Les mando otro cuento, a pedido del público, jaja!. En este cuento la soberbia está tratado muy sutilmente. Seguro va en dos partes, porque no acepta textos largos. Cariños a todos! Los veo muy activos!
Elena y Casandra.
(La soberbia es uno de los signos de la ignorancia)
En Santa Lara la conocían como “la loca”. Solo así, nadie sabía su nombre, ni de dónde era oriunda, ni si tenía familiares, ni cuándo había llegado al pueblo. La loca estaba allí desde que todos los del pueblo tenían uso de razón, si es que en realidad usaban la razón en aquel pueblo de dios. ‘Ña María, que contaba con más de un siglo de vida, ignoraba su procedencia y eso que ella sabía todo de todos.
La loca era ducha en adivinación. Sabía lo que iba a ocurrir con antelación. Nunca aclaró cómo era que le venía el vaticinio, desconocíamos si ella lo sabía o no, pero eso no importaba demasiado, porque era portadora de un castigo: nadie le creía. Era objeto de risas, de burlas; le cantaban coplas alusivas a sus facultades augurales y la echaban de la plaza cuando divulgaba sus visiones nefastas. Pero la loca no se dejaba intimidar, cuando tenía algo que decir, se dirigía a la plaza, se acomodaba bajo los jacarandás y vociferaba sus predicciones. Se armaba un gran revuelo cuando todos vislumbraban la actuación de la loca. Los niños corrían bullangueros, atropellándose, empujándose entre ellos, riéndose a carcajadas; se instalaban en los bancos con los perros entre las piernas y se acomodaban como si fueran a presenciar una obra de teatro. Las mujeres acudían con los delantales, las chancletas y sus niños de pecho en los brazos. Los ancianos, parsimoniosos, arrastraban sus pies y llegaban a desbancar a los niños, ocupando ellos los poyos de piedra. Los hombres que alcanzaban a dejar sus tareas de las chacras o talleres, aparecían frotando sus manos con trapos enchastrados con la grasa y aceites de los tractores, los cigarrillos en sus bocas y el ojo entrecerrado por el humo que les subía. Todos se daban cita en el ágora santalariense, lugar de encuentro de todo tipo de evento.
Un mediodía hermoso de fines de verano, con un cielo azul, límpido y despejado, el sol brillando en el cenit, apareció la loca y se paró bajo los árboles florecidos. Las florecillas violetas caían como una lluvia dulce y cubrieron sus cabellos blancos y sus hombros huesudos. Allí, pronosticó que una granizada violenta caería sobre Santa Lara y destrozaría el trigo, cuya cosecha era inminente. Los hombres rieron, hablaban entre ellos calculando las posibilidades de una probable tormenta, el cielo estaba despejado, el sol incandescente desestimaba cualquier sospecha. Se rieron, los niños le sacaban la lengua, hasta los perros le ladraban a la loca. Esa noche, granizó con la furia de un dios enojado y destrozó gran parte de las espigas a punto de madurar.
En otra oportunidad, la loca auguró la desaparición del maestro. El maestro no se va, dijeron seguros. Don Joaquín, el maestro, se acercó a la mujer profeta y palmeándole el hombro, le comunicó que se quedara tranquila, que él no tenía pensado partir y que no estaba enfermo. Días después, una noche oscura, sin luna ni estrellas, un camión repleto de militares apareció en el pueblo, avanzó por la San Martín, la calleja central, y metiéndose con violencia en la casa de don Joaquín y se lo llevaron. Nunca más se lo vio por el pueblo.
Tantas otras veces ejecutó sus augurios y tantas otras fue ridiculizada por el pueblo, pero ella no se detenía ante el escepticismo de los pobladores, ella decía lo que tenía que decir costara lo que costase.
