuoso que recordaba más a un patricio romano o un califa moro, pero no de aquellos de vida espartana o austero estudio, si no de los de orgías imperiales y desenfrenos en los harenes palaciegos.
Lucifer era, sin paliativos ni falsa piedad, todo un borracho empedernido, lo que no perjudicaba que por los prodigios que era capaz de ejecutar con la dulzaina-pita, le había valido el mérito del apodo, resultando de todo ello que finalmente fuera más conocido por las asombrosas melopeas que pillaba en las fiestas y celebraciones locales, que por las interpretaciones musicales.
Su fama de músico le hacia ser requerido por los clavarios de todos los pueblos, villas y villorrios, y cuando aceptaba el encargo se le veía llegar por el camino mas polvoriento, siempre altivo y silencioso, portando a la vista su instrumento musical, y en ocasiones como gozquecillo sumiso en función de atabalero, deambulando junto a él, algún pícaro perdido entre los caminos y vegas de los arroyos con infulas de rio, Rus, Saroca, Corcoles y por supuesto el Zancara, cuyos caudales finalmente rendidos al Júcar, eran siempre ralos en época de lluvias y fangosos en la de estiaje.
El mozuelo, deslumbrado al principio y después convencido que haba sido llamado a sufrir los furiosos pellizcos del maestro cuando no redoblaba con el parche con el brío requerido.
Si el pícaro tamborilero abandonaba al amo, siempre era después de haber quedado más ahíto que el propio maestro musical, en el exacerbado placer de aligerar existencias de los lagares locales.
La verdad es que no se conocía en toda la Mancha dulzainero como aquel, pero buenos sudores les costaba a los organizadores y clavarios el dar gusto a los pobladores para que “Lucifer” tocara en sus fiestas, fueran estas sacras, con escándalo incluido de párroco local, o solo de índole laico, en donde la imprevisible personalidad del músico se tomaba como un añadido festivo, aunque siempre el pastor local de almas dejaba caer algún ligero anatema en los actos litúrgicos bajo bóveda eclesial.
Aunque ….. en casi todos los casos se turnaban los clavarios, en la vigilancia de nuestro músico, desde el momento mismo en que entraba en el pueblo, amenzandole haciendo silbar ante su cara la vara más flexible para que no visitase taberna alguna hasta bien terminada la procesión y tornadas las andas a la iglesia parroquial, aunque a veces, por caridad o por excesiva condescendencia se desviaba la vista cuando alguna matrona, de las que observaba el paso procesional, extendía su brazo portando en su extremidad un botijo de dudoso contenido o más descaradamente un porrón cuyo aforo era indefectiblemente manchuelo local, que el guardián del buen comportamiento toleraba brevemente dirigiendo una mirada de falso rechazo hacia la fémina en función de inadecuada cantinera.