LA FAMILIA ALCALÁ GALIANO Y ALBARES.
... Y sigue escribiendo Antonio
Terminó por el pronto nuestro viaje en Aranjuez, donde a la sazón residía la corte, como solía por la primavera. Recibiéronme allí mi padre y su hermano y mi tío don Vicente. Este último, que entonces, siendo oficial de la Secretaría del Despacho de Hacienda, tenía tal influjo con el ministro del ramo, don Diego Gardoqui, que dirigía todas las operaciones del Ministerio, me cobró el más tierno afecto, y siendo hombre, como ya he dicho, de vasta lectura y poco mundo, empezó a mirarme como a un portento. Presentóme al ministro, que también me acogió con singular aprecio y cariño, concediéndome grandes libertades en su casa y mesa, a que era admitido con frecuencia, no obstante mis pocos años. Creció con esto mi vanidad, que hubo de ser verdaderamente ridícula. Quien se acuerde o tenga noticia de lo que eran en aquellos días los ministros, tan diferentes no sólo en poder, sino en representación y consideración de los de la hora presente, bien puede hacerse cargo de cuánto envanecería y ensoberbecería a un chiquillo verse pisando con tal soltura las superiores regiones cortesanas. Así, lo que puede decirse aurora de mi vida, prometía que su mediodía fuese brillante y aun tranquilo y cómodo, y lleno de dignidad su ocaso. Harto diferente ha venido a ser mi destino, tocándome vivir en épocas revueltas y calamitosas, donde si he alcanzado algunas prosperidades y aun glorias han sido cortas y fugaces las primeras, y muy disputadas las segundas; compensándose ambas con grandes trabajos y padecimientos, y resultándome una vejez llena de amargos desengaños y de pesares, en gran parte no merecidos, tan menoscabada mi fortuna, que bien puede decirse impropia, no ya de mi posterior elevación, sino de lo que debía esperar para el último período de mi vida en la hora de mi nacimiento.
... Y sigue escribiendo Antonio
Terminó por el pronto nuestro viaje en Aranjuez, donde a la sazón residía la corte, como solía por la primavera. Recibiéronme allí mi padre y su hermano y mi tío don Vicente. Este último, que entonces, siendo oficial de la Secretaría del Despacho de Hacienda, tenía tal influjo con el ministro del ramo, don Diego Gardoqui, que dirigía todas las operaciones del Ministerio, me cobró el más tierno afecto, y siendo hombre, como ya he dicho, de vasta lectura y poco mundo, empezó a mirarme como a un portento. Presentóme al ministro, que también me acogió con singular aprecio y cariño, concediéndome grandes libertades en su casa y mesa, a que era admitido con frecuencia, no obstante mis pocos años. Creció con esto mi vanidad, que hubo de ser verdaderamente ridícula. Quien se acuerde o tenga noticia de lo que eran en aquellos días los ministros, tan diferentes no sólo en poder, sino en representación y consideración de los de la hora presente, bien puede hacerse cargo de cuánto envanecería y ensoberbecería a un chiquillo verse pisando con tal soltura las superiores regiones cortesanas. Así, lo que puede decirse aurora de mi vida, prometía que su mediodía fuese brillante y aun tranquilo y cómodo, y lleno de dignidad su ocaso. Harto diferente ha venido a ser mi destino, tocándome vivir en épocas revueltas y calamitosas, donde si he alcanzado algunas prosperidades y aun glorias han sido cortas y fugaces las primeras, y muy disputadas las segundas; compensándose ambas con grandes trabajos y padecimientos, y resultándome una vejez llena de amargos desengaños y de pesares, en gran parte no merecidos, tan menoscabada mi fortuna, que bien puede decirse impropia, no ya de mi posterior elevación, sino de lo que debía esperar para el último período de mi vida en la hora de mi nacimiento.