Hola amigos! Tanto tiempo que no entro acá! Es que estoy trabajando mucho. Pero me alegra que esten todos por aquí.
Les dejo un cuento mío, espero que les guste, es algo así como un realismo mágico (o parecido) Transcurre en un pueblo que se llama Santa Lara que no es real, no existe, lo inventé para una serie de cuentos, "Los cuentos de Santa Lara"
Y llegaron los periodistas. Reporteros de todos los canales, cronistas de distintos diarios y revistas, locutores de radios, todos con sus micrófonos, sus grabadoras y, sobre todo, sus cámaras fotográficas y filmadoras. No querían perderse el extraño fenómeno de Santa Lara, el único lugar en el mundo donde se había producido un hecho de esas inverosímiles características. El pueblo, de un día para otro, se había llenado de gente, porque también, personas de los pueblos vecinos venían a curiosear y comprobar si lo que decían era cierto. Y era cierto, no más. Las mujeres de Santa Lara, cuya belleza era ya archiconocida, se habían vuelto rubias. Sí, rubias, de un día para el otro, inexplicablemente, rubias. Por eso, además del periodismo que venía a registrar ese fenómeno, habían arribado al pueblo científicos y especialistas capilares para estudiar la metamorfosis sufrida por las mujeres y encontrar una respuesta a tales transformaciones.
Todo había comenzado un año antes, cuando Sofía Clariana, una joven del pueblo, se rapó la cabeza y al cabo de unas semanas su cabello comenzó a crecer rubio.
Sofía Clariana era una alumna egresada de la escuela técnica del pueblo. No había sido una alumna demasiado brillante. Introvertida, callada, aplicada, aunque sin sobresalir, aprobó siempre las materias con las calificaciones justas. Sin embargo, en las áreas de la naturaleza, obtuvo distinciones importantes. En las ferias del colegio, presentaba productos novedosos, interesantes. Una vez, inventó una sustancia para teñir de blanco las plumas de las palomas sin ocasionarles daño alguno, pero a nadie le interesó las palomas albinas, ¿para qué?, dijeron algunos, si las palomas nacen blancas, otras grises, otras marrones… ¿para qué forzarles un color que no tienen naturalmente?
Terminados los estudios secundarios, se encerró en un cuarto del fondo de su casa, que acondicionó como laboratorio. Allí pasaba horas, tras el microscopio, entre tubos de ensayo, entre preparados extraños y una gran variedad de plantas de la zona, algunas de las cuales, solo crecían en los campos que circundaban Santa Lara. Una de ellas, la “Alba secretorum”, vulgarmente conocida como “cola de carpintero”, que crecía en las laderas de las lomadas cercanas al convento de Santa Máxima de la Pomerania, era la que investigaba con profunda devoción. Se dedicó al estudio de estas hierbas, del grupo de las briófitas, cuyas esporas presentan una particularidad única en su especie: segregan una sustancia blanca en la etapa de la germinación. Sofía había descubierto algo en esa sustancia.
Durante años, Sofía pasó más de doce horas por día recluida en su taller; durante años no se dejó ver por las calles, ni por los lugares que frecuentaban los jóvenes del pueblo. Dedicó todas sus horas diurnas al estudio minucioso de sus plantas. En muchas ocasiones, solía verse a Sofía buscando y recogiendo plantas, hojas y raíces que observaba con una potente lupa y luego de seleccionadas, colocaba en recipientes con rótulos de distintos colores. Los muchachos y muchachas del pueblo se reían de ella, le hacían burla cuando entraba en el pueblo con su mochila y su colección de vegetales. Ella ni se enteraba de estas cuestiones, la indiferencia que demostraba parecía no ser de este mundo. Los jóvenes no la consideraban, ni la cortejaban, a pesar de ser una mujer bella, de figura esbelta y cabello larguísimo, negro y exageradamente brilloso. Ella misma preparaba sus cremas y champúes, con preparaciones innecesariamente secretas, ya que nadie prestaba atención a sus estúpidos entretenimientos, como decían en el pueblo, ni creían en la utilidad de sus actividades.
