Fue aldea o lugar de Tierra de Atienza, en la baja edad Media y a la Diócesis de
Toledo, sus dueños en 1441, Antón Díez de
Ríos y sus hijos Ruy Gómez de Alcázar y doña Constanza, vecinos todos de Cifuentes, vendieron el lugar a los monjes de
San Blas de Villaviciosa, en precio de catorce mil maravedíes incluida la “
casa fuerte” que había sobre la
roca. Con los años, estos monjes pusieron aquí en
Cívica una
fábrica de papel que tuvo escasa vida y corta prosperidad. Actualmente constituye un
caserío dependiente de
Brihuega en lo civil y eclesiástico. Al tiempo esta
finca fue comprada por una comunidad de propietarios rurales.
El Caserío queda conformado en torno a un
patio a modo de
plaza denominada “la casa de labor”. Una de estas
casas alberga la
ermita de
Santa Catalina. Sus muros son de mampostería, apareciendo bajo la cal restos de pinturas. El interior queda cubierto con
cielo raso de cañizo. En ella se veneraba la imagen del siglo XX de Santa Catalina, de medianas proporciones, porque en el presente se encuentra abandonada completamente.
Próximo al caserío existe una
fuente de siete
caños de la que mana
agua fresca, abundante y cristalina, que está fechada en el siglo XVIII con arreglo a su inscripción, donde reza “Año de 1797”.
Son abundantes y surtidas las leyendas que circulan alrededor de Cívica:
Al parecer los frailes que no respetaban los rigurosos principios de convivencia de la Orden, eran enterrados lejos del
cementerio, en el lugar que ahora ocupa una
huerta. Del
convento no queda ni rastro, a excepción de una parte de los muros de la fábrica de papel, que tuvo escasa vida y de la que solo se conservan las piletas, donde se mezclaba la pasta y la resina.
En los aledaños del caserío principal se localiza una
gruta, a la que llaman “
cueva de la mora”, por servir de improvisada prisión a una princesa morisca. La maleza ha ido cegando su entrada hasta ocultarla.
Pero si hay algo que identificar son los laberintos que aparecen labrados en la pared a la falda de la
montaña, conformando
puertas y
ventanas arqueadas de ojiva, junto a pedazos de estalactitas, le dan un aspecto troglodita del sitio y que son
fruto del capricho de un cura y con consentimiento del
pueblo. Esta minuciosas y loable edificación es fruto de la paciencia y la tenacidad humana de D. Aurelio, cura de
Valderrebollo, como consecuencia de verse agasajado en el reparto de la herencia de los terrenos y dependencia de la hacienda. Invirtió dinero en el acondicionamiento de los
túneles,
grutas y
pasadizos, que se habían formado por los efectos erosivos del agua y el viento sobre la pared. Colocó balaustradas en lugares estratégicos, barandillas en las zonas de mayor riesgo y largas escalinatas para facilitar los accesos. Cada día de su vida salía caminando desde Valderrebollo, daba misa en
Yela y continuaba la marcha hasta Cívica (unos 12 kilómetros aproximádamente), hiciese frío, calor o nevase y cuando alguien, al verle paraba el
coche y se ofrecía a llevarle, él se negaba y continuaba su andadura Las obras las realizaba con cuadrillas de albañiles, una veces con los de
Cogollor, otras con los de Valderrebollo… Así hasta que puso fin a su obra allá por los años 60.
El trabajo del cura fue aireado y por aquello de sacarle partido, se instaló un establecimiento de bebida con
terraza, conocido popularmente como «el
bar del cojo» o de Severiano que estuvo al frente del bar hasta hace poco más de veinte años que se cerró definitivamente y que podemos visitar por estar sus puertas abiertas, fruto de la violencia de algún vándalo, de este modo podemos contemplar las
pilas en las que Severiano llenaba con un chorrito constante de agua del manantial, que servía para enfriar los refrescos porque «no había luz eléctrica», tal y como nos relata nuestro informante Luis, el hijo de Severiano y como recordamos algunos de haber hecho nuestra parada para refrescarnos, antes de llegar a nuestros
pueblos.
Y así donde antes hubo un magnífico
jardín, en el que predominaba el
color y el aroma de los lirios, ahora es un yermo. Don Aurelio no dejó descendencia directa, pasando la propiedad a manos del ama de llaves, que residía en Valderrebollo, al fallecer ésta pasó a manos de sus sobrinos que lo mantienen en el más absoluto abandono.
Es obligado hacer una parada para contemplar las caprichosas figuras que el agua, el viento y el hombre han ido formando sobre las paredes, ya que con la llegada de los calores estivales Cívica se convierte en un lugar privilegiado, por disfrutar de suave rumor de la corriente del Tajuña, donde se sitúa el bar nuevo que atrae tanto a pescadores como a viandantes.