EL FINGIMIENTO FELIZ (O LA FICCIÓN AFORTUNADA)
Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante,
pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería,
y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída
hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada
posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos
como máxima.
Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó
que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón Aumelach, no
tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y que si, por desgracia,
llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en
modo alguno su favor. Se equivocó... El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha
el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no
encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita
para alimentar sus sospechas, coge una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un
poseso en la habitación de su mujer...
-Señora, he sido traicionado -le ruge enfurecido-; leed este billete: él me lo aclara, ya no
hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.
La marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es verdad,
culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.
Librodot Cuentos, historietas y fábulas Marqués de Sade
Librodot
5
5
- ¡Ya no me convenceréis, pérfida! -le contesta el marido furibundo-, ¡ya no me
convenceréis! Elegid rápidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.
La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y
lo bebe. - ¡Deteneos!-le dice su esposo cuando ya ha bebido parte-, no pereceréis sola;
odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo? -y tras
decir esto bebe lo que queda en el cáliz.
- ¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac-. En terrible trance en que nos habéis colocado
a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a
mi padre y a mi madre.
Envían a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja
a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es culpable de nada.
Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga
a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto
brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor...
-En este atroz instante de mi vida -dice la marquesa- deseo, para consuelo de mis padres
y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública -y empieza a acusarse
en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.
El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que
en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.
- ¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra-,
consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que la he hecho pasar, tantas
preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca
ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; calmémonos todos y que por
lo menos aprenda que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el
mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.
La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se
había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya
hecho padecer todas las angustias de muerte semejante. Se pone en pie temblorosa, abraza
a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por
esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia
de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste
tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche.
Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante,
pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería,
y a menudo esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída
hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada
posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos
como máxima.
Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó
que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón Aumelach, no
tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y que si, por desgracia,
llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en
modo alguno su favor. Se equivocó... El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospecha
el intercambio, interroga a una doncella, se apodera de una carta, al principio no
encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita
para alimentar sus sospechas, coge una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un
poseso en la habitación de su mujer...
-Señora, he sido traicionado -le ruge enfurecido-; leed este billete: él me lo aclara, ya no
hay tiempo para juzgar, os concedo la elección de vuestra muerte.
La marquesa se defiende, jura a su marido que está equivocado, que puede ser, es verdad,
culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.
Librodot Cuentos, historietas y fábulas Marqués de Sade
Librodot
5
5
- ¡Ya no me convenceréis, pérfida! -le contesta el marido furibundo-, ¡ya no me
convenceréis! Elegid rápidamente o al instante este arma os privará de la luz del día.
La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decide por el veneno; toma la copa y
lo bebe. - ¡Deteneos!-le dice su esposo cuando ya ha bebido parte-, no pereceréis sola;
odiado por vos, traicionado por vos, ¿qué querríais que hiciera yo en el mundo? -y tras
decir esto bebe lo que queda en el cáliz.
- ¡Oh, señor! -exclama la señora de Guissac-. En terrible trance en que nos habéis colocado
a ambos, no me neguéis un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a
mi padre y a mi madre.
Envían a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclama, se arroja
a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protesta que no es culpable de nada.
Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga
a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto
brota de todos por igual. Mientras tanto llega el confesor...
-En este atroz instante de mi vida -dice la marquesa- deseo, para consuelo de mis padres
y para el honor de mi memoria, hacer una confesión pública -y empieza a acusarse
en voz alta de todo aquello que su conciencia le reprocha desde que nació.
El marido, que está atento y que no oye citar al barón de Aumelach, convencido de que
en semejante ocasión su mujer no se atrevería a fingir, se levanta rebosante de alegría.
- ¡Oh, mis queridos padres! -exclama abrazando al mismo tiempo a su suegro y a su suegra-,
consolaos y que vuestra hija me perdone el miedo que la he hecho pasar, tantas
preocupaciones me produjo que es lícito que le devuelva unas cuantas. No hubo nunca
ningún veneno en lo que hemos tomado, que esté tranquila; calmémonos todos y que por
lo menos aprenda que una mujer verdaderamente honrada no sólo no debe cometer el
mal, sino que tampoco debe levantar sospechas de que lo comete.
La marquesa tuvo que hacer esfuerzos sobrehumanos para recobrarse de su estado; se
había sentido envenenada hasta tal punto que el vuelo de su imaginación le había ya
hecho padecer todas las angustias de muerte semejante. Se pone en pie temblorosa, abraza
a su marido; la alegría reemplaza al dolor y la joven esposa, bien escarmentada por
esta terrible escena, promete que en el futuro sabrá evitar hasta la más pequeña apariencia
de infidelidad. Mantuvo su palabra y vivió más de treinta años con su marido sin que éste
tuviera nunca que hacerle el más mínimo reproche.