cínicamente deliberadas por espadones felones que con sádica satisfacción sentenciaban, rápida y mayoritariamente con pena de muerte, por tan curioso delito como “Adicto a la Rebelión”.
¡Culpables de rebelión precisamente quienes haciendo honor a juramentos libremente prestados habían intentado sofocar la insurrección de los ahora vencedores.!
Los juzgadores, sin más mérito ni razón que la de pertenecer a la nutrida banda de los asilvestrados compinches del Glorioso Movimiento Nacional, traidores por tanto al gobierno democrático al que antes, más por provecho que por convencimiento habían empeñado en solemne juramento y bajo bandera tricolor su honor y palabra de defender su legalidad. Se habían investido ahora para impartir una justicia tan vil como odiosa, cuyo único Articulo en su peculiar Código de Justicia era la venganza y el exterminio, no por desmanes del reo, si no por la razón de su fuerza de vencedores, olvidando las palabras que les dedicó Unamuno sobre la fuerza de la razón.
No tuvieron los alzados, pudor, vergüenza ni dignidad. Sicarios al fin de cuentas, para perjurar cuando fueron llamados al saqueo por la aflautada voz de un tan oportunista como joven General Franco, “Franquito” entre sus compinches, tan ambicioso de poder como servil bajo generoso peculio de avarientos explotadores de toda posible riqueza de su propia nación.
Caudillo de España por la G. de Dios, según hizo se acuñara durante cuarenta años, titulo con que dio en proclamarse el tal Franco, por haber sido entre todos los suyos el más sanguinario.
Este sádico exterminador africanista, manifiesto enemigo de la inteligencia, “amiguete” de sabe su divino creador que degeneradas practicas con el pútrido Alfonso XIII, que le recompensó favores inconfesables adoptándolo como su militar favorito, y al que para que iniciara pronto y bien su labor de exterminio, primero en el Rif, después en Asturias y finalmente en toda la patria, lo invistió contando solo con treinta años de edad con el colorista fajín de general del “glorioso ejercito español”
Estaréis en lo cierto si pensáis que se trata de ese ejercito que desde D. Juan de Austria, poco más o menos, participó en muchas guerras, pero jamás ni ganó ni devolvió la paz allá donde hirió, mató y destruyó vidas y bienes, y si de alguna victoria pudo salir vencedor solo lo fue contra su propio pueblo, sus propios paisanos.
Dejo las divagaciones y vuelvo al inicio del recuerdo.
Bajé del tranvía, y la mano de mi madre me lleva al final de una larga, larguísima fila formada a la sombra de los siniestros muros del enorme penal de San Miguel de los Reyes, mujeres, muchas mujeres, las más con sus cabezas cubiertas por negros pañuelos, otras con lisos cabellos recogidos en moños, todas vestidas con míseros atuendos negros, calladas, muy calladas, cansadas, muy cansadas, sufriendo, sufriendo mucho, llorando en silencio por haber agostado lágrimas en sollozos infinitos, hundidas en pensamientos más negros que su propio luto, rugiendo silenciosamente su dolor, su desespero, sobre sus pieles marchitadas por el hierro candente con que las ha marcado la infamante desgracia de ser mujeres de perdedoras en incivil guerra. Unas, muchas, por el esposo que espera le anuncien la pronta llegada de su ultima alba, otras por el hermano o por el novio que ya han podrido su juventud, también por el padre que con vejez y achaques vive su agonía en interminable prisión. Y madres, ¡Cuantas dolientes madres!, llorando por ese hijo, por esos hijos, cuya intacta juventud olvidaron y perdieron en el instante mismo de traspasar los tétricos muros y cuyos escasos años les hacen merecedores en las ergástulas de las más refinadas vejaciones y torturas, ¡Palizas se decía entonces!, y eran tan comunes y reiteradas como lo era el hambre y la miseria en todas las casas, en todas las familias.
