LA MORAÑA
Entre los mares de cereal y los bosquecillos de
pinos del norte de la provincia de
Avila, se extiende la comarca de La Moraña. Lugar dedicado a la tierra, donde el
otoño inunda el horizonte de brillante ocre interrumpido, de tanto en tanto, por el desgastado fulgor rojizo de
ábsides y arquerías, de esquinillas y
torres. Orgullosa memoria de los musulmanes que escogieron quedarse en su hogar tras la Reconquista. Innegable recuerdo de aquella antigua
España de las tres culturas.
Al norte de los
montes de Avila, a partir del
pueblo de Arévalo, se extiende un lugar de trigo y
girasol, una comarca de extensos
colores dorados salpicados, tan sólo, por el verdor de los pequeños
pinares y el apagado rojizo de adobe y ladrillo de los
pueblos. Comarca de viejas
tradiciones nombrada La Moraña, sustantivo que define lo que debió ser este lugar, pues tal término deriva, seguramente de Mauritania o tierra de moros, en clara referencia a que esta dilatada llanura conservara, en la Edad Media, su población de moros.
Mas, si entre La Moraña y las serranías de la provincia se aprecia completa distinción de suelo, de clima, de raza y de
trajes, mayor es la diferencia artística. Aquí, no sólo se ha cultivado el cereal, sino también una
arquitectura especial que emanó influencias hacia
Salamanca,
Zamora,
Valladolid y
Segovia. Construcciones menospreciadas, impuestas por la
naturaleza del suelo, casi morunas, casi cristianas, alejadas de la pétrea grandiosidad de
catedrales,
conventos e
iglesias erigidas gracias las rentas de una corporación, las prodigalidades de un rey o las larguezas de ricos y señores hechas a cuenta de sufragios y en descargo de conciencias.
Pero en La Moraña, donde el pueblo no podía traer materiales desde grandes distancias, ni labrarlos con primor, ni contratar arquitectos famosos y el pechero no conocía gran cosa sobre ciertas artes, la arquitectura recayó en el musulmán laborioso y sobrio, siervo del pechero, capaz de soportar todo para que le dejasen vivir a su manera. Así, sin
piedra de sillería, usando los materiales ordinarios del país, el moro mudéjar ideó un
arte particular al que se concedió el término árabe mudayyan.
No obstante, esa voz que significaba sometido no sólo identificaba una forma de crear. El sometimiento nació cuando las huestes cristianas reconquistaban algún lugar y dejaban permanecer en él a los musulmanes, conservando religión y
costumbres. La convivencia, pacífica y reglamentada, llevó a los, recién nombrados, mudéjares a
barrios diferenciados, las aljamas, donde vivían según sus propias leyes, aceptando el trato de vasallos y pagando los tributos correspondientes.
Y fueron los mudéjares, algunos de ellos excelentes arquitectos, albañiles y carpinteros, quienes levantaron
edificios civiles y templos cristianos, adaptando el
románico a los pobres materiales de la meseta castellana. Así, en
Castilla y León, escasa de buena piedra, se utilizó el ladrillo o el tapial de cantos esquistosos y graníticos, trabados con mortero de cal. Así, la
iglesia de Solana fue reconstruida, en 1466, por los hermanos Alí y Juçafe Leytun, vecinos de Avila. Un simple dato, pues la mejor comprobación de estos hechos es la observación de las construcciones, repletas de mudejarismo.
Levantar un nuevo
edificio implicaba llamar a los maestros más diestros o a la mano de obra más barata, condiciones ambas de la población mudéjar. Estos copiaron el modelo románico, sustituyendo la piedra por el más barato ladrillo; las
bóvedas por los menos costosos armazones de madera; los
arcos de medio punto por una leve herradura; y los
campanarios por los minaretes a los que se añadieron huecos para las
campanas.
El resultado, lejos del románico, acrecentó diferencias con el
gótico, pues los mudéjares utilizaron ladrillos, aliceres vidriados, yeso y madera para copiar las formas ojivales, sin abandonar su estilo decorativo. Así, el rojizo ladrillo creó arquillos, rombos o espigas en llamativos
juegos de luces y
sombras. Caracterizado por ser un arte funcional, el mudéjar curvó los lados de los ladrillos para imitar las molduras en las que se labraba la piedra. Se usó la sebka, repetición de una red de arquillos lobulados y entrecruzados; los zócalos de
cerámica vidriada con formas geométricas estrelladas; las lacerías de estuco para cubrir los muros; los frisos de mocárabes o piezas cóncavas suspendidas como estalactitas; las celosías y las hiladas de caligrafía donde, incluso, se incluyeron versículos del Corán.
Bajo tales premisas, surgieron, en La Moraña, iglesias y
castillos,
murallas y torres, arcos y campanarios. Un arte variado que, hacia el sur, no traspasa la línea marcada por Narros del
Castillo, Fontíveros, Costanzana y Adanero. Pero, hacia oriente, se interna en Segovia, por Martín Muñoz de las Posadas; hacia el norte, en Valladolid, por Olmedo, Muriel y Medina del
Campo; y, hacia poniente, en Salamanca, por Rágama, Alba y Béjar.
En La Moraña, las iglesias carecen de
historia y de fecha, aunque, la mayor parte, debieron levantarse en la segunda mitad del siglo XII. Y, aunque algunas corresponden al XIII, sus particulares características hacen indudable que debieron construirse casi simultáneamente. Por ello, generalmente, son de una o tres naves, con ábsides a la cabeza y presbiterio delante, cuyos muros convergen hacia el
ábside, y una
torre a los pies o en el costado septentrional. Los arcos son redondos o levemente apuntados y tienen una doble arquivolta en degradación e impostas de nacela, sólo por el intradós. Las naves se cubren con armadura de madera, pero los presbiterios tienen bóvedas de cañón con perpiaños; mientras que los ábsides se engalanan, por dentro y por fuera, con dobles arquerías decorativas semicirculares. El único motivo
ornamental son los frisos de ladrillos en ángulo formando facetas.
Difícil es ver tan sólo una intacta y completa, pues los gruesos pilares y estrechos arcos que las dividían longitudinalmente dificultaban la visión del
altar mayor desde las naves laterales, por lo que fueron derribados a principios del siglo XVI, siendo cambiados por arcos góticos de gran volada. Pero ello no es excusa para acercarse hasta La Moraña y contemplar, unas restauradas, otras medio abandonadas, el arte de aquéllos que se vieron sometidos, pero, no por ello, abandonaron la idea de crear con lo poco que tenían a mano.También es famoso pueblo por la construcción de carruajes, ya casi en desuso, de todas partes de España se iba a adquirir uno, gracias al tesón y labor de sus moradores. Venía gente sobre todo de León y Zamora y se llegaron a pagar 11000 pesetas, una cifra que hoy supondría el coste de un automóvil, estamos hablando de cinco o seis décadas. La madera de la zona propiciaba su robustez y resistencia.