Un amigo largo tiempo ausente envió por fax lo que sigue: "Mañana ando de tránsito por Barajas. Preciso miel de Armallones. Prometí regalársela a alguien. Gracias. J.W.". Pedí un taxi, no tengo coche ni carné de conducir. Para ir de Madrid a Armallones -166 edificios, villa antaño habitada por 550 personas y que ahora cuenta con unos 20 resistentes- y volver con miel, se precisa un coche, una moto con sacas, o tener tiempo, fortaleza y caminar largo. Hasta Armallones no llegan trenes ni autocares. Hasta Armallones llega una carretera en obras que acaba donde el pueblo se alza. Se presentó un taxi Seat Toledo conducido por Pedro. El coche Seat Toledo no es muy grande ni muy pequeño, resulta todavía más cómodo si al que viaja solo detrás le dejan alargar las piernas de ventanilla a ventanilla. Antes de partir, Pedro marcó la ruta: Algete, Alcalá, autovía a Zaragoza y, en el kilómetro 100, con tomar el desvío hacia Cifuentes y Trillo, listos.
- Si el pueblo está al final de una carretera, tampoco parece tan complicado encontrarlo. ¿Se le ha muerto alguien?
- No. Vamos a comprar miel.
Arrancó sin añadir palabra. Primavera en la carretera. Abrí una ventanilla hasta lo que se dejó. Volcada hacia el asiento delantero vacío sentí la mordiscada de aventura que entra cuando se está en algo que se mueve raudo hacia adelante.
- ¿A cuánto vamos?
- A 120; más no pienso.
En Algete nos despistamos. Algete ha pasado de ser un pueblo huertano a ser un laberinto de edificios-dormitorio difícil de salvar. Tardamos en salir. A Pedro le atacó la lógica en mitad del laberinto.
- ¿A por miel a más de 200 kilómetros?
- Es un encargo.
Volvimos a la entrada de Algete. Tomamos la carretera de la derecha: espeso desfile de flores amarillas, rojas, azules, blancas. Si no conduces y vas en coche, lo que huye te roza. Y si vas en taxi, puedes parar, recoger, escapar. Nos volvimos a liar: Ajalvir, Daganzo de Arriba, Azuqueca de Henares, Guadalajara, hacia Zaragoza, desvío de Cifuentes, Trillo, el Tajo, Arbeteta, pinos resineros, sabinas, plantas aromáticas, Villanueva de Alcorcón, un café, más asfalto, obras, camino de tierra, el Toledo aguanta, y en todo lo alto de la carretera rota: Armallones. Pedro detuvo su Seat Toledo frente al único bar del pueblo, cerrado hasta las próximas vacaciones. Estrechas callejuelas de piedra llevan a una iglesia también cerrada. Armallones parece el pariente lejano de un Cadaqués sin mar. El único perro -canela, tuerto- festeja mi andar. Dos ancianos que parecen el mismo pasean por la telaraña de piedra. Una criatura de más de 50 años sale de una casa que parecía cerrada, me abraza, me acerca hasta una de las pocas casas cuya puerta cerrada no lleva de sobremordaza placa de latón con piedra; eso indica que la casa tiene dueño aunque ahora nadie la viva: vuelven en verano, trabajan en otros lugares. Aburrido de esperar, Pedro nos encuentra llamando al señor de la miel, Juanito, que abre. Juanito Temprado, de natural sabio, se avino a vender de su cosecha siempre que yo tuviera dónde llevar la miel. Partimos camino abajo en el Seat Toledo, consternados, en busca de frascos. En el súper más próximo, que estaba lejísimos, compré espárragos y mayonesa por dos razones: a) por parecerme lo mejor encerrado, b) por ser sus receptáculos los más amplios. Tras engullir el contenido, limpiado y mecido el vidrio en el Tajo, nos presentamos de nuevo ante el Señor de la Miel con los frascos vacíos. Juanito los llenó mientras explicaba que las muchas lluvias antepasadas han organizado un buen caos en el de por siempre caótico polen que ronda al pueblo. Aparte del encargo -"Total, ya estamos aquí con todo", dijo Pedro-, compramos miel para casa. De vuelta a Madrid -Sabina en la radio-, Pedro habló de su Seat Toledo, dijo que era muy buen compañero. Por no entender de coches, comenté que de su Seat lo que más me gustaba era Toledo, su nombre. Y como Pedro seguía sin creerse que aquello era un encargo, quedamos para ir a Barajas, por ver si existía el que pidió la miel.