Se han levantado monumentos a héroes militares, políticos, reyes, científicos y patricios. ¿Pero quien plasmará en piedra la bravura con que aquellas mujeres vivieron su inmenso sufrimiento tratando de aliviar el de sus hombres?
De las manos de muchas aquellas dolientes hembras, apretando los dientes, mordiéndose los labios, colgaban las de seres infantiles, yo mismo era uno de ellos, uno más que con docilidad del rebaño formábamos una negra procesión junto a los muros de San Miguel de los Reyes, y todas y todos forzosamente serviles a las brutales voces de los guardianes que segaban cualquier cándida algarabía de la concurrencia infantil, el silencio, el terror, el desasosiego, contagiaban a la grey infantil, también a mí, yo era uno más. ¿Cuantos había?
Dos uniformados, con lenguaje y modales impropios hasta para una reata de asnos, recorrió la afligida fila repartiendo a las mujeres que portaban niños unos sucios cartones sobre los que había que anotar el nombre del preso, la galería en que se le suponía encerrado, y el nombre del niño. Etiqueta que había que sujetarla con imperdibles, o lo que fuera, al ropaje del infante, vestido ese día con las ropas menos harapientas, con los zurcidos mejor hechos, con los recosidos más primorosos.
En un momento dado, desde el portalón, un guardián gritó una consigna inaudible más allá de las primeras cinco personas de la fila, y la larga, larguísima procesión de silenciosas hembras inició una lenta, lentísima aproximación hacia la macabra entrada del recinto carcelario.
Llegó mi turno, no sé ahora si tardó mucho o poco. En el mismo dintel, me soltó mi madre la mano y con un cariñoso y suave empujón me aproximó a uno de la soldadesca que tras leer el cartón que colgaba de mi ropa me gritó ¡galería....... ¡¡tú con aquel! Señalándome a otro con igual pinta y vestimenta, durante un tiempo se fueron formando corros de niños alrededor de los esbirros que señalaba el del dintel, creo que cuando todos los de la cola se encontraban ya en esa antesala o atrio entre el portalón y las rejas, se cerró este y se abrieron aquellas, los guardianes, a los niños que se les había encomendado les gritaron, ¡Seguidme!, ¡Callados y sin perderos!, ¡El que se pierda no sale de aquí en su puta vida!.
No recuerdo, no sé por donde nos llevaron, no sé cuantas rejas y puertas metálicas se abrieron ante nosotros y se cerraron tras nosotros, si sé, y lo revivo como si fuera hoy mismo, que acabé en una larga, larguísima y estrecha nave abovedada, posiblemente el sitio en que otrora utilizaban los orondos monjes para el paseo invernal y mientras urdían su intrigas cuando habitaban la fortaleza monacal.
En cada uno de los laterales de la bóveda y otra en el centro, formando tres filas, juntos uno con otros, se encontraban extendidos por el suelo jergones y harapos, sobre ellos alguna vieja prenda de vestir, en muchos de estos míseros camastros yacían con la mirada perdida hombres desaliñados, sucios, tristes, enfermos, de rostros desencajados, otros, junto a sus míseras pertenencias esperaban de pie, demacrados pero misteriosamente iluminados por un aura que ese día les llegaba de no se sabía donde, nosotros, los niños, guiados por ese misterioso y maravilloso hilo que nos une y nos lleva al cariño, al afecto, al calor de los que sabemos por instinto nunca aclarado que nos quieren por que nos dieron vida, nos fuimos desparramando, buscando nuestro riachuelo de candor en el seno del abrazo paternal, llegué, creo que rápidamente al ansia que mi ínfima niñez me esperaba, me agarré a un cuello amoroso, me acogieron unos brazos que no deseaba se soltaran jamás, me besaron unos labios que me cubrieron de dulzura, no sé si lloré o reí, era mi padre, y los ojos inocentes e incrédulos de mis mal contados cuatro años, lo vieron más luminoso que el más radiante de todos los santos que mis beatíficas abuela y tía materna me hacían visitar en beaterios, más dulce que el pastel más envidiado, era mi padre..., era mi padre...., era mi padre...........
