VILLAREJO DE FUENTES: felicitaciones, a mi padre por tenerme ese día con...

felicitaciones, a mi padre por tenerme ese día con él. Hoy puedo emocionarme con aquello, entonces mi edad no me permitía valorar lo que significaba.

Si el Supremo Hacedor existe y creó a los hombres a su semejanza, y les dotó de alma y sentimiento, aquellos seres no eran hombres, eran Dioses maldecidos por el propio Creador, envidioso de criaturas que le superaban en solidaridad.

De la mano de mi padre, recorrí con él la galería y desde todos los mugrientos jergones, salía una palabra amable, una frase cariñosa, un mohín de afecto, un guiño animoso, un continuo ofrecimiento de variopintos objetos y humildísimos objetos hechos sin herramientas, en la oscuridad, con los materiales más modestos e impensables, trabajados sorteando la persecución de los carceleros, pero con habilidades e ilusiones que para sí quisieran afamados artistas consagrados, era un muestrario de que aún había algo que les hacia continuar vivos, era un reto silencioso y sereno a los represores, un clamor sordo de que aquellos restos de cuerpos, seguían siendo para si mismos, dignos y humanos, aunque macilentos, y ausentadas sus ínfimas ilusiones y esperanzas. Restos de torturada humanidad, en un día tan cruel como el anterior y tan atroz como el siguiente.

En el recorrido, recuerdo vagamente que sin soltar ni un segundo mi pequeña mano, anduve con mi padre por otras inmensas galerías y dependencias, una de ellas, posiblemente fueran las cocinas, o algo que se les asemejaba, un hombretón con grasiento mandil, se acercó a nosotros y me dio, mirando primero a mi padre, algo, no sé, una fruta, un caramelo, un pequeño dulce, algo banal, allí y entonces no podía ser de otro modo, estábamos, recordarlo, en la cárcel. Lo que me entregó, posiblemente debía ser muy valioso para cualquiera de los que allí penaban...... y no sé, pensad en mi edad, si entonces supe apreciar el obsequio, hoy sé, sin saber que era, que fue el manjar mas prodigioso que ser humano haya podido probar.

¿Que parte del día era?, ¿Tarde?, ¿Mañana?, que más da, seguí recorriendo el presidio hasta llegar a un gran patio, hoy me percato que debía ser un gran claustro ajardinado para disfrute de los cebados monjes que anteriormente poblaron el cenobio, en el centro, donde suele haber en sitios semejantes una cantarina fuente ornamental, unos pocos presos habían organizado, o les habían hecho organizar, una especie de representación circense, mostraban habilidades y realizaban payasadas, ignoro si con ilusión o desgana, en una representación impropia del lugar y momento, intentando patéticamente trasmitir una falsa alegría a tantos y tantos niños que como yo y gracias a la intersección de la Virgen de la Merced ante el bondadoso Caudillo, habíamos podido aquel día ser abrazados por nuestros padres, y como no creo ni en intersecciones marianas ni mucho menos en las bondades de verdugos, sirvió, hoy no lo dudo, con sádico acierto para que aquellos padres recordaran aún más sus terribles condenas y privaciones.

También evoco con nitidez, que una de las bufonadas consistía en que el clow y el augusto no se entendían en una conversión ¡humorística! tergiversada y trasmitida a través de una larguísima cuerda de esparto terminado cada extremo en un bote de hojalata vacío. Cuando terminó la función y los guardianes ordenaron despejar el patio, me solté de la mano de mi padre y en un breve correr me acerqué al extremo de la soga y me llevé uno de los botes a la oreja para infantilmente cerciorarme si era verdad que a través de la misma se oía algo. Esta pequeña y tonta chiquillada fue después muy celebrada entre los míos. A veces cosas de tanta simpleza, en un tiempo tan negro, pueden, momentáneamente, solo por unos segundos, relevar hondas amarguras.

No puedo contestar que señalaba el reloj cuando terminó la visita, como y por donde salí, quien me sacó. Me esperaba mi madre, no podía ser de otra forma, regresamos a casa, el día siguiente y el siguiente del siguiente se han borrado de mi memoria, de alguno de los míos he oído decir que durante algún tiempo permanecí en un silencio impropio, no contaba nada a nadie de mi encuentro con mi padre, guardé en infantil egoísmo para mi solo aquellos momentos. Pero la constancia no es una virtud infantil, superada la inicial melancolía, hablé y hablé y hoy, ya veis, es parte de este relato que es un rosario de recuerdos.

