Una mujer ¿Puede ser el corazón de la Iglesia?
Una mujer se ha autonombrado “el amor en el corazón de la Iglesia” Teresa de Lisieux
Una mujer ¿Puede ser el corazón de la Iglesia?
El 2 de enero de 1873 nació en Alençon, Francia, Teresa Martin, quien sería recordada mucho después de su muerte como Teresa de Lisieux, Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz o, simplemente, “Teresita”.
Vivió sólo 24 años y los últimos 8 en un convento de clausura. Una vida sin grandes obras, éxitos o realizaciones; sólo la vida ordinaria de las pequeñas cosas de cada día… vividas de forma extraordinaria. Por lo menos eso debemos pensar al considerar que no sólo ha sido elevada a los altares como modelo de santidad sino que Juan Pablo II la ha declarado “doctora de la Iglesia”, honor al que han accedido poquísimas mujeres. Y no sólo pocas mujeres... También pocos hombres
Desde joven dio muestras de su fuerte carácter y de una decisión fuera de lo normal. Si las cosas no salían como ella quería se “revolcaba por el suelo como una desesperada” (2). Juntaba a esto una delicada sensibilidad que la hacía darse cuenta de las necesidades de los que la rodeaban y responder a ellas con un corazón generoso, aunque no por eso carente de un fuerte amor propio y de una gran ambición. Cuando una de sus hermanas le ofreció escoger alguno de sus juguetes de una cesta, la respuesta de la pequeña Teresa, después de un momento de reflexión, fue: “ ¡Yo lo escojo todo!” Y cogió la cesta con todo su contenido.
Verdaderamente ambiciosa. Esta característica de su corazón femenino no disminuyó con el tiempo, pero la dirigió a posesiones más elevadas. “He comprendido que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares. Entonces, en un exceso de alegría delirante, exclamé: … al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor!…He encontrado mi puesto en la Iglesia… en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor… así lo seré TODO…” (3).
Teresa conoció y comprendió que el secreto de su realización como mujer, dentro de la vocación a la que se descubría llamada, no se encontraba en recorrer grandes distancias predicando a hombres y mujeres el mensaje de Cristo, ni en escribir grandes tratados místicos, sino en el amor: la mayor de las empresas, que encerraba todas las demás y que le daría la posesión definitiva de sus sueños. El amor sería el camino para serlo todo.
Decidió que el amor sería la meta a la que dirigiría todos sus esfuerzos, anhelos y trabajos. Lo grande y lo pequeño eran importantes para aquella que había decidido serlo todo. Ser el órgano en el que reside la vida, según el pensamiento de aquella época, para toda la Iglesia Católica. Una mujer delicada y sensible.. ¿De dónde sacó su fuerza? ¿Cómo pudo, aquella a la que consideraban incapaz de los más pequeños esfuerzos, realizar esta empresa de titanes?
Tal vez las palabras de Jean Guitton nos den la clave: “Teresa del Niño Jesús es típicamente femenina: la espontaneidad, la ingenuidad aparente, la autoridad oculta y, sin embargo, imperiosa. Una mujer es, natural y sobrenaturalmente, o pecadora o santa, no hay mujer ordinaria” (4). No hay mujer ordinaria y menos si es una mujer enamorada. Y el amor de Teresa Martin fue extraordinario. Un amor que la consumía en un deseo ardiente de unirse al objeto de su amor y que se traducía en miles de detalles de su vida diaria.
Hoy se ven cada vez más mujeres involucradas activamente en la vida social, política y laboral. Pero en este salir hacia el mundo, hay algo que permanece porque es parte de la naturaleza de la mujer: su enorme capacidad para amar. Capacidad que no encuentra explicación en elementos culturales, ambientales o sociales sino en la naturaleza misma de la mujer. Es parte de su esencia femenina y que la caracteriza e incluso determina. Una mujer no se sentirá plena y feliz si no ha encontrado el camino para amar en plenitud y totalidad.
