Rasueros fue fundado por el Conde Nuño Núñez de Rasura, abuelo del mítico Fernán González, quien independizó Castilla de
León. De
camino hacia Rasueros por la
carretera de
Madrigal de las Altas Torres, se encuentra las
ruinas de una
torre, la cual pertenecia a la antigua
iglesia de este
pueblo, que tuvo que huir a causa de las escaramuzas arabes durante las guerras del
medievo, situandose así a las orillas del
rio Trabancos. Pero eso es
historia, hoy es un pueblo, como tantos, castigados por el envejecimiento y la despoblación. Uno de tantos que se fueron (firmaba Joaquín Robledo) narró la situación actual en un artículo que apareció en "EL MUNDO de
Castilla y León" el 8-XII-2.003:
LA
FUENTE DE LA
PLAZA DE RASUEROS
De tanto en tanto rehago el hatillo de ropa y desando el camino por el que deserté del arado hace ya muchos años, los escasos cien kilómetros de uva y trigo que separan mi
casa del exangüe Rasueros, mi pueblo. El regreso no es un retorno sino una constatación de lo inapelable de la huida, en todo caso un arrumaco con nostalgia, más que a la tierra, al tiempo que en ella hubo vida.
Rasueros, sincero, recibe con el
cementerio a la entrada. De un blanco traslúcido, esa receptoría de muertos evoca más historias que historia en todo el pueblo queda. Poco más tarde el ruido del
coche nos anuncia y abre de súbito la
puerta de mi vieja casa de niño. La mueca de ternura de mis padres, ya aquejados de edad, el retozo de su risa ajada cuando abrazan a su nieto, mi hijo, me descoloca entre dos mundos de los cuales no formo completamente parte. Es un achuchón entre dos universos inmiscibles; los abuelos de Rasueros, el nieto de
Valladolid y yo doliente de doble desarraigo, de la condición de forastero en ambas partes. Es un dolor desesperanzado sin antídoto que valga.
En casa perdura el olor a
cuadra, entrar
España en la Unión Europea y salir las
vacas de los pequeños establos familiares fue todo uno, con su partida sepultaron una época que inexorablemente languidecía. A pesar o quizá por ello, cada vez que abro una botella de leche recuerdo los esfuerzos vanos de mi padre intentando salvar a una res de la muerte y las lágrimas iracundas de mi madre ante la pérdida inevitable. Las vacas se fueron pero ¡ay! su tufillo permanece.
La tarde es café, saludos y
paseo por
calles desnudas entre
casas, algunas reconstruidas, que sólo se llenan unos días en
verano. Callejuelas que desaguan en la plaza que es alegoría de toda la región. Extensa y desahuciada de pasado. Hasta hace apenas dos años en su centro descansaba orgullosa una modesta fuente, la primera canalización de
agua corriente, alivio de trabajo para nuestras abuelas. Alrededor unos
jardines con bancos de
piedra fedatarios de
amistades y cogorzas, de amores y pasiones; ¡Si pudieran hablar cuántas virginidades perdidas quedarían desveladas!. Hoy un barreñón de cemento empavesado con luces de neón usurpa ese espacio. Sigo andando, el
frontón no encuentra quien juegue en él, a la
escuela no van más de seis u ocho zagales. Las
piscinas que llegaron cuando niños, en las que aprendimos a nadar y conocimos a las chicas de los
pueblos cercanos, están como a trasmano sin nadie que las haga caso. Las
campanas de la torre mudéjar tocan a muerto.
El
invierno en los pueblos es invierno; sin esperanza de
primavera. El frío en las calles vaciadas de niños congela más adentro de los huesos. Cuando regreso al presente, unívocamente urbano, estoy un poco más triste.