LA CABEZA
Al tiempo que en el ocaso
su eterna llama sepulta
el sol, y tierras y cielos
con negras sombras se enlutan.
De la cárcel de Sevilla,
en una bóveda obscura,
que una lámpara de cobre
más bien asombra que alumbra,
pasaba una extraña escena,
de aquellas que nos angustian
si en horrenda pesadilla
el sueño nos la dibuja.
Pues no semejaba cosa
de este mundo, aunque se usan
en él cosas harto horrendas,
de que he presenciado muchas,
sino cosa del infierno,
funesta y maligna junta
de espectros y de vampiros,
festín horrible de furias.
En un sillón, sobre gradas,
se ve en negras vestiduras
al buen Alcalde Cerón,
ceño grave, faz adusta.
A su lado, en un bufete
que más parece una tumba,
prepara un viejo Notario
sus pergaminos y plumas.
Y de aquella estancia en medio,
de tablas con sangre sucias,
se ve un lecho, y sus cortinas
son cuerdas, garfios, garruchas.
En torno de él dos verdugos
de imbécil facha y robusta,
de un saco de cuero aprestan
hierros de infaustas figuras.
Sepulcral silencio reina,
pues solamente se escucha
el chispeo de la llama
En la lámpara que ahuma
la bóveda, y de los hierros
que los verdugos rebuscan,
el metálico sonido
con que se apartan y juntan.
Pronto del severo Alcalde
la voz sepulcral retumba
diciendo: “Venga el testigo
que ha de sufrir la tortura.”
Se abrió al instante una puerta,
por la que sale confusa
algazara, ayes profundos
y gemidos que espeluznan.
Y luego entre los sayones,
esbirros y vil gentuza,
de ademanes descompuestos
y de feroz catadura,
una vieja miserable,
de ropa y carne desnuda,
como un cuerpo que las hienas
sacan de la sepultura,
pues sólo se ve que vive
porque flacamente lucha
con desmayados esfuerzos,
porque gime y porque suda.
Arrástranla los sayones;
la confortan y la ayudan
dos religiosos franciscos,
caladas sendas capuchas,
y la algazara y estruendo,
con que satánica turba
lleva un precito a las llamas,
por la bóveda retumba.
Un negro bulto en silencio
también entra en la confusa
escena, y sin ser notado
tras de un pi1arón se oculta.
“Ven?, grita un tosco verdugo
con una risada aguda
? ven a casarte conmigo,
hecha está 1a cama, bruja.”
Otro, asiéndole los brazos
con una mano más dura
que unas tenazas, le dice:
“No volarás hoy a obscuras.”
Y otro, atándole las piernas:
“ ¿Y el bote con que te untas?
Sobre la escoba a caballo
no has de hacer más de las tuyas.”
Estos chistes semejaban
los aullidos con que aguzan
la hambre los lobos, al grito
de los cuervos que barruntan
los ya corrompidos restos
de una víctima insepulta;
la mofa con que los cafres
a su prisionero insultan.
Tienden en el triste lecho,
ya casi casi difunta
a la infelice; la enlazan
con ásperas ligaduras,
y de hierro un aparato
a su diestra mano ajustan,
que al impulso más pequeño
martirio espantoso anuncia.
Dice un sayón al alcalde:
“Ya está en jaula la lechuza,
y si aun a cantar se niega,
yo haré que cante o que cruja.?
Silencio el Alcalde impone;
quédase todo en profunda
quietud, y sólo gemidos
casi apagados se escuehan.
? Mujer?, prorrumpe Cerón,
? mujer, si vivir procuras,
declárame cuanto viste,
y te dará Dios ayuda.?
? Nada vi, nada?, responde
la infeliz:? por Santa Justa
juro que estaba, durmiendo;
no vi ni oí cosa alguna.?
Replicó el juez: “Desdichada,
piensa, piensa lo que juras”,
y tomando de las manos
del notario que le ayuda
un candil, “Mira?, prosigue,
? esta prenda que te acusa.
Di quién la tiró a la calle,
pues confesaste ser tuya.”
La mísera se estremece,
trémula toda y convulsa,
y respondió desmayada:
“El demonio fué, sin duda.”
Y tras de una, breve pausa:
“Soy ciega, soy sorda, y muda.
