Siendo niña, se reúne con su hermano Rodrigo para leer vidas de santos y repetir muchas veces que gloria y pena son « ¡para siempre, siempre, siempre!», y se escapará con él a tierra de moros a que los «descabezasen por Cristo», y cuando se frustró su plan, decidirán «ser ermitaños». Con sus amiguitas Teresa construirá pequeños monasterios «como que éramos monjas». A los trece años muere su madre, y acude a la Virgen de la Caridad a pedirle con muchas lágrimas, que sea ella ahora su madre. «Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, me ha valido».
Retrato físico y psíquico de Teresa. Sus contemporáneos nos han dejado su retrato. Teresa era de estatura mediana, más bien grande que pequeña. Medía 1,68. Gruesa más que flaca, y en todo bien proporcionada. De color blanco y encarnado, especialmente en las mejillas. Cabello negro, limpio, reluciente y blandamente crespo. Frente ancha y muy hermosa. Cejas un poco gruesas, de color rubio oscuro. Los ojos negros, vivos y redondos, al reír mostraban alegría, y cuando mostraban gravedad eran muy graves. La nariz, más pequeña que grande. La boca, ni grande ni pequeña. Los dientes, iguales y muy blancos. La garganta ancha, blanca y no muy alta, sino un poco metida. Manos y pies, lindos y proporcionados. Y tenía tres lunares en la cara. Daba gran contento mirarla y oírla, porque era muy apacible y graciosa en todas sus palabras y ademanes. Tenía particular aire y gracia en el andar, en el hablar, en el mirar y en cualquier ademán que hiciese. Los vestidos, aunque fuesen viejos y remendados, todos le caían muy bien.
No ignoraba Teresa las cualidades que tenía. Anciana ya, manifestaba a un padre carmelita: «Sepa, padre, que me loaban de tres cosas temporales, que eran de discreta, de santa y de hermosa, y yo creía que era discreta y hermosa, que era harta vanidad, mas que era buena y santa, siempre entendía que se engañaban».
Su psicología está marcada por una gran sensibilidad, que se manifestaba en la expresión de su rostro; sus profundos sentimientos fácilmente le bañaban en lágrimas los ojos de pena, de ternura, de alegría o de compasión. Lloraba con mucha frecuencia, aunque con más parsimonia, en su madurez. Tenía una gracia natural que se llevaba a la gente de calle, y un deseo de agradar fuera de lo común. Juan Rof Carballo ha estudiado su grafismo y ha escrito: «Trazos llenos, vibrantes, contradicto¬rios, muestran el juego activísimo de las fuerzas del inconscien¬te. Pero todo ello aparece, y esto es lo asombroso, como enmarcado o dominado con suavidad infinita dentro de un yo de extraordinario poder y riqueza».
La lectora. Entre la piedad y la ilusión. Aprendió a leer de niña en el Flos sanctorum y en los Santos evangelios, pero en su adolescencia, iniciada por su madre, doña Beatriz, se emborrachó con la lectura de los libros de caballerías, en cuyas historias atractivas y fascinantes de caballeros enamorados y damas hermosas, adoradas por los hombres que se rendían a sus pies y que eran capaces de desencadenar inauditas hazañas y escenas de amor apasionado, dilató su naciente imaginación y ensanchó su horizonte vital y cultural.
Resultado de la lectura de los libros de caballerías. Avivado por las novelas su natural instinto femenino en esos años adolescentes de ilusión, aprendió a utilizar todos los resortes femeninos para acicalarse y embellecerse, aunque con un cuerpo en capullo en plenitud de primavera, necesitaba poco para estar espléndida. Nos cuenta ella misma que usaba perfumes y joyas y dicen sus biógrafos que, a la par que cultivaba extraordinaria¬mente la limpieza, tenía muy buen gusto para elegir vestidos y para combinar y armonizar los colores. «Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabellos y olores, y todas las vanidades que en esto podía tener, que eran hartas, por ser muy curiosa». Decididamente, femenina.
Naturalmente, comenzó a conocer el amor adolescente y romántico. Y descubrió el amor humano. Gozaba con la compañía de sus primos, un poco mayores que ella, y con sus charlas y vanidades, «nonada buenas». Llegó a enamorarse. Pero con una gran limpieza. Tenía miedo de casarse, pero pensó en ello. Este es un cabo suelto que nos ha dejado la Providencia: La que iba a ser madre de tantas mujeres, no podía quedar en una inmadurez psicológica estéril, cuya causa, en gran parte, es el desconoci¬miento de la vida y del amor humano. Ella consideró esta situación un extravío, pero estaba muy dentro del plan providen¬cial sobre su misión eclesial.