Una mañana, Sofía Clariana fue a la única peluquería del pueblo y se rapó. Las mujeres que se encontraban en el salón, miraron incrédulas a la chica cuando le dijo a la peluquera “quiero que me corte el cabello, todo, hasta quedar pelada”. Todos entendieron esa actitud como otra de sus excentricidades. Luego depiló todo su cuerpo, íntegramente, hasta las cejas y las pestañas, cortó al ras. Su madre la observaba preocupada, pero no le dijo nada; confiaba en ella, conocía su tenacidad y, secretamente, sabía que algo había descubierto. A los pocos días, una pelusilla blanca asomó en la cabeza y con el transcurrir del tiempo, un cabello fuerte, sano y rubio crecía, incesante. No solo la cabellera crecía blanca, sino sus cejas, sus pestañas, el vello púbico, el de los brazos y piernas. Sofía, ahora, era una muchacha rubia natural.
Su única amiga, Sarita, le preguntó cómo había logrado eso y le recriminó que no la hubiera tenido al tanto de sus proyectos.
-Te lo voy a contar- dijo Sofía- Pero, tenés que guardar el secreto… descubrí una sustancia que te hace crecer el pelo rubio, natural… logré hacer una pastilla…
- ¿Una pastilla?
-Así es, solo tenés que tomar una pastilla y te crece el pelo rubio, ¿ves?, como a mí.
-Damela- le pidió Sarita con la voracidad en la mirada- Quiero ser rubia.
Y Sofía se la dio. Y Sarita se la pasó a otra amiga, y esa amiga a otras amigas, y las amigas a otras amigas, y las amigas a sus madres y al cabo de unas semanas todas las mujeres del pueblo estaban peladas y al cabo de unos pocos meses, todas las mujeres de Santa Lara tenían una cabellera rubia natural, con sus cejas, sus pestañas y todos los pelos de su cuerpo. Los maridos y novios no salían de su estupor ante sus mujeres, amantes, hermanas, hijas, madres y hasta abuelas rubias. La noticia llegó hasta los pueblos cercanos y también los lejanos. El secreto de la pastilla se mantenía entre las mujeres, pero las evidencias hablaban por sí solas y provocaban interrogaciones, comentarios, sospechas y especulaciones de distinta naturaleza. Se rumoraba que las mujeres bebían una pócima que ‘Ña María les había proporcionado; que se ponían una tintura potente que había llegado de Francia y hasta que habían hecho un pacto con el diablo. Así fue como la noticia de la Epidemia blonda, como habían bautizado al extraño fenómeno, llegó hasta la gran ciudad y generó el aluvión de periodistas y científicos, además de psicólogos, sociólogos, antropólogos y todas las profesiones que terminan con “logo” y algunas otras que no incluyen ese sufijo en el lexema que las nombran, como las modelos y actrices frívolas, que llegaban a Santa Lara para conocer el secreto de las mujeres rubias y robarles la fórmula. Gran revuelo se armó en el pueblo. No había hoteles para albergar semejante cantidad de visitantes, apenas si contaban con un albergue de no más de diez habitaciones. La avenida de los palos borrachos se vio abarrotada de carpas que se instalaban sin ton ni son, ocupando la calzada e interrumpiendo el tránsito de tractores y camionetas que habitualmente pasaban. Las personas hacían sus necesidades en la rambla, al pie de los árboles y en los portales de los edificios públicos. La paz del pueblo se vio alterada y el, hasta entonces, ignorado pueblo era noticia en todos los canales de televisión.
Las mujeres andaban desesperadas tratando de conocer el secreto, todas querían ser rubias naturales, todas ansiaban las cejas blancas y la cabellera platinada. Hasta se rumoreaba que Anais, la madre superiora del convento, había tomado la pastilla, ya que, a pesar de no desprenderse nunca de su cofia, podían verse sus cejas inusualmente blancas. Eso decían las malas lenguas, aunque la virginal Anais superaba los ochenta años y era más creíble que sus cejas estuvieran platinadas por las canas que por la ingesta del medicamento.
Una mañana, llamaron a la puerta de la casa de Sofía Clariana; unos hombres que bajaron de un auto lujoso que nunca había sido visto por esos parajes de dios, buscaban hablar con la joven. Eran de un laboratorio internacional que venían a ofrecerle un negocio millonario a la precursora de tan genial e innovador hallazgo. Sofía tuvo que elegir entre conservar su fórmula en secreto o hacerse acreedora de los beneficios monetarios que le depararía una patente de invención de su medicamento cosmético. Sus ojos habían cambiado, delataban su avidez por el dinero y por la fama que le traería ventilar su secreto. Su madre, ahora rubia natural, le dijo que eligiera lo segundo, porque además de ser rubia, tendría un prestigio insospechado y sería dueña de una fortuna sin límites; muchacha, le aconsejó, aquí no hay una infraestructura para que produzcas las pastillas en grandes cantidades… el laboratorio las fabricará y se venderán en todo el mundo. Y la joven siguió el consejo de su madre.