Matadme, pues 1o repito:
ni vi ni oí cosa alguna.”
El juez, entonces de mármol,
con la vara al lecho apunta,
ase una cuerda el verdugo,
rechina allá una garrucha:
la mano de la infelice
se disloca y descoyunta,
y al chasquido de los huesos
un alarido se junta.
“ ¡Piedad, que voy a decirlo!”
grita con voz moribunda
la víctima, y al momento
suspéndese la tortura.
“Declara”, el juez dice; y ella,
Cobrando un vigor que asusta,
Prorrumpe: “El Rey fue…”, y su lengua
en la garganta se anuda.
Juez, escribano, verdugos,
todos con la faz difunta,
oyen tal nombre temblando,
y queda la estancia muda.
En esto, el desconocido,
que, tras el pilar se oculta,
hacia el potro del tormento
el firme paso apresura,
haciendo sus choquezuelas,
canillas y coyunturas,
el ruido que los dados
cuando se chocan y juntan.
Rumor que al punto conoce
la infeliz, y se espeluzna,
y repite: “El Rey; sus huesos
así sonaron, no hay duda.”
Al punto se desemboza
y la faz descubre adusta,
y los ojos como brasas
aquel personaje, a cuya
presencia, hincan la rodilla
cuantos la bóveda ocupan,
pues al Rey Don Pedro todos
conocen, y se atribulan.
Este saca de su seno
una bolsa, do relumbran
cien monedas de oro, y dice:
“Toma y socórrete, bruja.
“Has dicho verdad, y sabe
que el que a la justicia oculta
la verdad es reo de muerte
y cómplice de la culpa.
“Pero, pues tú la dijiste,
ve en paz; el cielo te escuda.
yo soy, sí, quien mató al hombre,
mas Dios sólo a mí me juzga.
“Pero por que satisfecha
quede la justicia, augusta,
ya la cabeza del reo
allí escarmientos pronuncia.”
Y era así; ya colocada
estaba la imagen suya
en la esquina do la muerte
dió a un hombre su espada aguda.
? Del Candilejo? la calle
desde entonces se intuía,
y el busto del rey Don Pedro
aun allí está y nos asusta.
Al tiempo que en el ocaso
su eterna llama sepulta
el sol, y tierras y cielos
con negras sombras se enlutan.
De la cárcel de Sevilla,
en una bóveda obscura,
que una lámpara de cobre
más bien asombra que alumbra,
pasaba una extraña escena,
de aquellas que nos angustian
si en horrenda pesadilla
el sueño nos la dibuja.
Pues no semejaba cosa
de este mundo, aunque se usan
en él cosas harto horrendas,
de que he presenciado muchas,
sino cosa del infierno,
funesta y maligna junta
de espectros y de vampiros,
festín horrible de furias.
En un sillón, sobre gradas,
se ve en negras vestiduras
al buen Alcalde Cerón,
ceño grave, faz adusta.
A su lado, en un bufete
que más parece una tumba,
prepara un viejo Notario
sus pergaminos y plumas.
Y de aquella estancia en medio,
de tablas con sangre sucias,
se ve un lecho, y sus cortinas
son cuerdas, garfios, garruchas.
En torno de él dos verdugos
de imbécil facha y robusta,
de un saco de cuero aprestan
hierros de infaustas figuras.
Sepulcral silencio reina,
pues solamente se escucha
el chispeo de la llama
En la lámpara que ahuma
la bóveda, y de los hierros
que los verdugos rebuscan,
el metálico sonido
con que se apartan y juntan.
Pronto del severo Alcalde
la voz sepulcral retumba
diciendo: “Venga el testigo
que ha de sufrir la tortura.”
Se abrió al instante una puerta,
por la que sale confusa
algazara, ayes profundos
y gemidos que espeluznan.
Y luego entre los sayones,
esbirros y vil gentuza,
de ademanes descompuestos
y de feroz catadura,
una vieja miserable,
de ropa y carne desnuda,
como un cuerpo que las hienas
sacan de la sepultura,
pues sólo se ve que vive
porque flacamente lucha
con desmayados esfuerzos,
porque gime y porque suda.
Arrástranla los sayones;
la confortan y la ayudan
dos religiosos franciscos,
caladas sendas capuchas,
y la algazara y estruendo,
con que satánica turba
lleva un precito a las llamas,
por la bóveda retumba.