¿Cómo poder saber cuanto tiempo duró el abrazo?, ¿Cómo medir su intensidad?, ¿Cómo contar la intensa ternura de ese tiempo?, ¿Cómo describir los sentimientos del momento?
Pocas, muy pocas ocasiones había tenida mi padre de abrazarme a mí, su primogénito, ni siquiera creo que pudo estar cerca del parto que me trajo al mundo. Pocas muy pocas veces le permitió el destino escuchar mis llantos de lactante, ni oír mis primeras palabras, ni ver el vacilar de mis primeros pasos. No lo sabia entonces, evidentemente lo supe mucho después, hombre fiel y leal a su palabra y a sus convicciones no perjuró y conoció la guerra que el nunca había deseado, teniente del cuerpo de Guardias de Asalto, fiel a sus compromisos, prestó leal servicio desde Cádiz hasta Seo de Urgel, y no quiso engrosar la dolorosa huida a Francia cuando la ofensiva facciosa sobre Cataluña, si no que regresó en una barcaza con sus subordinados a Valencia para seguir defendiendo sus ideales y sus juramentos de lealtad.
Llegó el momento en que se disolvió el abrazo, y llevándome de la mano se quedó mirándome, y en muy poco tiempo, muchos de sus compañeros de la misma galería se fueron acercando, y olvidando todos por un momento el propio dolor de su cautiverio, las torturas padecidas por las mil necesidades, fueran el hambre, la indignidad, o el sentimiento de haber rebasado los limites del sufrimiento humano, se sobrepusieron en un ánimo que hoy pienso debió ser un esfuerzo titánico de solidaridad, en un lugar desde donde hace años solo conocían torturas, asco y desprecio. Formaron corro en nuestro rededor, todos, todos sin excepción, se olvidaron de si mismos por minutos y sacando fuerzas y sonrisas de penas y amarguras, nos dedicaron sus mejores palabras, sus más hermosos halagos, las mas sinceras
¡Culpables de rebelión precisamente quienes haciendo honor a juramentos libremente prestados habían intentado sofocar la insurrección de los ahora vencedores.!
Los juzgadores, sin más mérito ni razón que la de pertenecer a la nutrida banda de los asilvestrados compinches del Glorioso Movimiento Nacional, traidores por tanto al gobierno democrático al que antes, más por provecho que por convencimiento habían empeñado en solemne juramento y bajo bandera tricolor su honor y palabra de defender su legalidad. Se habían investido ahora para impartir una justicia tan vil como odiosa, cuyo único Articulo en su peculiar Código de Justicia era la venganza y el exterminio, no por desmanes del reo, si no por la razón de su fuerza de vencedores, olvidando las palabras que les dedicó Unamuno sobre la fuerza de la razón.
No tuvieron los alzados, pudor, vergüenza ni dignidad. Sicarios al fin de cuentas, para perjurar cuando fueron llamados al saqueo por la aflautada voz de un tan oportunista como joven General Franco, “Franquito” entre sus compinches, tan ambicioso de poder como servil bajo generoso peculio de avarientos explotadores de toda posible riqueza de su propia nación.
Caudillo de España por la G. de Dios, según hizo se acuñara durante cuarenta años, titulo con que dio en proclamarse el tal Franco, por haber sido entre todos los suyos el más sanguinario.
Este sádico exterminador africanista, manifiesto enemigo de la inteligencia, “amiguete” de sabe su divino creador que degeneradas practicas con el pútrido Alfonso XIII, que le recompensó favores inconfesables adoptándolo como su militar favorito, y al que para que iniciara pronto y bien su labor de exterminio, primero en el Rif, después en Asturias y finalmente en toda la patria, lo invistió contando solo con treinta años de edad con el colorista fajín de general del “glorioso ejercito español”
Estaréis en lo cierto si pensáis que se trata de ese ejercito que desde D. Juan de Austria, poco más o menos, participó en muchas guerras, pero jamás ni ganó ni devolvió la paz allá donde hirió, mató y destruyó vidas y bienes, y si de alguna victoria pudo salir vencedor solo lo fue contra su propio pueblo, sus propios paisanos.
