la paja en el ojo ajeno
Con mucha facilidad observamos errores en los demás. Somos profesionales en detectar defectos ajenos, alumnos aventajados en la labor de ver arrugas y manchas desplegadas en los atavíos de otros. En cambio, carecemos de pericia para detectar virtudes, esparcir halagos o mostrar admiración ante un atributo que merece nuestra aprobación.
Si dedicásemos un poco de nuestro tiempo a destapar el frasco que contiene el aroma de la objetividad, quizá pudiésemos exhalar la grata fragancia que desprende el prójimo.
Si tan sólo nos arriesgásemos a mirar los corazones de las personas que nos rodean, puede que las virtudes que pasan desapercibidas nos saliesen al paso, asombrándonos con un ramalazo de humildad.
Procedemos a censurar con indulgencia imitando el comportamiento fariseo, y así creernos más sabios, más justos, más...
Y cuanto más crece nuestro afán por mirar las faltas de otros, mucho más se empequeñece nuestro corazón.
¿Quiénes somos para emitir juicio contra nadie?
Aún sabiendo que no estamos autorizados a hacerlo encontramos implícitas razones para juzgar, zarandeando con palabras o acciones a quienes, a nuestro parecer, son merecedores de tales sacudidas.
Observemos la cantera de la cual fuimos rescatados, el hueco inmenso que allí quedó. Si actuamos justamente veremos que la piedra que sostenemos en nuestra mano lista para ser lanzada, ha de caer a nuestros pies reconociendo su derrota y asimilando que es mucho más sensato servir para edificar que para condenar.
«Quien no es capaz de tener defectos, no es capaz de tener
humanamente grandes virtudes.»
Con mucha facilidad observamos errores en los demás. Somos profesionales en detectar defectos ajenos, alumnos aventajados en la labor de ver arrugas y manchas desplegadas en los atavíos de otros. En cambio, carecemos de pericia para detectar virtudes, esparcir halagos o mostrar admiración ante un atributo que merece nuestra aprobación.
Si dedicásemos un poco de nuestro tiempo a destapar el frasco que contiene el aroma de la objetividad, quizá pudiésemos exhalar la grata fragancia que desprende el prójimo.
Si tan sólo nos arriesgásemos a mirar los corazones de las personas que nos rodean, puede que las virtudes que pasan desapercibidas nos saliesen al paso, asombrándonos con un ramalazo de humildad.
Procedemos a censurar con indulgencia imitando el comportamiento fariseo, y así creernos más sabios, más justos, más...
Y cuanto más crece nuestro afán por mirar las faltas de otros, mucho más se empequeñece nuestro corazón.
¿Quiénes somos para emitir juicio contra nadie?
Aún sabiendo que no estamos autorizados a hacerlo encontramos implícitas razones para juzgar, zarandeando con palabras o acciones a quienes, a nuestro parecer, son merecedores de tales sacudidas.
Observemos la cantera de la cual fuimos rescatados, el hueco inmenso que allí quedó. Si actuamos justamente veremos que la piedra que sostenemos en nuestra mano lista para ser lanzada, ha de caer a nuestros pies reconociendo su derrota y asimilando que es mucho más sensato servir para edificar que para condenar.
«Quien no es capaz de tener defectos, no es capaz de tener
humanamente grandes virtudes.»