En Teresita no triunfaron la pusilanimidad o el sentimentalismo sino un amor real, apasionado, fuerte, podríamos incluso decir, viril. Un amor dirigido a Cristo, pero vivido en los detalles con los que llenaba la vida de todas sus compañeras de claustro. No es un sentimiento pasajero, romántico ni una idea, sino una fuerza que se hace vida aunque a veces cueste y exija el sacrificio de los propios deseos y anhelos. Porque en una mujer el verdadero amor se transforma en entrega, abnegación y donación hasta dar la vida si es preciso por quien se ama, como lo demuestran tantas vidas de esposas y madres de familia, de enfermeras, maestras y voluntarias que entregan su existencia día a día y minuto a minuto en los miles de detalles de amor y dedicación hacia los suyos.
Bien retrató a Teresita de Lisieux, y con ella a muchas mujeres, Juan Pablo II en la Carta Apostólica que la declara Doctora de la Iglesia: “Teresa es una mujer que… supo captar riquezas escondidas con esa concreción y honda resonancia vital y sapiencial que es propia del género femenino” (5).
Una mujer en los altares, una doctora de la Iglesia, un corazón femenino transformado en “el amor dentro del corazón de la Iglesia” para demostrar al mundo cuánto y de qué forma puede ser capaz de amar una mujer cuando se le permite serlo en plenitud. Un ejemplo para todos y especialmente para las mujeres de nuestro tiempo que muchas veces buscan un camino de reconocimiento y autoafirmación, sin percibir que el secreto está en su interior, en su capacidad de amar y darse a quienes aman.
(1) Testimonio de M. Carmen López (Un canto de amor y de juventud: Teresa de Lisieux. Maria Coll Calvo, junio de 1990, impreso en Romanyà/Valls, S. A. pag. 22)
(2) Carta de la madre de Teresa a su hija Paulina el 5 de diciembre de 1875.
(3) Manuscrito autobiográfico B, 3vº.
(4) El genio de Teresa de Lisieux. EDICEP. 3ª edición, mayo de 1997. Preámbulo a la 2ª edición, pag. 9
(5) Divini Amoris Sciencia, Ecclesia, 1 de noviembre de 1997, pag. 33
Una mujer se ha autonombrado “el amor en el corazón de la Iglesia” Teresa de Lisieux
Una mujer ¿Puede ser el corazón de la Iglesia?
El 2 de enero de 1873 nació en Alençon, Francia, Teresa Martin, quien sería recordada mucho después de su muerte como Teresa de Lisieux, Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz o, simplemente, “Teresita”.
Vivió sólo 24 años y los últimos 8 en un convento de clausura. Una vida sin grandes obras, éxitos o realizaciones; sólo la vida ordinaria de las pequeñas cosas de cada día… vividas de forma extraordinaria. Por lo menos eso debemos pensar al considerar que no sólo ha sido elevada a los altares como modelo de santidad sino que Juan Pablo II la ha declarado “doctora de la Iglesia”, honor al que han accedido poquísimas mujeres. Y no sólo pocas mujeres... También pocos hombres
Desde joven dio muestras de su fuerte carácter y de una decisión fuera de lo normal. Si las cosas no salían como ella quería se “revolcaba por el suelo como una desesperada” (2). Juntaba a esto una delicada sensibilidad que la hacía darse cuenta de las necesidades de los que la rodeaban y responder a ellas con un corazón generoso, aunque no por eso carente de un fuerte amor propio y de una gran ambición. Cuando una de sus hermanas le ofreció escoger alguno de sus juguetes de una cesta, la respuesta de la pequeña Teresa, después de un momento de reflexión, fue: “ ¡Yo lo escojo todo!” Y cogió la cesta con todo su contenido.
Verdaderamente ambiciosa. Esta característica de su corazón femenino no disminuyó con el tiempo, pero la dirigió a posesiones más elevadas. “He comprendido que el amor encerraba todas las vocaciones, que el amor lo es todo, que abarca todos los tiempos y lugares. Entonces, en un exceso de alegría delirante, exclamé: … al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor!…He encontrado mi puesto en la Iglesia… en el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor… así lo seré TODO…” (3).
