NARROS DEL CASTILLO: VII...

VII

Como el tren no corría, que volaba,
era tan vivo el viento, era tan frío,
que el aire parecía que cortaba;
así el lector no extrañará que, tierno,
cuidase de su bien más que del mío,
pues hacía un gran frío, tan gran frío,
que echó al lobo del bosque aquel invierno.
Y cuando ella doliente,
con el cuerpo aterido,
- ¡Tengo frío!- me dijo dulcemente
con voz que, más que voz, era un balido,
me acerqué a contemplar su hermosa frente,
y os juro por el cielo
que, a aquel reflejo de la luz escaso,
la joven parecía hecha de raso,
de nácar, de jazmín y terciopelo;
y creyendo invadidos por el hielo
aquellos pies tan lindos,
desdoblando mi manta zamorana,
que tenía más borlas verde y grana
que todos los cerezos y los guindos
que en Zamora se crían,
cual si fuese una madre cuidadosa,
con la cabeza ya vertiginosa,
le tapé aquellos pies, que bien podrían
ocultarse en el cáliz de una rosa.