Les dejo un cuento mío, espero que les guste, es algo así como un realismo mágico (o parecido) Transcurre en un pueblo que se llama Santa Lara que no es real, no existe, lo inventé para una serie de cuentos, "Los cuentos de Santa Lara"
Y llegaron los periodistas. Reporteros de todos los canales, cronistas de distintos diarios y revistas, locutores de radios, todos con sus micrófonos, sus grabadoras y, sobre todo, sus cámaras fotográficas y filmadoras. No querían perderse el extraño fenómeno de Santa Lara, el único lugar en el mundo donde se había producido un hecho de esas inverosímiles características. El pueblo, de un día para otro, se había llenado de gente, porque también, personas de los pueblos vecinos venían a curiosear y comprobar si lo que decían era cierto. Y era cierto, no más. Las mujeres de Santa Lara, cuya belleza era ya archiconocida, se habían vuelto rubias. Sí, rubias, de un día para el otro, inexplicablemente, rubias. Por eso, además del periodismo que venía a registrar ese fenómeno, habían arribado al pueblo científicos y especialistas capilares para estudiar la metamorfosis sufrida por las mujeres y encontrar una respuesta a tales transformaciones.
Todo había comenzado un año antes, cuando Sofía Clariana, una joven del pueblo, se rapó la cabeza y al cabo de unas semanas su cabello comenzó a crecer rubio.
Sofía Clariana era una alumna egresada de la escuela técnica del pueblo. No había sido una alumna demasiado brillante. Introvertida, callada, aplicada, aunque sin sobresalir, aprobó siempre las materias con las calificaciones justas. Sin embargo, en las áreas de la naturaleza, obtuvo distinciones importantes. En las ferias del colegio, presentaba productos novedosos, interesantes. Una vez, inventó una sustancia para teñir de blanco las plumas de las palomas sin ocasionarles daño alguno, pero a nadie le interesó las palomas albinas, ¿para qué?, dijeron algunos, si las palomas nacen blancas, otras grises, otras marrones… ¿para qué forzarles un color que no tienen naturalmente?
Terminados los estudios secundarios, se encerró en un cuarto del fondo de su casa, que acondicionó como laboratorio. Allí pasaba horas, tras el microscopio, entre tubos de ensayo, entre preparados extraños y una gran variedad de plantas de la zona, algunas de las cuales, solo crecían en los campos que circundaban Santa Lara. Una de ellas, la “Alba secretorum”, vulgarmente conocida como “cola de carpintero”, que crecía en las laderas de las lomadas cercanas al convento de Santa Máxima de la Pomerania, era la que investigaba con profunda devoción. Se dedicó al estudio de estas hierbas, del grupo de las briófitas, cuyas esporas presentan una particularidad única en su especie: segregan una sustancia blanca en la etapa de la germinación. Sofía había descubierto algo en esa sustancia.
Durante años, Sofía pasó más de doce horas por día recluida en su taller; durante años no se dejó ver por las calles, ni por los lugares que frecuentaban los jóvenes del pueblo. Dedicó todas sus horas diurnas al estudio minucioso de sus plantas. En muchas ocasiones, solía verse a Sofía buscando y recogiendo plantas, hojas y raíces que observaba con una potente lupa y luego de seleccionadas, colocaba en recipientes con rótulos de distintos colores. Los muchachos y muchachas del pueblo se reían de ella, le hacían burla cuando entraba en el pueblo con su mochila y su colección de vegetales. Ella ni se enteraba de estas cuestiones, la indiferencia que demostraba parecía no ser de este mundo. Los jóvenes no la consideraban, ni la cortejaban, a pesar de ser una mujer bella, de figura esbelta y cabello larguísimo, negro y exageradamente brilloso. Ella misma preparaba sus cremas y champúes, con preparaciones innecesariamente secretas, ya que nadie prestaba atención a sus estúpidos entretenimientos, como decían en el pueblo, ni creían en la utilidad de sus actividades.
Una mañana, Sofía Clariana fue a la única peluquería del pueblo y se rapó. Las mujeres que se encontraban en el salón, miraron incrédulas a la chica cuando le dijo a la peluquera “quiero que me corte el cabello, todo, hasta quedar pelada”. Todos entendieron esa actitud como otra de sus excentricidades. Luego depiló todo su cuerpo, íntegramente, hasta las cejas y las pestañas, cortó al ras. Su madre la observaba preocupada, pero no le dijo nada; confiaba en ella, conocía su tenacidad y, secretamente, sabía que algo había descubierto. A los pocos días, una pelusilla blanca asomó en la cabeza y con el transcurrir del tiempo, un cabello fuerte, sano y rubio crecía, incesante. No solo la cabellera crecía blanca, sino sus cejas, sus pestañas, el vello púbico, el de los brazos y piernas. Sofía, ahora, era una muchacha rubia natural.
