La causas personales de la dimisión (dimittere, renuncia a la misión) están claras. Pero, ¿por qué no se abandonó el Papa a la voluntad de Dios, como hizo su antecesor? Los disgustos, las intrigas, las traiciones, las envidias, sin contar los errores, son normales cuando se ocupa cierta posición; y lo mismo en este caso en relación con la división interna del clero y los fieles. El Papa sería un irresponsable si fuera eso lo que ha movido su gran decisión: un Papa no puede renunciar a su missio por desengaños, desilusiones, fracasos o hastío y ni el teólogo Ratzinger ni el Papa Benedicto son unos irresponsables. Su decisión es propia de situaciones excepcionales.
Pierre Chaunu dijo hace tiempo, que al morir Pío XII comenzó el derrumbamiento de la Iglesia católica. Y los diques que puso el Concilio no han podido represar las olas del mar de fondo que le precedió. Ecclessia semper reformanda: el Pueblo de Dios está siempre en camino y son corrientes las crisis después de un Concilio. Pero la del Vaticano II ha sido excepcional.
Eterna lucha
Juan Pablo II tuvo que dedicar sus energías a encauzar el rumbo de la nave de Pedro y Ratzinger reasentó y clarificó la teología. Su misión está cumplida, pero le faltan fuerzas y tiempo para acometer la gran tarea que, objetivamente, le espera a su inmediato sucesor. Pues, tal como están las cosas, es previsible una nueva fase sumamente intensa de la eterna lucha de las Investiduras entre la auctoritas de la Iglesia y las potestades temporales.
Mientras la Iglesia se expande en otros continentes, está en franco retroceso en el mundo cristiano. Las deserciones y las apostasías -que afectan con mayor intensidad al cristianismo protestante-, no son ahora recaídas a las que siguen revivals, al estar apoyadas e incitadas por los poderes políticos culturalmente cristianos: ¿cuantos gobiernos aceptan o practican sin reservas los cuatro principios mínimos proclamados como irrenunciables por Benedicto XVI? Los gobiernos se han hecho adalides de la revolución legal en curso, de trasfondo nihilista, para cambiar la cultura y la civilización informadas por el cristianismo y han hecho suya la “cuestión antropológica” (Benedicto XVI), una de cuyas formas concretas es la extendida “cultura de la muerte” (Juan Pablo II).
En el fondo, se trata de una cuestión teológica, pues el motor de esa gran revolución legal-cultural es la vieja herejía de la apocatástasis, según la cual tendrá lugar la reconciliación final de todas las cosas antes de la parousía, la segunda venida de Cristo, pues el hombre es capaz de instaurar con sus propias fuerzas el Reino de Dios en la tierra. Fortalecida por el éxito de la ciencia y la técnica, es la madre de las ideologías y bioideologías “progresistas”, que operan como religiones políticas. Condenada por el Vaticano II, es sin duda la causa principal de las divisiones internas de la Iglesia, de la crisis del clero, de la crisis de fe, de la apostasía de las masas, e, indiscutiblemente, de la actitud de los poderes públicos frente a la religión cristiana y la Iglesia.
Amorales y mediocres
Las ideologías se afirmaron en torno a la “cuestión social”, de difícil solución, dado que todo Gobierno es oligárquico, prometiendo la salvación en este mundo. Pero asentado el Estado de Bienestar, del que se esperaban grandes cosas, la revolución culturalista de mayo de 1968, coincidente con el final del Vaticano II (1962-1965), planteó la “cuestión antropológica”. Sus partidarios aspiran mucho más radicalmente a crear una nueva cultura y una nueva civilización mediante la transformación de la naturaleza humana, y las disputas al respecto se han convertido por su intensidad en el tema político principal. A ello se une el reverdecimiento de la cuestión social, siendo previsible que las amorales y mediocres oligarquías gobernantes intensifiquen la cuestión antropológica para desviar la atención de sus fracasos y consolidar su posición presentándose como liberadoras de prejuicios ancestrales.
La civilización occidental, esencialmente cristiana, es una hechura de la Iglesia, Gravemente amenazada por la política, está en una encrucijada. Sería comprensible que, ante la perspectiva de una confrontación abierta y larga con los poderes públicos, haya pensado prudentemente el Papa, que sea su sucesor quien afronte -tal vez no- el previsible Kulturkampf o lucha por la cultura y la civilización en torno a la auctoritas.
