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LEBRANCON: CARTA ENCONTRADA 1...

CARTA ENCONTRADA 1

En Corduente, que celebraban la fiesta, no sé como pude escapar sin ir al pilón. Sólo me detuve en la plaza del ayuntamiento lo justo para tomar un café, los minutos precisos para que los mozos, dispuestos meter al pilón en estos días a diestro y siniestro, se fijaran en mí. Pude escapar con todo disimulo en tan buena hora, partiendo con el coche carretera abajo. Enseguida el Barranco de la Hoz con su huso de piedra, sus impresionantes roquedales y sus merenderos a la orilla del río donde nunca falta algún pescador de caña, que si no pesca dada la pésima condición de la corriente, disfruta de un paisaje que sacia con sólo estar allí. Luego Torete, el pueblo sorpresa, con sus cerros de sabinar, con sus tejados ocre al fondo del barranco y sus mosquitos impíos que durante cuatro meses cada año convierten el vivir en las proximidades del río en una verdadera pesadilla.
Por una carretera en cuesta, retorcida, estrecha y rodeada de pinos, por la que se circula la mar de bien, se llega a Lebrancón al cabo de unos minutos, escondido lugar de las sierras del Señorío y avecindadas con el magnífico espectáculo natural del Alto Tajo. El pueblo aparece agazapado en una vertiente puesta a la solana. Más allá las laderas opuestas, apretadas de maleza y de sabinas.
Son poco más de las tres de una tarde soleada y tranquila. Acabo de caer a la casualidad en la plaza del pueblo junto a la fuente, una fuente de ancho pilón redondo. La fuente de Lebrancón es quizás el sitio más confortable de todo el pueblo. Mana por caño único y abundante bajo los olmos de la plaza. Los del fin de semana han dejado sus coches a la sombra de los olmos. Algo más arriba están los escalones que suben hasta la leve explanada de la iglesia, un sólido y airoso edificio con reminiscencia medieval, pero construido probablemente en el siglo XVII. Tras de mí, nuevo e impecable, queda el frontón de pelota pintado de un colorverde intenso. Cuando se bebe del caño directamente, el agua de la fuente resulta fresca y apetecible; a estas horas y en tarde como hoy uno piensa que no hay nada mejor. De pronto comienza a soplar del poniente un viento que hace caer de los olmos algunas hojas secas.
Lebrancón es un pueblo pequeño, con muchas puertas cerradas que seguramente esperan que llegue el verano para volverse a abrir. Lo encuentro vivo, pero silencioso y lejano. Me detengo un instante en mirar un poco de lejos la espadaña de la iglesia y el escudo de armas que hay sobre la clave del arco.
Un anciano dormitea aburrido un poco más debajo de donde yo estoy, sentado a la sombra de un balcón de geranios. A medida que me acerco a él se va despertando poco a poco. El hombre me acoge con manifiesta complacencia.
-Pues sí señor -me dice-, los pueblos se vuelven aburridos en cuanto viene este tiempo; ya lo ve usted.
-Ya lo creo. Pero la tranquilidad también vale algo ¿No le parece?
-Sí, para mi edad, desde luego. Este pueblo es en sí poca cosa, tiene poco que ver. No está mal, pero es pequeño. Como mucho nos quedamos aquí una veintena cuando los demás se van. Yo lo he conocido con setenta casas abiertas y con cerca de mil cabezas de ganado. Ya no hay nada de aquello. El término está casi todo yermo.
Don Raimundo Sanz Poveda, el anciano que deja al tiempo correr sentado a la sombra de su balcón florido, me cuenta todo esto muy metido en sí, recogido en añoranzas de algún tiempo mejor, con su cabeza cubierta por abrigada gorrilla y ojos viejos perdidos tras los cristales de sus gafas. Don Raimundo es una hermosa reliquia del carácter molinés de otros tiempos, un hombre abierto y sin doblez.
- ¿Cuántos años tiene usted?
- ¿Cuántos me echa?
-No sé. Ochenta y cinco.
- ¡Caramba, pues no anda muy mal! Tengo ochenta y seis. Por cosa de la edad soy el más mandamás del pueblo. Ahora, lo único que uno quiere es que lo dejen tranquilo, que no le vengan preocupaciones, que ya han venido bastantes.
-Encuentro a este pueblo un poco apartado –le digo.
-Ya lo creo. Cuando nieva nos quedamos sin pan hasta que se limpia la carretera; y menos mal que las nevadas de ahora no son como las de antes. De todas maneras raro es el invierno que algún día o dos no nos quedamos medio en ayunas por el asunto del pan.
-Muy bien, señor Raimundo ¿Qué podría yo ver en Lebrancón que mereciera la pena?
-No lo sé. En el término hay paisajes muy bonitos. Aquí en el pueblo lo único que le puede gustar es la iglesia. Si quiere, voy a pedir la llave y la podemos ver.
-Ah, pues muy bien.
Lebrancón, viejo pueblo pinariego, de colmenares que dieron afamada miel y exquisita cera, es hoy, como tantos más, un pueblo visiblemente en decadencia. En lo poco que hasta el momento he podido ver, sus callejuelas son inhóspitas, si bien a sus vecinos gusta florecer las esquinas con malvas reales y sus balcones con tiestos de especies perdurables. Cuando el abuelo Raimundo vuelve a sus despacios con la llave de la iglesia, yo lo espero en la puerta oteando lo pocos datos que pueden aparecer sobre la piedra del frontal. Mi amigo es un hombre que sabe cosas, que en su larga vida ha dedicado algunos ratos a la lectura, y que además es inteligente. Lo que atañe a la portada de la iglesia me lo explica enseguida.
- ¿Qué le parece? La hicieron en el año 539. La hicieron los godos, que eran los que por entonces debían de andar por aquí.
-Pues a mí me parece que no. Vamos, seguro que no. A la fecha que tiene ahí escrita le falta el uno. Debería decir 1539. Debajo la tiene usted otra vez escrita en números romanos que lo dicen bien claro: 1539. La primera M ya dice mil, que arriba no aparece.