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Alfredo Serrano Mancilla
Doctor en Economía, Coordinador América Latina Fundación CEPS

La soberanía es un término muy abusado en estos tiempos, paradójicamente, de ultra dependencia de las grandes fortunas económicas. La soberanía es otra burbuja más, como la democrática, que permite legitimar cualquier toma de decisión para el negocio de unos pocos a costa del malestar de las mayorías. En España, a pesar de la constitución del 78 (en su artículo 1.2, dice que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”), hace años que son otros, una minoría de grandes fortunas, hiper-representada, quienes toman las decisiones. Cuentan los teóricos que es soberano quien tiene el poder de decidir; en el caso español, es evidente a qué nos referimos, a los grandes capitales y sus instrumentos en forma de organizaciones internacionales hegemónicas y los gobernantes de la UE en todas sus instituciones. El bipartidismo dominante español es sólo un vehículo para que desde afuera, en sintonía con la minoría enriquecida de adentro, continúen decidiendo qué política económica se debe llevar a cabo en las próximos años.
España es un buen ejemplo de país subordinado que acata a raja tabla el papel de periferia dependiente del centro europeo. La Unión Europea, la neoliberal, está forjada sobre la base de una España periférica sumisa a los intereses de las economías europeas centrales, Alemania y Francia, y a sus capitales industriales y financieros, en connivencia armoniosa con los grandes empresarios españoles.
En estas décadas sumisas, la economía española es un vértice importante en la división desigual europea del binomio capital-trabajo. La economía española firmó su sentencia desde la aceptación de los criterios de convergencia nominal, que no real, y quedó a la deriva de un intercambio y desarrollo desigual en clave europea-mundial. Esta dependencia de la economía española se demuestra de mil y una formas. Hay fuerte dependencia comercial, productiva y tecnológica; España exporta productos de menor valor añadido que los que importa, sobre todo a la Unión Europea. Hay dependencia de capital extranjero; la fuga de capitales (de no colocación a largo plazo) en los últimos meses viene acompañada por un aumento de inversión extranjera directa buscando nuevos sectores privatizados. Hay dependencia financiera; la gran mayoría de la acreedores de la deuda, directa o indirectamente (vía encadenamientos financieros), están en manos de la banca alemana y francesa, bajo aseguradoras estadounidenses.
Además, hay dependencia monetaria. Hay dependencia en política agrícola y pesquera. Hay dependencia salarial. Y sin lugar a dudas, lo que hay es una fuerte dependencia política. Con la crisis, los grandes capitales europeos abogan por una transición que reconfigure el negocio. Cualquier atisbo de soberanía, estorba. La soberanía, cuanto menos, mejor. Hace poco, obedeciendo la directriz franco-alemana, el gobierno español (PP-PSOE) aprobó la reforma constitucional que amputa la política fiscal como resto de instrumento soberano en materia económica. Implementó la reforma laboral exigida por la gran patronal (europea y española) en un acto de devaluación de derechos y represión salarial sin parangón. Optó por sanear activos tóxicos privados intoxicando a toda la población. Continúa sustituyendo deuda privada por mayor deuda social. Esta senda parece no tener frenos: lo próximo, luego de la estrategia de siempre (basada en publicitar la insostenibilidad), quizás sea otra reforma para privatizar totalmente el sistema de pensiones. Los grandes capitales precisan nuevos negocios, nuevas burbujas, y esto no tiene límites.
La soberanía parece estar condenada por su propia etimología. Procedente del latín, superanus, es quien ejerce el oficio de estar o ponerse encima, quien tiene autoridad encima de todos. En España, el superanus podría ser Draghi, Merkel, el Deutche Bank, el FMI, Florentino Pérez o Botín. El pueblo, por ahora, salvo que logre lo contrario, tiene poco de soberano.