Emma Cohen.
- Si el pueblo está al final de una carretera, tampoco parece tan complicado encontrarlo. ¿Se le ha muerto alguien?
- No. Vamos a comprar miel.
Arrancó sin añadir palabra. Primavera en la carretera. Abrí una ventanilla hasta lo que se dejó. Volcada hacia el asiento delantero vacío sentí la mordiscada de aventura que entra cuando se está en algo que se mueve raudo hacia adelante.
- ¿A cuánto vamos?
- A 120; más no pienso.
En Algete nos despistamos. Algete ha pasado de ser un pueblo huertano a ser un laberinto de edificios-dormitorio difícil de salvar. Tardamos en salir. A Pedro le atacó la lógica en mitad del laberinto.
- ¿A por miel a más de 200 kilómetros?
- Es un encargo.
Volvimos a la entrada de Algete. Tomamos la carretera de la derecha: espeso desfile de flores amarillas, rojas, azules, blancas. Si no conduces y vas en coche, lo que huye te roza. Y si vas en taxi, puedes parar, recoger, escapar. Nos volvimos a liar: Ajalvir, Daganzo de Arriba, Azuqueca de Henares, Guadalajara, hacia Zaragoza, desvío de Cifuentes, Trillo, el Tajo, Arbeteta, pinos resineros, sabinas, plantas aromáticas, Villanueva de Alcorcón, un café, más asfalto, obras, camino de tierra, el Toledo aguanta, y en todo lo alto de la carretera rota: Armallones. Pedro detuvo su Seat Toledo frente al único bar del pueblo, cerrado hasta las próximas vacaciones. Estrechas callejuelas de piedra llevan a una iglesia también cerrada. Armallones parece el pariente lejano de un Cadaqués sin mar. El único perro -canela, tuerto- festeja mi andar. Dos ancianos que parecen el mismo pasean por la telaraña de piedra. Una criatura de más de 50 años sale de una casa que parecía cerrada, me abraza, me acerca hasta una de las pocas casas cuya puerta cerrada no lleva de sobremordaza placa de latón con piedra; eso indica que la casa tiene dueño aunque ahora nadie la viva: vuelven en verano, trabajan en otros lugares. Aburrido de esperar, Pedro nos encuentra llamando al señor de la miel, Juanito, que abre. Juanito Temprado, de natural sabio, se avino a vender de su cosecha siempre que yo tuviera dónde llevar la miel. Partimos camino abajo en el Seat Toledo, consternados, en busca de frascos. En el súper más próximo, que estaba lejísimos, compré espárragos y mayonesa por dos razones: a) por parecerme lo mejor encerrado, b) por ser sus receptáculos los más amplios. Tras engullir el contenido, limpiado y mecido el vidrio en el Tajo, nos presentamos de nuevo ante el Señor de la Miel con los frascos vacíos. Juanito los llenó mientras explicaba que las muchas lluvias antepasadas han organizado un buen caos en el de por siempre caótico polen que ronda al pueblo. Aparte del encargo -"Total, ya estamos aquí con todo", dijo Pedro-, compramos miel para casa. De vuelta a Madrid -Sabina en la radio-, Pedro habló de su Seat Toledo, dijo que era muy buen compañero. Por no entender de coches, comenté que de su Seat lo que más me gustaba era Toledo, su nombre. Y como Pedro seguía sin creerse que aquello era un encargo, quedamos para ir a Barajas, por ver si existía el que pidió la miel.
Emma Cohen.