Un día, Elena la visitó. Su casa estaba al pie de las suaves ondulaciones, restos de las sierras arcaicas, cuyas cimas, alguna vez, tocaron los cielos. Lo pensó mucho, tenía miedo, mas… ella sospechaba que la loca tenía un don sobrenatural y podría ayudarla. Elena estaba enamorada, perdidamente enamorada. La idea de huir la acosaba, la tentaba; merodeaba su cabeza cada día, cada noche, cada momento. Su corazón se enloquecía al pensar en sus deseos; temía que su esposo advirtiera sus palpitaciones, que leyera sus pensamientos, que descubriera sus encuentros con su amante. Ya no podía ocupar la misma cama, no podía sentir el olor de su piel, ni soportar sus caricias. Todo eso era una tortura imposible de sobrellevar. No podía continuar así, deseando que algo le pasara en el trabajo o en el camino de regreso para dejarle la vía libre. La culpa la trastornaba. Le parecía que las chusmas la espiaban, que sabían de sus amores con el forastero. Él le había propuesto huir juntos, que lo siguiera en su travesía, que vivieran alocadamente su amor. Y ella se consumía en deseos de seguirlo; su interior era un fuego vivo, un ardor que solo calmaba con sus besos y caricias. Pero… era una decisión importante y en Santa Lara nadie tomaba decisiones importantes. De modo que, una mañana, después que su marido partió hacia la chacra, Elena salió de su casa, caminó por el camino de tierra que salía del pueblo, cruzó la alameda y los verdes campos de don Pascual. En la lejanía, podía ver la humilde casa, oculta entre unos espinillos y talas. Permaneció de pie un rato largo, a unos doscientos metros de la vivienda, dudando aún. La loca emergió de la tapera y recogió algunas cosas, acomodó otras, luego se sentó bajo un tala y descansó allí. Elena caminó lentamente y en unos minutos se halló al lado de la mujer. La loca estaba con los ojos cerrados y, sin abrirlos, preguntó:
- ¿A qué venís, mujer?
Elena se sorprendió, le pareció raro que no abriera los ojos. Como ella no contestaba, la loca la miró. Se miraron unos instantes. Una nube pasó fugaz y ensombreció los rostros. Fue solo una nube, el sol resplandeció otra vez.
- ¿A qué venís, mujer?- volvió a preguntar.
-Yo… quiero saber.
-Todos quieren saber, pero nadie cree… todos se ufanan de saber, pero nadie conoce.
-Yo no sé- titubeó Elena- No sé y quiero saber.
-Y ¿qué es lo que querés saber, mujer?
-No sé muy bien… cómo explicarlo… usted sabe que… yo…
- ¿Lo que algunos comentan?
- ¿Qué comentan?- preguntó sorprendida y desesperada.
-Vos sabrás…
Elena y Casandra.
(La soberbia es uno de los signos de la ignorancia)
En Santa Lara la conocían como “la loca”. Solo así, nadie sabía su nombre, ni de dónde era oriunda, ni si tenía familiares, ni cuándo había llegado al pueblo. La loca estaba allí desde que todos los del pueblo tenían uso de razón, si es que en realidad usaban la razón en aquel pueblo de dios. ‘Ña María, que contaba con más de un siglo de vida, ignoraba su procedencia y eso que ella sabía todo de todos.
La loca era ducha en adivinación. Sabía lo que iba a ocurrir con antelación. Nunca aclaró cómo era que le venía el vaticinio, desconocíamos si ella lo sabía o no, pero eso no importaba demasiado, porque era portadora de un castigo: nadie le creía. Era objeto de risas, de burlas; le cantaban coplas alusivas a sus facultades augurales y la echaban de la plaza cuando divulgaba sus visiones nefastas. Pero la loca no se dejaba intimidar, cuando tenía algo que decir, se dirigía a la plaza, se acomodaba bajo los jacarandás y vociferaba sus predicciones. Se armaba un gran revuelo cuando todos vislumbraban la actuación de la loca. Los niños corrían bullangueros, atropellándose, empujándose entre ellos, riéndose a carcajadas; se instalaban en los bancos con los perros entre las piernas y se acomodaban como si fueran a presenciar una obra de teatro. Las mujeres acudían con los delantales, las chancletas y sus niños de pecho en los brazos. Los ancianos, parsimoniosos, arrastraban sus pies y llegaban a desbancar a los niños, ocupando ellos los poyos de piedra. Los hombres que alcanzaban a dejar sus tareas de las chacras o talleres, aparecían frotando sus manos con trapos enchastrados con la grasa y aceites de los tractores, los cigarrillos en sus bocas y el ojo entrecerrado por el humo que les subía. Todos se daban cita en el ágora santalariense, lugar de encuentro de todo tipo de evento.