Todo fue muy bonito, pero a don Alonso, su padre, no le resultó tanto y, sin que ella se diera cuenta, pues él sabía que, de haber contado con ella, habría dialécticamente perdido la batalla, la encerró en el monasterio de las Agustinas de Gracia, donde vivirá en compañía de otras muchachas de su edad, y vigilada y acompañada por doña María de Briceño, que tuvo tino para desadormecer a Teresa, quien ya desde entonces comienza a reflexionar en serio en qué estado servirá a Dios, y pide a todas «que la encomendasen a Dios, para que le diese el estado en que le había de servir; mas todavía deseaba que no fuese el de monja». «Comencé a hacer oración sin saber qué era». Comenzó a orar acompañando a Cristo, consolándole y deseando limpiarle el sudor en la Oración del Huerto. No era una oración racional, sino un diálogo vivo con Dios. Es verdad lo que dice, tras su estudio grafológico, Moretti: «Su espíritu se apoya menos en el racioci¬nio que en la intuición nutrida de un derroche de imaginación». Aquel corazón que había despertado al amor, después de haber experimentado ese sentimiento tan bello y tan grandioso y transformante, necesitaba depositar ese amor en otro corazón más grande, que no estuviera sujeto a la mutabilidad humana, y que durara siempre, eternamente, que será el de Cristo. Se cumple lo que diagnostica Moretti: «Sabe distinguir los sentimientos auténticos y los espurios y, por ende, pone en orden la vida psíquica y orienta el sentimiento, tanto en el trato como en sus relaciones con Dios». Comenzó a orar acompañando a Cristo en la Oración del Huerto, porque es ahí donde le ve más solo. Tiene el Señor una especial necesidad de consuelo en la Oración del Huerto. A otra mística contemporánea, Gabrielle Bossis, ha dicho el Salvador: « ¡Os necesito tanto en el Huerto de los Olivos! ¡Me hallaba tan solo en mi extremada agonía!». Teresa permanece con El todo lo que le duran los pensamientos. Su corazón femenino, cariñoso y lleno de generosidad, sólo desde el amor y la generosidad podrá dar el salto a la vida religiosa, que es cambiar el objetivo de su amor. Aquellos hombrecillos que le fascinaban van a dejar paso al Hombre Dios, de quien se va a apasionar ardientemente. Ella es así. No puede vivir a medias. Necesita entregarse por entero. Otra vez Moretti: «Se propone fines sólidos, que procura alcanzar, pese a quien pese». Y tercia la Santa: «Paréceme que andaba Su Majestad mirando y remirando por dónde me podía tornar a Él».
Retrato físico y psíquico de Teresa. Sus contemporáneos nos han dejado su retrato. Teresa era de estatura mediana, más bien grande que pequeña. Medía 1,68. Gruesa más que flaca, y en todo bien proporcionada. De color blanco y encarnado, especialmente en las mejillas. Cabello negro, limpio, reluciente y blandamente crespo. Frente ancha y muy hermosa. Cejas un poco gruesas, de color rubio oscuro. Los ojos negros, vivos y redondos, al reír mostraban alegría, y cuando mostraban gravedad eran muy graves. La nariz, más pequeña que grande. La boca, ni grande ni pequeña. Los dientes, iguales y muy blancos. La garganta ancha, blanca y no muy alta, sino un poco metida. Manos y pies, lindos y proporcionados. Y tenía tres lunares en la cara. Daba gran contento mirarla y oírla, porque era muy apacible y graciosa en todas sus palabras y ademanes. Tenía particular aire y gracia en el andar, en el hablar, en el mirar y en cualquier ademán que hiciese. Los vestidos, aunque fuesen viejos y remendados, todos le caían muy bien.
No ignoraba Teresa las cualidades que tenía. Anciana ya, manifestaba a un padre carmelita: «Sepa, padre, que me loaban de tres cosas temporales, que eran de discreta, de santa y de hermosa, y yo creía que era discreta y hermosa, que era harta vanidad, mas que era buena y santa, siempre entendía que se engañaban».
Su psicología está marcada por una gran sensibilidad, que se manifestaba en la expresión de su rostro; sus profundos sentimientos fácilmente le bañaban en lágrimas los ojos de pena, de ternura, de alegría o de compasión. Lloraba con mucha frecuencia, aunque con más parsimonia, en su madurez. Tenía una gracia natural que se llevaba a la gente de calle, y un deseo de agradar fuera de lo común. Juan Rof Carballo ha estudiado su grafismo y ha escrito: «Trazos llenos, vibrantes, contradicto¬rios, muestran el juego activísimo de las fuerzas del inconscien¬te. Pero todo ello aparece, y esto es lo asombroso, como enmarcado o dominado con suavidad infinita dentro de un yo de extraordinario poder y riqueza».