EL LOCUTORIO

Conservo también un recuerdo, que pese a las brumas de tantos años trascurridos, trataré de relataros, intentando ser lo más fiel posible a lo que mi memoria ha guardado, por lógica de edad, debió ocurrir en un tiempo muy próximo al del episodio anterior. No me preguntéis, si fue anterior o posterior, carezco de contestación.

Era invierno, en el amanecer de una mañana muy fría, de esas que en Valencia
los huertanos llaman de raso y es augurio de escarchas y heladas, el viento en calma, el cielo limpio de nubes, la luz muy clara, y dirigiendo la vista al Levante cuando el Sol aun permanecía pegado al horizonte, te cegaba con su potente luminosidad todavía dorada, aunque también consolaba el anuncio de su tibieza cuando alcanzase el cenit, deduzco pues que era un día de calma invernal.

Me veo, siempre de la mano de mi madre, guardando turno en la interminable fila de las luctuosas mujeres y lastimosos niños, junto a los muros de San Miguel de los Reyes.

Aquel día había posibilidad, y utilizo esta palabra pues sería impropio que dijera certeza, de una de las contadas ocasiones en que se permitía la “visita” de los familiares de primer grado, previa concienzuda comprobación de que la afinidad familiar estaba católicamente bendecida, pasados los controles, se consentía el acceso a los sarcásticamente llamados locutorios, explico que todo esto consistía en poder ver al preso a través de dos tupidas verjas metálicas separadas por un pasillo de poco más o menos un metro de ancho por el que circulaba constantemente en un nervioso ir y venir el “censor”, funcionario que tenia la misión de comprobar que las conversaciones entre visitantes y penado no atentaran contra la moral ni contra los principios del Movimiento Nacional. Aunque te permitieran el acceso en rebaño hasta el infecto cuarto del locutorio, no había seguridad alguna de que el preso que se había solicitado visitar acudiese, pues quedaba su presencia a la discreción de los carceleros o de su estado de “salud”, eufemismo con los que se disfrazaba un castigo caprichoso o una paliza reciente.

En un lado, entrando en tropel las visitantes con sus hijos, las primeras en acceder se asían histéricas a los hierros de la verja a la espera de que al otro lado del pasillo divisor llegaran sus hombres, el espacio era claustrofóbico para el número de personas en tal intento, dos y tres filas pugnaban por acercarse hasta las verjas.

Cuando al otro lado llegaban los penados escoltados por los carceleros, la algarabía, gritos, lamentos y peleas eran ensordecedoras, retumbaban los aullidos de las mujeres ansiosas de poder oír unas pocas palabras, ver unos pocos minutos a sus hombres, creerse juntos unos pocos segundos, mostrar al hijo común.

La concienzuda represión sobre los presos los hacia más dóciles, más calmos, no les faltaba ganas ni ilusión por acercarse a los suyos, luchaban menos, sus fuerzas estaban más quebradas.

Pasados los minutos autorizados, los ojos de esposas, madres y hermanas seguían el lento caminar de los presos empujados por sus vigilantes hacia las dependencias del interior del presidio.

Las mujeres, por la puerta que habían entrado, de nuevo volvían camino de sus casas, soltando en inmensos ríos de dolor las lagrimas contenidas delante de sus hombres, su sufrimiento era solo para ellas, para ellos guardaban palabras y gestos de animo, muchas veces, las más, fingidamente recibidas por el recluso.

Todo este espectáculo, tened por seguro que servia además de solaz entretenimiento y diversión de los esbirros de la prisión.
EL CAMIÓN

En uno de los intentos de “visita”, cuando aún me encontraba en el exterior de la muralla de San Miguel de los Reyes, asido a mi madre en la fila de espera para el acceso al locutorio del penal.............

Como si fuera hierro candente, quedó gravado en mi memoria la imagen de un portalón situado en uno de los muros laterales que guarnecían el edificio, era de grueso metal, y siempre herméticamente cerrado.

Aquella mañana, el portalón se abrió de par en par, saliendo de él, primero un pequeño pelotón de soldados con fusil al hombro, más otro militar que debía ser el oficial que los mandaba, ya que en vez de fusil solo portaba pistola al cinto, no se tocaba de gorra cuartelera y se cubría con la de plato adornada junto con las bocamangas de su guerrera con insignias estelares, dio a viva voz ordenes que no entendí y sus subordinados se alinearon a ambos lados del camino de tierra que iba desde ese acceso hasta la muy próxima carretera empedrada donde estaba la puerta principal.