El primero que llevó el anuncio de la fe cristiana a Japón fue San Francisco Javier, quien trabajó allí en de 1549 a 1551. En pocos años los cristianos llegaron a ser unos 300.000. Humanamente hablando, es doble el “secreto” que hizo posible esta expansión: el respeto que los misioneros jesuitas tuvieron por los modos de vida y las creencias japones... as no directamente opuestas a la enseñanza cristiana, y el empeño de insertar elementos locales en la predicación y en la administración.
Fue catequista jesuita un joven llamado Pablo Miki, nacido entre los años 1564 y 1566, de una rica familia de Kyoto. Quería ser sacerdote pero su ordenación fue postergada “sine die”, porque la única diócesis todavía no tenía obispo. Además, en 1587 el emperador Toyotomi Hideyoshi, que se propuso la conquista de Corea, cambió su actitud benévola para con los cristianos y publicó un decreto de expulsión de los misioneros extranjeros.
La orden se cumplió en parte: algunos misioneros permanecieron en el país de incógnito, y en 1593 algunos franciscanos españoles, dirigidos por Pedro Bautista, llegaron a Japón procedentes de Filipinas y fueron bien recibidos por Hideyoshi. Pero poco después vino la ruptura definitiva, incluso por motives políticos anti-españoles y anti-occidentales. El 9 de diciembre fueron arrestados seis franciscanos (Pedro Bautista, Martín de la Asunción, Francisco Blanco, Felipe Las Casas, Francisco de San Miguel y Gonzalo García), tres jesuitas (Pablo Miki, Juan Soan de Gotó y Santiago Kisai) y quince laicos terciarios franciscanos, a los que se les añadieron después otros dos, que eran catequistas.
Después de haberles cortado el lóbulo de la oreja izquierda, así, ensangrentados fueron llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse cristianos. Los 26 fueron llevados de Meaco a Nagasaki, para exponerlos a la burla de las muchedumbres, que más bien admiraron la heroica valentía que manifestaron. Al llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia de un metro y medio. Fueron crucificados en una colina el 5 de febrero de 1597.
Testigos de su martirio y de su muerte lo relatan de la siguiente manera: "Una vez crucificados, era admirable ver el fervor y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba repitiendo aquella oración del salmo 30: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". El hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría".
Al Padre Pablo Miki le parecía que aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más honroso que le habían conseguido, y empezó a decir a todos los presentes (cristianos y curiosos) que él era japonés, que pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad de los Padres jesuitas, que moría por haber predicado el evangelio y que le daba gracias a Dios por haberle concedido el honor tan enorme de poder morir por propagar la verdadera religión de Dios. A continuación añadió las siguientes palabras:
"Llegado a este momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar".
Luego, vueltos los ojos hacia sus compañeros, empezó a darles ánimos en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente en el del niño Luis Ibaraki (de 11 años); éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. Los niños Antonio (de trece años) y Tomás Cosaki (de catorce), que estaban al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María, se pusieron a cantar los salmos que habían aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía decir continuamente: "Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía". Varios de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que permanecieran fieles a nuestra santa religión por siempre.
Luego los verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron fin a sus vidas.
Todos ellos manifestaron su alegría por haber merecido morir como murió Cristo.
Fueron compañeros en el martirio: Juan de Goto Soan, Jacobo Kisai, religiosos de la Compañía de Jesús; Pedro Bautista Blásquez, Martín de la Ascensión Aguirre, Francisco Blanco, presbíteros de la Orden de los Hermanos Menores; Felipe de Jesús de Las Casas, Gonzalo García, Francisco de San Miguel de la Parilla, religiosos de la misma Orden; León Karasuma, Pedro Sukeiro, Cosme Takeya, Pablo Ibaraki, Tomás Dangi, Pablo Suzuki, catequistas; Luis Ibaraki, Antonio, Miguel Kozaki y su hijo Tomás, Buenaventura, Gabriel, Juan Kinuya, Matías, Francisco de Meako, Ioaquinm Sakakibara y Francisco Adaucto, neofitos. (1597).
Fueron beatificados el 14 de septiembre de 1627 y canonizados el 8 de junio de 1862 por el Papa Pío IX.
Fue catequista jesuita un joven llamado Pablo Miki, nacido entre los años 1564 y 1566, de una rica familia de Kyoto. Quería ser sacerdote pero su ordenación fue postergada “sine die”, porque la única diócesis todavía no tenía obispo. Además, en 1587 el emperador Toyotomi Hideyoshi, que se propuso la conquista de Corea, cambió su actitud benévola para con los cristianos y publicó un decreto de expulsión de los misioneros extranjeros.