La lectora. Entre la piedad y la ilusión. Aprendió a leer de niña en el Flos sanctorum y en los Santos evangelios, pero en su adolescencia, iniciada por su madre, doña Beatriz, se emborrachó con la lectura de los libros de caballerías, en cuyas historias atractivas y fascinantes de caballeros enamorados y damas hermosas, adoradas por los hombres que se rendían a sus pies y que eran capaces de desencadenar inauditas hazañas y escenas de amor apasionado, dilató su naciente imaginación y ensanchó su horizonte vital y cultural.
Resultado de la lectura de los libros de caballerías. Avivado por las novelas su natural instinto femenino en esos años adolescentes de ilusión, aprendió a utilizar todos los resortes femeninos para acicalarse y embellecerse, aunque con un cuerpo en capullo en plenitud de primavera, necesitaba poco para estar espléndida. Nos cuenta ella misma que usaba perfumes y joyas y dicen sus biógrafos que, a la par que cultivaba extraordinaria¬mente la limpieza, tenía muy buen gusto para elegir vestidos y para combinar y armonizar los colores. «Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabellos y olores, y todas las vanidades que en esto podía tener, que eran hartas, por ser muy curiosa». Decididamente, femenina.
Naturalmente, comenzó a conocer el amor adolescente y romántico. Y descubrió el amor humano. Gozaba con la compañía de sus primos, un poco mayores que ella, y con sus charlas y vanidades, «nonada buenas». Llegó a enamorarse. Pero con una gran limpieza. Tenía miedo de casarse, pero pensó en ello. Este es un cabo suelto que nos ha dejado la Providencia: La que iba a ser madre de tantas mujeres, no podía quedar en una inmadurez psicológica estéril, cuya causa, en gran parte, es el desconoci¬miento de la vida y del amor humano. Ella consideró esta situación un extravío, pero estaba muy dentro del plan providen¬cial sobre su misión eclesial.
Todo fue muy bonito, pero a don Alonso, su padre, no le resultó tanto y, sin que ella se diera cuenta, pues él sabía que, de haber contado con ella, habría dialécticamente perdido la batalla, la encerró en el monasterio de las Agustinas de Gracia, donde vivirá en compañía de otras muchachas de su edad, y vigilada y acompañada por doña María de Briceño, que tuvo tino para desadormecer a Teresa, quien ya desde entonces comienza a reflexionar en serio en qué estado servirá a Dios, y pide a todas «que la encomendasen a Dios, para que le diese el estado en que le había de servir; mas todavía deseaba que no fuese el de monja». «Comencé a hacer oración sin saber qué era». Comenzó a orar acompañando a Cristo, consolándole y deseando limpiarle el sudor en la Oración del Huerto. No era una oración racional, sino un diálogo vivo con Dios. Es verdad lo que dice, tras su estudio grafológico, Moretti: «Su espíritu se apoya menos en el racioci¬nio que en la intuición nutrida de un derroche de imaginación». Aquel corazón que había despertado al amor, después de haber experimentado ese sentimiento tan bello y tan grandioso y transformante, necesitaba depositar ese amor en otro corazón más grande, que no estuviera sujeto a la mutabilidad humana, y que durara siempre, eternamente, que será el de Cristo. Se cumple lo que diagnostica Moretti: «Sabe distinguir los sentimientos auténticos y los espurios y, por ende, pone en orden la vida psíquica y orienta el sentimiento, tanto en el trato como en sus relaciones con Dios». Comenzó a orar acompañando a Cristo en la Oración del Huerto, porque es ahí donde le ve más solo. Tiene el Señor una especial necesidad de consuelo en la Oración del Huerto. A otra mística contemporánea, Gabrielle Bossis, ha dicho el Salvador: « ¡Os necesito tanto en el Huerto de los Olivos! ¡Me hallaba tan solo en mi extremada agonía!». Teresa permanece con El todo lo que le duran los pensamientos. Su corazón femenino, cariñoso y lleno de generosidad, sólo desde el amor y la generosidad podrá dar el salto a la vida religiosa, que es cambiar el objetivo de su amor. Aquellos hombrecillos que le fascinaban van a dejar paso al Hombre Dios, de quien se va a apasionar ardientemente. Ella es así. No puede vivir a medias. Necesita entregarse por entero. Otra vez Moretti: «Se propone fines sólidos, que procura alcanzar, pese a quien pese». Y tercia la Santa: «Paréceme que andaba Su Majestad mirando y remirando por dónde me podía tornar a Él».