Su única amiga, Sarita, le preguntó cómo había logrado eso y le recriminó que no la hubiera tenido al tanto de sus proyectos.
-Te lo voy a contar- dijo Sofía- Pero, tenés que guardar el secreto… descubrí una sustancia que te hace crecer el pelo rubio, natural… logré hacer una pastilla…
- ¿Una pastilla?
-Así es, solo tenés que tomar una pastilla y te crece el pelo rubio, ¿ves?, como a mí.
-Damela- le pidió Sarita con la voracidad en la mirada- Quiero ser rubia.
Y Sofía se la dio. Y Sarita se la pasó a otra amiga, y esa amiga a otras amigas, y las amigas a otras amigas, y las amigas a sus madres y al cabo de unas semanas todas las mujeres del pueblo estaban peladas y al cabo de unos pocos meses, todas las mujeres de Santa Lara tenían una cabellera rubia natural, con sus cejas, sus pestañas y todos los pelos de su cuerpo. Los maridos y novios no salían de su estupor ante sus mujeres, amantes, hermanas, hijas, madres y hasta abuelas rubias. La noticia llegó hasta los pueblos cercanos y también los lejanos. El secreto de la pastilla se mantenía entre las mujeres, pero las evidencias hablaban por sí solas y provocaban interrogaciones, comentarios, sospechas y especulaciones de distinta naturaleza. Se rumoraba que las mujeres bebían una pócima que ‘Ña María les había proporcionado; que se ponían una tintura potente que había llegado de Francia y hasta que habían hecho un pacto con el diablo. Así fue como la noticia de la Epidemia blonda, como habían bautizado al extraño fenómeno, llegó hasta la gran ciudad y generó el aluvión de periodistas y científicos, además de psicólogos, sociólogos, antropólogos y todas las profesiones que terminan con “logo” y algunas otras que no incluyen ese sufijo en el lexema que las nombran, como las modelos y actrices frívolas, que llegaban a Santa Lara para conocer el secreto de las mujeres rubias y robarles la fórmula. Gran revuelo se armó en el pueblo. No había hoteles para albergar semejante cantidad de visitantes, apenas si contaban con un albergue de no más de diez habitaciones. La avenida de los palos borrachos se vio abarrotada de carpas que se instalaban sin ton ni son, ocupando la calzada e interrumpiendo el tránsito de tractores y camionetas que habitualmente pasaban. Las personas hacían sus necesidades en la rambla, al pie de los árboles y en los portales de los edificios públicos. La paz del pueblo se vio alterada y el, hasta entonces, ignorado pueblo era noticia en todos los canales de televisión.
Las mujeres andaban desesperadas tratando de conocer el secreto, todas querían ser rubias naturales, todas ansiaban las cejas blancas y la cabellera platinada. Hasta se rumoreaba que Anais, la madre superiora del convento, había tomado la pastilla, ya que, a pesar de no desprenderse nunca de su cofia, podían verse sus cejas inusualmente blancas. Eso decían las malas lenguas, aunque la virginal Anais superaba los ochenta años y era más creíble que sus cejas estuvieran platinadas por las canas que por la ingesta del medicamento.
Una mañana, llamaron a la puerta de la casa de Sofía Clariana; unos hombres que bajaron de un auto lujoso que nunca había sido visto por esos parajes de dios, buscaban hablar con la joven. Eran de un laboratorio internacional que venían a ofrecerle un negocio millonario a la precursora de tan genial e innovador hallazgo. Sofía tuvo que elegir entre conservar su fórmula en secreto o hacerse acreedora de los beneficios monetarios que le depararía una patente de invención de su medicamento cosmético. Sus ojos habían cambiado, delataban su avidez por el dinero y por la fama que le traería ventilar su secreto. Su madre, ahora rubia natural, le dijo que eligiera lo segundo, porque además de ser rubia, tendría un prestigio insospechado y sería dueña de una fortuna sin límites; muchacha, le aconsejó, aquí no hay una infraestructura para que produzcas las pastillas en grandes cantidades… el laboratorio las fabricará y se venderán en todo el mundo. Y la joven siguió el consejo de su madre.