Dejo las divagaciones y vuelvo al inicio del recuerdo.
Bajé del tranvía, y la mano de mi madre me lleva al final de una larga, larguísima fila formada a la sombra de los siniestros muros del enorme penal de San Miguel de los Reyes, mujeres, muchas mujeres, las más con sus cabezas cubiertas por negros pañuelos, otras con lisos cabellos recogidos en moños, todas vestidas con míseros atuendos negros, calladas, muy calladas, cansadas, muy cansadas, sufriendo, sufriendo mucho, llorando en silencio por haber agostado lágrimas en sollozos infinitos, hundidas en pensamientos más negros que su propio luto, rugiendo silenciosamente su dolor, su desespero, sobre sus pieles marchitadas por el hierro candente con que las ha marcado la infamante desgracia de ser mujeres de perdedoras en incivil guerra. Unas, muchas, por el esposo que espera le anuncien la pronta llegada de su ultima alba, otras por el hermano o por el novio que ya han podrido su juventud, también por el padre que con vejez y achaques vive su agonía en interminable prisión. Y madres, ¡Cuantas dolientes madres!, llorando por ese hijo, por esos hijos, cuya intacta juventud olvidaron y perdieron en el instante mismo de traspasar los tétricos muros y cuyos escasos años les hacen merecedores en las ergástulas de las más refinadas vejaciones y torturas, ¡Palizas se decía entonces!, y eran tan comunes y reiteradas como lo era el hambre y la miseria en todas las casas, en todas las familias.
Se han levantado monumentos a héroes militares, políticos, reyes, científicos y patricios. ¿Pero quien plasmará en piedra la bravura con que aquellas mujeres vivieron su inmenso sufrimiento tratando de aliviar el de sus hombres?
De las manos de muchas aquellas dolientes hembras, apretando los dientes, mordiéndose los labios, colgaban las de seres infantiles, yo mismo era uno de ellos, uno más que con docilidad del rebaño formábamos una negra procesión junto a los muros de San Miguel de los Reyes, y todas y todos forzosamente serviles a las brutales voces de los guardianes que segaban cualquier cándida algarabía de la concurrencia infantil, el silencio, el terror, el desasosiego, contagiaban a la grey infantil, también a mí, yo era uno más. ¿Cuantos había?
Dos uniformados, con lenguaje y modales impropios hasta para una reata de asnos, recorrió la afligida fila repartiendo a las mujeres que portaban niños unos sucios cartones sobre los que había que anotar el nombre del preso, la galería en que se le suponía encerrado, y el nombre del niño. Etiqueta que había que sujetarla con imperdibles, o lo que fuera, al ropaje del infante, vestido ese día con las ropas menos harapientas, con los zurcidos mejor hechos, con los recosidos más primorosos.
En un momento dado, desde el portalón, un guardián gritó una consigna inaudible más allá de las primeras cinco personas de la fila, y la larga, larguísima procesión de silenciosas hembras inició una lenta, lentísima aproximación hacia la macabra entrada del recinto carcelario.
Llegó mi turno, no sé ahora si tardó mucho o poco. En el mismo dintel, me soltó mi madre la mano y con un cariñoso y suave empujón me aproximó a uno de la soldadesca que tras leer el cartón que colgaba de mi ropa me gritó ¡galería....... ¡¡tú con aquel! Señalándome a otro con igual pinta y vestimenta, durante un tiempo se fueron formando corros de niños alrededor de los esbirros que señalaba el del dintel, creo que cuando todos los de la cola se encontraban ya en esa antesala o atrio entre el portalón y las rejas, se cerró este y se abrieron aquellas, los guardianes, a los niños que se les había encomendado les gritaron, ¡Seguidme!, ¡Callados y sin perderos!, ¡El que se pierda no sale de aquí en su puta vida!.