Teresa conoció y comprendió que el secreto de su realización como mujer, dentro de la vocación a la que se descubría llamada, no se encontraba en recorrer grandes distancias predicando a hombres y mujeres el mensaje de Cristo, ni en escribir grandes tratados místicos, sino en el amor: la mayor de las empresas, que encerraba todas las demás y que le daría la posesión definitiva de sus sueños. El amor sería el camino para serlo todo.
Decidió que el amor sería la meta a la que dirigiría todos sus esfuerzos, anhelos y trabajos. Lo grande y lo pequeño eran importantes para aquella que había decidido serlo todo. Ser el órgano en el que reside la vida, según el pensamiento de aquella época, para toda la Iglesia Católica. Una mujer delicada y sensible.. ¿De dónde sacó su fuerza? ¿Cómo pudo, aquella a la que consideraban incapaz de los más pequeños esfuerzos, realizar esta empresa de titanes?
Tal vez las palabras de Jean Guitton nos den la clave: “Teresa del Niño Jesús es típicamente femenina: la espontaneidad, la ingenuidad aparente, la autoridad oculta y, sin embargo, imperiosa. Una mujer es, natural y sobrenaturalmente, o pecadora o santa, no hay mujer ordinaria” (4). No hay mujer ordinaria y menos si es una mujer enamorada. Y el amor de Teresa Martin fue extraordinario. Un amor que la consumía en un deseo ardiente de unirse al objeto de su amor y que se traducía en miles de detalles de su vida diaria.
Hoy se ven cada vez más mujeres involucradas activamente en la vida social, política y laboral. Pero en este salir hacia el mundo, hay algo que permanece porque es parte de la naturaleza de la mujer: su enorme capacidad para amar. Capacidad que no encuentra explicación en elementos culturales, ambientales o sociales sino en la naturaleza misma de la mujer. Es parte de su esencia femenina y que la caracteriza e incluso determina. Una mujer no se sentirá plena y feliz si no ha encontrado el camino para amar en plenitud y totalidad.
En Teresita no triunfaron la pusilanimidad o el sentimentalismo sino un amor real, apasionado, fuerte, podríamos incluso decir, viril. Un amor dirigido a Cristo, pero vivido en los detalles con los que llenaba la vida de todas sus compañeras de claustro. No es un sentimiento pasajero, romántico ni una idea, sino una fuerza que se hace vida aunque a veces cueste y exija el sacrificio de los propios deseos y anhelos. Porque en una mujer el verdadero amor se transforma en entrega, abnegación y donación hasta dar la vida si es preciso por quien se ama, como lo demuestran tantas vidas de esposas y madres de familia, de enfermeras, maestras y voluntarias que entregan su existencia día a día y minuto a minuto en los miles de detalles de amor y dedicación hacia los suyos.
Bien retrató a Teresita de Lisieux, y con ella a muchas mujeres, Juan Pablo II en la Carta Apostólica que la declara Doctora de la Iglesia: “Teresa es una mujer que… supo captar riquezas escondidas con esa concreción y honda resonancia vital y sapiencial que es propia del género femenino” (5).
Una mujer en los altares, una doctora de la Iglesia, un corazón femenino transformado en “el amor dentro del corazón de la Iglesia” para demostrar al mundo cuánto y de qué forma puede ser capaz de amar una mujer cuando se le permite serlo en plenitud. Un ejemplo para todos y especialmente para las mujeres de nuestro tiempo que muchas veces buscan un camino de reconocimiento y autoafirmación, sin percibir que el secreto está en su interior, en su capacidad de amar y darse a quienes aman.
(1) Testimonio de M. Carmen López (Un canto de amor y de juventud: Teresa de Lisieux. Maria Coll Calvo, junio de 1990, impreso en Romanyà/Valls, S. A. pag. 22)
(2) Carta de la madre de Teresa a su hija Paulina el 5 de diciembre de 1875.
(3) Manuscrito autobiográfico B, 3vº.
(4) El genio de Teresa de Lisieux. EDICEP. 3ª edición, mayo de 1997. Preámbulo a la 2ª edición, pag. 9
(5) Divini Amoris Sciencia, Ecclesia, 1 de noviembre de 1997, pag. 33