La prudencia es la virtud política por excelencia. La Iglesia, comunidad espiritual (communio) formada por los fieles en torno a Cristo, no es política ni antipolítica. Sin embargo, como contramundo en el mundo es, velis nolis, la más política de todas las instituciones.
Pierre Chaunu dijo hace tiempo, que al morir Pío XII comenzó el derrumbamiento de la Iglesia católica. Y los diques que puso el Concilio no han podido represar las olas del mar de fondo que le precedió. Ecclessia semper reformanda: el Pueblo de Dios está siempre en camino y son corrientes las crisis después de un Concilio. Pero la del Vaticano II ha sido excepcional.
Eterna lucha
Juan Pablo II tuvo que dedicar sus energías a encauzar el rumbo de la nave de Pedro y Ratzinger reasentó y clarificó la teología. Su misión está cumplida, pero le faltan fuerzas y tiempo para acometer la gran tarea que, objetivamente, le espera a su inmediato sucesor. Pues, tal como están las cosas, es previsible una nueva fase sumamente intensa de la eterna lucha de las Investiduras entre la auctoritas de la Iglesia y las potestades temporales.
Mientras la Iglesia se expande en otros continentes, está en franco retroceso en el mundo cristiano. Las deserciones y las apostasías -que afectan con mayor intensidad al cristianismo protestante-, no son ahora recaídas a las que siguen revivals, al estar apoyadas e incitadas por los poderes políticos culturalmente cristianos: ¿cuantos gobiernos aceptan o practican sin reservas los cuatro principios mínimos proclamados como irrenunciables por Benedicto XVI? Los gobiernos se han hecho adalides de la revolución legal en curso, de trasfondo nihilista, para cambiar la cultura y la civilización informadas por el cristianismo y han hecho suya la “cuestión antropológica” (Benedicto XVI), una de cuyas formas concretas es la extendida “cultura de la muerte” (Juan Pablo II).
En el fondo, se trata de una cuestión teológica, pues el motor de esa gran revolución legal-cultural es la vieja herejía de la apocatástasis, según la cual tendrá lugar la reconciliación final de todas las cosas antes de la parousía, la segunda venida de Cristo, pues el hombre es capaz de instaurar con sus propias fuerzas el Reino de Dios en la tierra. Fortalecida por el éxito de la ciencia y la técnica, es la madre de las ideologías y bioideologías “progresistas”, que operan como religiones políticas. Condenada por el Vaticano II, es sin duda la causa principal de las divisiones internas de la Iglesia, de la crisis del clero, de la crisis de fe, de la apostasía de las masas, e, indiscutiblemente, de la actitud de los poderes públicos frente a la religión cristiana y la Iglesia.
Amorales y mediocres
Las ideologías se afirmaron en torno a la “cuestión social”, de difícil solución, dado que todo Gobierno es oligárquico, prometiendo la salvación en este mundo. Pero asentado el Estado de Bienestar, del que se esperaban grandes cosas, la revolución culturalista de mayo de 1968, coincidente con el final del Vaticano II (1962-1965), planteó la “cuestión antropológica”. Sus partidarios aspiran mucho más radicalmente a crear una nueva cultura y una nueva civilización mediante la transformación de la naturaleza humana, y las disputas al respecto se han convertido por su intensidad en el tema político principal. A ello se une el reverdecimiento de la cuestión social, siendo previsible que las amorales y mediocres oligarquías gobernantes intensifiquen la cuestión antropológica para desviar la atención de sus fracasos y consolidar su posición presentándose como liberadoras de prejuicios ancestrales.
La civilización occidental, esencialmente cristiana, es una hechura de la Iglesia, Gravemente amenazada por la política, está en una encrucijada. Sería comprensible que, ante la perspectiva de una confrontación abierta y larga con los poderes públicos, haya pensado prudentemente el Papa, que sea su sucesor quien afronte -tal vez no- el previsible Kulturkampf o lucha por la cultura y la civilización en torno a la auctoritas.
La prudencia es la virtud política por excelencia. La Iglesia, comunidad espiritual (communio) formada por los fieles en torno a Cristo, no es política ni antipolítica. Sin embargo, como contramundo en el mundo es, velis nolis, la más política de todas las instituciones.