La orden se cumplió en parte: algunos misioneros permanecieron en el país de incógnito, y en 1593 algunos franciscanos españoles, dirigidos por Pedro Bautista, llegaron a Japón procedentes de Filipinas y fueron bien recibidos por Hideyoshi. Pero poco después vino la ruptura definitiva, incluso por motives políticos anti-españoles y anti-occidentales. El 9 de diciembre fueron arrestados seis franciscanos (Pedro Bautista, Martín de la Asunción, Francisco Blanco, Felipe Las Casas, Francisco de San Miguel y Gonzalo García), tres jesuitas (Pablo Miki, Juan Soan de Gotó y Santiago Kisai) y quince laicos terciarios franciscanos, a los que se les añadieron después otros dos, que eran catequistas.
Después de haberles cortado el lóbulo de la oreja izquierda, así, ensangrentados fueron llevados en pleno invierno a pie, de pueblo en pueblo, durante un mes, para escarmentar y atemorizar a todos los que quisieran hacerse cristianos. Los 26 fueron llevados de Meaco a Nagasaki, para exponerlos a la burla de las muchedumbres, que más bien admiraron la heroica valentía que manifestaron. Al llegar a Nagasaki les permitieron confesarse con los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos a las cruces con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una argolla de hierro al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia de un metro y medio. Fueron crucificados en una colina el 5 de febrero de 1597.
Testigos de su martirio y de su muerte lo relatan de la siguiente manera: "Una vez crucificados, era admirable ver el fervor y la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba inmóvil, con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos, en acción de gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba repitiendo aquella oración del salmo 30: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". El hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría".
Al Padre Pablo Miki le parecía que aquella cruz era el púlpito o sitio para predicar más honroso que le habían conseguido, y empezó a decir a todos los presentes (cristianos y curiosos) que él era japonés, que pertenecía a la compañía de Jesús, o sociedad de los Padres jesuitas, que moría por haber predicado el evangelio y que le daba gracias a Dios por haberle concedido el honor tan enorme de poder morir por propagar la verdadera religión de Dios. A continuación añadió las siguientes palabras:
"Llegado a este momento final de mi existencia en la tierra, seguramente que ninguno de ustedes va a creer que me voy a atrever a decir lo que no es cierto. Les declaro pues, que el mejor camino para conseguir la salvación es pertenecer a la religión cristiana, ser católico. Y como mi Señor Jesucristo me enseñó con sus palabras y sus buenos ejemplos a perdonar a los que nos han ofendido, yo declaro que perdono al jefe de la nación que dio la orden de crucificarnos, y a todos los que han contribuido a nuestro martirio, y les recomiendo que ojalá se hagan instruir en nuestra santa religión y se hagan bautizar".
Luego, vueltos los ojos hacia sus compañeros, empezó a darles ánimos en aquella lucha decisiva; en el rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente en el del niño Luis Ibaraki (de 11 años); éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. Los niños Antonio (de trece años) y Tomás Cosaki (de catorce), que estaban al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María, se pusieron a cantar los salmos que habían aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía decir continuamente: "Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía". Varios de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que permanecieran fieles a nuestra santa religión por siempre.
Luego los verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron fin a sus vidas.
Todos ellos manifestaron su alegría por haber merecido morir como murió Cristo.
Fueron compañeros en el martirio: Juan de Goto Soan, Jacobo Kisai, religiosos de la Compañía de Jesús; Pedro Bautista Blásquez, Martín de la Ascensión Aguirre, Francisco Blanco, presbíteros de la Orden de los Hermanos Menores; Felipe de Jesús de Las Casas, Gonzalo García, Francisco de San Miguel de la Parilla, religiosos de la misma Orden; León Karasuma, Pedro Sukeiro, Cosme Takeya, Pablo Ibaraki, Tomás Dangi, Pablo Suzuki, catequistas; Luis Ibaraki, Antonio, Miguel Kozaki y su hijo Tomás, Buenaventura, Gabriel, Juan Kinuya, Matías, Francisco de Meako, Ioaquinm Sakakibara y Francisco Adaucto, neofitos. (1597).
Fueron beatificados el 14 de septiembre de 1627 y canonizados el 8 de junio de 1862 por el Papa Pío IX.