Un negro bulto en silencio
también entra en la confusa
escena, y sin ser notado
tras de un pi1arón se oculta.
“Ven?, grita un tosco verdugo
con una risada aguda
? ven a casarte conmigo,
hecha está 1a cama, bruja.”
Otro, asiéndole los brazos
con una mano más dura
que unas tenazas, le dice:
“No volarás hoy a obscuras.”
Y otro, atándole las piernas:
“ ¿Y el bote con que te untas?
Sobre la escoba a caballo
no has de hacer más de las tuyas.”
Estos chistes semejaban
los aullidos con que aguzan
la hambre los lobos, al grito
de los cuervos que barruntan
los ya corrompidos restos
de una víctima insepulta;
la mofa con que los cafres
a su prisionero insultan.
Tienden en el triste lecho,
ya casi casi difunta
a la infelice; la enlazan
con ásperas ligaduras,
y de hierro un aparato
a su diestra mano ajustan,
que al impulso más pequeño
martirio espantoso anuncia.
Dice un sayón al alcalde:
“Ya está en jaula la lechuza,
y si aun a cantar se niega,
yo haré que cante o que cruja.?
Silencio el Alcalde impone;
quédase todo en profunda
quietud, y sólo gemidos
casi apagados se escuehan.
? Mujer?, prorrumpe Cerón,
? mujer, si vivir procuras,
declárame cuanto viste,
y te dará Dios ayuda.?
? Nada vi, nada?, responde
la infeliz:? por Santa Justa
juro que estaba, durmiendo;
no vi ni oí cosa alguna.?
Replicó el juez: “Desdichada,
piensa, piensa lo que juras”,
y tomando de las manos
del notario que le ayuda
un candil, “Mira?, prosigue,
? esta prenda que te acusa.
Di quién la tiró a la calle,
pues confesaste ser tuya.”
La mísera se estremece,
trémula toda y convulsa,
y respondió desmayada:
“El demonio fué, sin duda.”
Y tras de una, breve pausa:
“Soy ciega, soy sorda, y muda.
Matadme, pues 1o repito:
ni vi ni oí cosa alguna.”
El juez, entonces de mármol,
con la vara al lecho apunta,
ase una cuerda el verdugo,
rechina allá una garrucha:
la mano de la infelice
se disloca y descoyunta,
y al chasquido de los huesos
un alarido se junta.
“ ¡Piedad, que voy a decirlo!”
grita con voz moribunda
la víctima, y al momento
suspéndese la tortura.
“Declara”, el juez dice; y ella,
Cobrando un vigor que asusta,
Prorrumpe: “El Rey fue…”, y su lengua
en la garganta se anuda.
Juez, escribano, verdugos,
todos con la faz difunta,
oyen tal nombre temblando,
y queda la estancia muda.
En esto, el desconocido,
que, tras el pilar se oculta,
hacia el potro del tormento
el firme paso apresura,
haciendo sus choquezuelas,
canillas y coyunturas,
el ruido que los dados
cuando se chocan y juntan.
Rumor que al punto conoce
la infeliz, y se espeluzna,
y repite: “El Rey; sus huesos
así sonaron, no hay duda.”
Al punto se desemboza
y la faz descubre adusta,
y los ojos como brasas
aquel personaje, a cuya
presencia, hincan la rodilla
cuantos la bóveda ocupan,
pues al Rey Don Pedro todos
conocen, y se atribulan.
Este saca de su seno
una bolsa, do relumbran
cien monedas de oro, y dice:
“Toma y socórrete, bruja.
“Has dicho verdad, y sabe
que el que a la justicia oculta
la verdad es reo de muerte
y cómplice de la culpa.
“Pero, pues tú la dijiste,
ve en paz; el cielo te escuda.
yo soy, sí, quien mató al hombre,
mas Dios sólo a mí me juzga.
“Pero por que satisfecha
quede la justicia, augusta,
ya la cabeza del reo
allí escarmientos pronuncia.”
Y era así; ya colocada
estaba la imagen suya
en la esquina do la muerte
dió a un hombre su espada aguda.
? Del Candilejo? la calle
desde entonces se intuía,
y el busto del rey Don Pedro
aun allí está y nos asusta.