Un mediodía hermoso de fines de verano, con un cielo azul, límpido y despejado, el sol brillando en el cenit, apareció la loca y se paró bajo los árboles florecidos. Las florecillas violetas caían como una lluvia dulce y cubrieron sus cabellos blancos y sus hombros huesudos. Allí, pronosticó que una granizada violenta caería sobre Santa Lara y destrozaría el trigo, cuya cosecha era inminente. Los hombres rieron, hablaban entre ellos calculando las posibilidades de una probable tormenta, el cielo estaba despejado, el sol incandescente desestimaba cualquier sospecha. Se rieron, los niños le sacaban la lengua, hasta los perros le ladraban a la loca. Esa noche, granizó con la furia de un dios enojado y destrozó gran parte de las espigas a punto de madurar.
En otra oportunidad, la loca auguró la desaparición del maestro. El maestro no se va, dijeron seguros. Don Joaquín, el maestro, se acercó a la mujer profeta y palmeándole el hombro, le comunicó que se quedara tranquila, que él no tenía pensado partir y que no estaba enfermo. Días después, una noche oscura, sin luna ni estrellas, un camión repleto de militares apareció en el pueblo, avanzó por la San Martín, la calleja central, y metiéndose con violencia en la casa de don Joaquín y se lo llevaron. Nunca más se lo vio por el pueblo.
Tantas otras veces ejecutó sus augurios y tantas otras fue ridiculizada por el pueblo, pero ella no se detenía ante el escepticismo de los pobladores, ella decía lo que tenía que decir costara lo que costase.
Un día, Elena la visitó. Su casa estaba al pie de las suaves ondulaciones, restos de las sierras arcaicas, cuyas cimas, alguna vez, tocaron los cielos. Lo pensó mucho, tenía miedo, mas… ella sospechaba que la loca tenía un don sobrenatural y podría ayudarla. Elena estaba enamorada, perdidamente enamorada. La idea de huir la acosaba, la tentaba; merodeaba su cabeza cada día, cada noche, cada momento. Su corazón se enloquecía al pensar en sus deseos; temía que su esposo advirtiera sus palpitaciones, que leyera sus pensamientos, que descubriera sus encuentros con su amante. Ya no podía ocupar la misma cama, no podía sentir el olor de su piel, ni soportar sus caricias. Todo eso era una tortura imposible de sobrellevar. No podía continuar así, deseando que algo le pasara en el trabajo o en el camino de regreso para dejarle la vía libre. La culpa la trastornaba. Le parecía que las chusmas la espiaban, que sabían de sus amores con el forastero. Él le había propuesto huir juntos, que lo siguiera en su travesía, que vivieran alocadamente su amor. Y ella se consumía en deseos de seguirlo; su interior era un fuego vivo, un ardor que solo calmaba con sus besos y caricias. Pero… era una decisión importante y en Santa Lara nadie tomaba decisiones importantes. De modo que, una mañana, después que su marido partió hacia la chacra, Elena salió de su casa, caminó por el camino de tierra que salía del pueblo, cruzó la alameda y los verdes campos de don Pascual. En la lejanía, podía ver la humilde casa, oculta entre unos espinillos y talas. Permaneció de pie un rato largo, a unos doscientos metros de la vivienda, dudando aún. La loca emergió de la tapera y recogió algunas cosas, acomodó otras, luego se sentó bajo un tala y descansó allí. Elena caminó lentamente y en unos minutos se halló al lado de la mujer. La loca estaba con los ojos cerrados y, sin abrirlos, preguntó:
- ¿A qué venís, mujer?
Elena se sorprendió, le pareció raro que no abriera los ojos. Como ella no contestaba, la loca la miró. Se miraron unos instantes. Una nube pasó fugaz y ensombreció los rostros. Fue solo una nube, el sol resplandeció otra vez.
- ¿A qué venís, mujer?- volvió a preguntar.
-Yo… quiero saber.
-Todos quieren saber, pero nadie cree… todos se ufanan de saber, pero nadie conoce.
-Yo no sé- titubeó Elena- No sé y quiero saber.
-Y ¿qué es lo que querés saber, mujer?
-No sé muy bien… cómo explicarlo… usted sabe que… yo…
- ¿Lo que algunos comentan?
- ¿Qué comentan?- preguntó sorprendida y desesperada.
-Vos sabrás…