Estoy allá afuera
Había una señora que todos los días, a las seis en punto de la tarde, se dirigía a la Iglesia del pueblo para orar. Era muy puntual y nunca faltaba a su cita. Cuando se atrasaba, porque las cosas de la casa o la cena le ocupaban más de lo acostumbrado, iba corriendo por la calle para llegar a tiempo.
Tan rápido hacía las cosas para cumplir con el horario de su oración que muchas veces trataba mal a la gente en la fila del mercado o caminaba atropellando a los demás. Si algún mendigo le pedía una moneda en la puerta de la Capilla, ni lo miraba; estaba tan apurada que entraba veloz como un rayo.
Un día, “le pasaron todas”: se peleó con el almacenero porque tardó mucho en hacer la cuenta de las cosas que había comprado; atropelló a una señora que tenía la bolsa llena de papas y caminaba lentamente; por último, le dio vuelta la cara a unos chicos que se le acercaban para pedirle unas monedas para comprar leche.
En su propia casa, las cosas no anduvieron mejor: uno de sus hijos le pidió ayuda para hacer una tarea y le dijo que se las arreglara solo; el marido, que había llegado muy cansado de trabajar, tuvo la ocurrencia de conversar un rato con ella mientras tomaban un café, y lo dejó plantado con la palabra en la boca.
A pesar de todos estos “obstáculos”, salió de su casa y llegó a la Iglesia casi a tiempo… y se encontró con que estaba cerrada.
“ ¡Cómo puede ser!”, se dijo con rabia mientras buscaba la forma de meterse por el pasillo lateral que bordeaba el templo. Pero nada, todo estaba cerrado. Volvió a ir por la entrada principal y, precisamente allí, vio que en la puerta del templo había un cartelito clavado que decía:
“No me busques aquí…
¡estoy allá afuera!”
Jesús
Hay momentos en que convendría recordar las palabras de Jesús: «cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis»… El prójimo es el primer punto de encuentro con el Señor: si no le buscamos primero allí, difícilmente podremos encontrarle en otra parte.
Había una señora que todos los días, a las seis en punto de la tarde, se dirigía a la Iglesia del pueblo para orar. Era muy puntual y nunca faltaba a su cita. Cuando se atrasaba, porque las cosas de la casa o la cena le ocupaban más de lo acostumbrado, iba corriendo por la calle para llegar a tiempo.
Tan rápido hacía las cosas para cumplir con el horario de su oración que muchas veces trataba mal a la gente en la fila del mercado o caminaba atropellando a los demás. Si algún mendigo le pedía una moneda en la puerta de la Capilla, ni lo miraba; estaba tan apurada que entraba veloz como un rayo.
Un día, “le pasaron todas”: se peleó con el almacenero porque tardó mucho en hacer la cuenta de las cosas que había comprado; atropelló a una señora que tenía la bolsa llena de papas y caminaba lentamente; por último, le dio vuelta la cara a unos chicos que se le acercaban para pedirle unas monedas para comprar leche.
En su propia casa, las cosas no anduvieron mejor: uno de sus hijos le pidió ayuda para hacer una tarea y le dijo que se las arreglara solo; el marido, que había llegado muy cansado de trabajar, tuvo la ocurrencia de conversar un rato con ella mientras tomaban un café, y lo dejó plantado con la palabra en la boca.
A pesar de todos estos “obstáculos”, salió de su casa y llegó a la Iglesia casi a tiempo… y se encontró con que estaba cerrada.
“ ¡Cómo puede ser!”, se dijo con rabia mientras buscaba la forma de meterse por el pasillo lateral que bordeaba el templo. Pero nada, todo estaba cerrado. Volvió a ir por la entrada principal y, precisamente allí, vio que en la puerta del templo había un cartelito clavado que decía:
“No me busques aquí…
¡estoy allá afuera!”
Jesús
Hay momentos en que convendría recordar las palabras de Jesús: «cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis»… El prójimo es el primer punto de encuentro con el Señor: si no le buscamos primero allí, difícilmente podremos encontrarle en otra parte.