Aún me parece recordar el ruido de los cangilones, vertiendo el agua sobre el dornajo que llenaba la balsa. Mientras, entre sueño y sueño, la mula o la borriquilla daba vueltas y más vueltas a lo largo de la noche, como si de una maldición se tratase. Cuando dejaba de sonar el chirriar de la noria, el labrador se despertaba de su jergón de paja sobre la tarima. Se levantaba y, con voz adormecida le volvía a arrear al animal para que no se durmiese en el circo del pozo. Así eran las noches de quintería de los labradores migueletes que en la primavera y verano ardientes pasaban días y semanas sin volver a sus casas. Con la mujer, las mulas y los arreos, envolvían sus vidas con sueños de cosechas abundantes de patatas, judías o garbanzos, mientras que la balsa tuviese agua suficiente y ellos, salud para llenarla. No había más comida que los "caldillos" a base de patata, pimiento y tomate, aromatizados con hierbabuena fresca de la reguera. Pero eran otros tiempos: ni había tractores, ni carne para echar a la comida ni tanto consumo en exceso como lo hay ahora. La sombra de las cañas o de algún álamo negrillo eran lo que les libraba del sol ardiente de la Meseta, para poner el caldero sobre unas piedras y saborear con delicia esa frugal comida campestre.