No recuerdo, no sé por donde nos llevaron, no sé cuantas rejas y puertas metálicas se abrieron ante nosotros y se cerraron tras nosotros, si sé, y lo revivo como si fuera hoy mismo, que acabé en una larga, larguísima y estrecha nave abovedada, posiblemente el sitio en que otrora utilizaban los orondos monjes para el paseo invernal y mientras urdían su intrigas cuando habitaban la fortaleza monacal.
En cada uno de los laterales de la bóveda y otra en el centro, formando tres filas, juntos uno con otros, se encontraban extendidos por el suelo jergones y harapos, sobre ellos alguna vieja prenda de vestir, en muchos de estos míseros camastros yacían con la mirada perdida hombres desaliñados, sucios, tristes, enfermos, de rostros desencajados, otros, junto a sus míseras pertenencias esperaban de pie, demacrados pero misteriosamente iluminados por un aura que ese día les llegaba de no se sabía donde, nosotros, los niños, guiados por ese misterioso y maravilloso hilo que nos une y nos lleva al cariño, al afecto, al calor de los que sabemos por instinto nunca aclarado que nos quieren por que nos dieron vida, nos fuimos desparramando, buscando nuestro riachuelo de candor en el seno del abrazo paternal, llegué, creo que rápidamente al ansia que mi ínfima niñez me esperaba, me agarré a un cuello amoroso, me acogieron unos brazos que no deseaba se soltaran jamás, me besaron unos labios que me cubrieron de dulzura, no sé si lloré o reí, era mi padre, y los ojos inocentes e incrédulos de mis mal contados cuatro años, lo vieron más luminoso que el más radiante de todos los santos que mis beatíficas abuela y tía materna me hacían visitar en beaterios, más dulce que el pastel más envidiado, era mi padre..., era mi padre...., era mi padre...........
¿Cómo poder saber cuanto tiempo duró el abrazo?, ¿Cómo medir su intensidad?, ¿Cómo contar la intensa ternura de ese tiempo?, ¿Cómo describir los sentimientos del momento?
Pocas, muy pocas ocasiones había tenida mi padre de abrazarme a mí, su primogénito, ni siquiera creo que pudo estar cerca del parto que me trajo al mundo. Pocas muy pocas veces le permitió el destino escuchar mis llantos de lactante, ni oír mis primeras palabras, ni ver el vacilar de mis primeros pasos. No lo sabia entonces, evidentemente lo supe mucho después, hombre fiel y leal a su palabra y a sus convicciones no perjuró y conoció la guerra que el nunca había deseado, teniente del cuerpo de Guardias de Asalto, fiel a sus compromisos, prestó leal servicio desde Cádiz hasta Seo de Urgel, y no quiso engrosar la dolorosa huida a Francia cuando la ofensiva facciosa sobre Cataluña, si no que regresó en una barcaza con sus subordinados a Valencia para seguir defendiendo sus ideales y sus juramentos de lealtad.
Llegó el momento en que se disolvió el abrazo, y llevándome de la mano se quedó mirándome, y en muy poco tiempo, muchos de sus compañeros de la misma galería se fueron acercando, y olvidando todos por un momento el propio dolor de su cautiverio, las torturas padecidas por las mil necesidades, fueran el hambre, la indignidad, o el sentimiento de haber rebasado los limites del sufrimiento humano, se sobrepusieron en un ánimo que hoy pienso debió ser un esfuerzo titánico de solidaridad, en un lugar desde donde hace años solo conocían torturas, asco y desprecio. Formaron corro en nuestro rededor, todos, todos sin excepción, se olvidaron de si mismos por minutos y sacando fuerzas y sonrisas de penas y amarguras, nos dedicaron sus mejores palabras, sus más hermosos halagos, las mas sinceras