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San Vicente Ferrer, 5-4-2013
Vicente nació en Valencia (España), el 23 de enero de 1350. Sus padres le inculcaron desde muy pequeño una fervorosa devoción hacia Jesucristo y a la Virgen María y un gran amor por los pobres. Tuvo tres hermanas y dos hermanos. Pertenecía a una familia acomodada:. su padre era notario y estaba bien relacionado con las clases altas, lo que le permitió un bautizo con ilu... stres padrinos y el "beneficio de Santa Ana" en la Parroquia de Santo Tomás. Cuando nació Vicente Valencia terminaba de sufrir la Peste Negra. Le encargaron repartir las cuantiosas limosnas que la familia acostumbraba a dar. Así lo fueron haciendo amar el dar ayudas a los necesitados. Lo enseñaron a hacer una mortificación cada viernes en recuerdo de la Pasión de Cristo, y cada sábado en honor de la Virgen Santísima. Estas costumbres las ejercitó durante toda su vida.
A los 17 años había ya terminado con tanto éxito sus estudios de filosofía y teología que sus profesores lo incluyeron inmediatamente en el cuerpo docente y a los 21 años ya era profesor de filosofía en la universidad. En Lérida dio clases como profesor de Lógica, donde se encontraba en su época el Estudio General de la Corona de Aragón, la Universidad.
Entró al convento de los dominicos de Valencia y fue ordenado sacerdote en 1375, una fecha que en la historia de la Iglesia se recuerda como el comienzo del gran cisma de Occidente (1378-1417). La gran confusión dividió a los cristianos en dos obediencias: a Roma y a Aviñón. Era inevitable que aun espíritus rectos, como Vicente Ferrer, estuvieran de parte del Papa ilegítimo. La buena fe de Vicente Ferrer se prueba con el hecho de que él hizo todo lo posible para solucionar el gran conflicto y restituir así la unidad a la Iglesia.
Siendo un simple diácono lo enviaron a predicar a Barcelona. La ciudad estaba pasando por un período de hambre y los barcos portadores de alimentos no llegaban. Entonces Vicente en un sermón anunció una tarde que esa misma noche llegarían los barcos con los alimentos tan deseados. Al volver a su convento, el superior lo regañó por dedicarse a hacer profecías de cosas que él no podía estar seguro de que iban a suceder. Pero esa noche llegaron los barcos, y al día siguiente el pueblo se dirigió hacia el convento a aclamar a Vicente, el predicador. Los superiores tuvieron que trasladarlo a otra ciudad para evitar desórdenes.
Una noche se le apareció Nuestro Señor Jesucristo, acompañado de San Francisco y Santo Domingo de Guzmán y le dio la orden de dedicarse a predicar por ciudades, pueblos, campos y países. En adelante por 30 años, Vicente recorre el norte de España, y el sur de Francia, el norte de Italia, y el país de Suiza, predicando incansablemente, con enormes frutos espirituales. Los primeros convertidos fueron judíos y moros. Dicen que convirtió más de 10.000 judíos y otros tantos musulmanes o moros en España. Y esto es admirable porque no hay gente más difícil de convertirse al catolicismo que un judío o un musulmán.
Recorrió toda Europa, entusiasmando con su gran oratoria a las muchedumbres de fieles, atraídos también por un fenómeno especial: al predicador dominico -que sólo conocía el castellano, el latín y un poco de hebreo- le entendían todos los fieles de las diversas naciones a donde él iba, cada uno en su lengua, repitiéndose así el milagro de Pentecostés. Su voz sonora, poderosa y llena de agradables matices y modulaciones y su pronunciación sumamente cuidadosa, permitían oírle y entenderle a larga distancia.
Auténtico predicador del mensaje cristiano, San Vicente recuperaba todo el vigor juvenil aun en avanzada edad tan pronto subía al púlpito o en los palcos improvisados en las plazas, porque las iglesias no eran suficientes para las grandes muchedumbres; y esto a pesar de no conmover al auditorio con palabras de esperanza, sino que fustigaba las costumbres con tono amenazador. Lograda la unidad del pontificado con el concilio de Constanza y con la elección de Martín V, Vicente recorrió el norte de Francia tratando de poner fin a la guerra de los Cien años.
Sus sermones duraban casi siempre más de dos horas (un sermón suyo de las Siete Palabras en un Viernes Santo duró seis horas), pero los oyentes no se cansaban ni se aburrían porque sabía hablar con tal emoción y de temas tan propios para esas gentes, y con frases tan propias de la Sagrada Biblia, que a cada uno le parecía que el sermón había sido compuesto para él mismo en persona.