Reflexionando
(Huellas I)
Hoy iba caminando hacia mi trabajo, feliz porque la vida me sonríe. Y la vida me sonríe porque yo le permito que me sonría. La ecuación es simple: le permito y me sonríe. Podría conspirar contra la risa de la vida, pero no lo hago. Sería tonta, aunque hay gente que lo hace. Hay gente tonta. Bueno, me voy del tema. Miraba el suelo, porque mi abuela solía decirme que las mujeres decentes deben mirar al suelo cuando van por las calles. ¿Por qué, abuela? Porque encontrarse de frente con la mirada de los hombres es muy perturbador. Deduje que la mirada de los hombres perturba. Yo quería que me perturbe, nunca me había sentido perturbada y quería sentir perturbación de una buena vez. Repito mucho las palabras, es porque estoy pensando. Igual, yo le hacía caso a mi abuela y miraba el suelo, porque siempre lo hacía y una vez me encontré un billete, no era mucho dinero pero me alcanzó para comprarme un chocolate con almendras, de los grandes. Me encantan los chocolates con almendras. Y otro día me encontré una cadenita que creí que era de oro, pero al final resultó ser una baratija. También me encontré los documentos de una pobre señora que estaba desesperada buscándolos y me sentí bien por habérselos devuelto. Nunca había encontrado algo valioso; ni siquiera la perturbación. Ni algo valioso ni perturbación. Qué destino el mío. Nada de valor. Hasta este día. Este día fue distinto porque se distinguió. Distinto, distinguir. Bueno, iba caminando, mirando el suelo y me encontré con algo que no era… ya no era, había sido. Era y no era. ¿Entienden? Me encontré una huella. Un rastro de lo que pasó, de lo que fue. No es imposible encontrarse con una huella, además era una huella hermosa. Era la huella de un perro, perfecta, hermosa, parecía un dibujito, allí, estampada en la vereda. Eterna, estática, una huella de un perro que pasó y quizás ya no esté en este mundo, pero que, otrora, caminó por el cemento fresco dejando su marca. Era… un fósil. Lo más lindo era que, en su concavidad de cemento, se habían acumulado las perfumadas florcitas del tilo. Así que era una huella del color del tilo, amarillo, ocre. Amarillo apagado. Y perfumado. Me detuve y observé la imagen que me pareció una obra de arte. Me sentí frustrada porque no podía llevármela, no podía extraerla de su tumba perpetua. La huella quedaría allí para siempre y, tal vez, dentro de cientos o miles de años, sería estudiada y analizada por investigadores que tratarían de llevarse el bloque de cemento con la huella a un museo. Me acordé de un verano. Yo estaba en la playa y caminaba por la arena, cerca del mar. Era el último día de mi estadía en el mar y quería recordarlo durante el invierno. Mis pies dejaban las huellas y me gustó verlas, entonces empecé a caminar en círculos dejando las huellas bien marcadas. Quería dejar mi presencia en la playa y que durara todo el invierno. Para estar ahí, que algo de mí permaneciera en la playa. Eran mis pies en la playa. Me senté a observarlas orgullosa y las olas traían el agua que cada vez se acercaban más a las huellas y comenzó a borrarlas. Al ratito, el mar había borrado todas las huellas. No quedó nada. Me entristecí, ya no había vestigios de mi paso por aquel lugar, ya nadie sabría que yo había pasado. Ahora que había visto las huellas del perro, me pregunté cómo es posible que un ser inferior, ínfimo como el animal, como el perro haya dejado su presencia en la acera, para siempre y yo no pude hacer perdurar mi presencia en la playa. Hasta los seres más nimios, más intrascendentes dejan su huella en este mundo. A veces, uno se cree importante; más importante que un perro o que un pájaro o que una hormiga o que otra persona. Todos podemos dejar una huella. Y dejar que se llene de flores. Aunque el mar las borre, aunque sea efímera. El mar supo de mí, como la vereda supo del perro. Solo que no se ve. A veces, no las vemos.
¿Supo el dinosaurio de sus huellas?
(D/R)
(Huellas I)
Hoy iba caminando hacia mi trabajo, feliz porque la vida me sonríe. Y la vida me sonríe porque yo le permito que me sonría. La ecuación es simple: le permito y me sonríe. Podría conspirar contra la risa de la vida, pero no lo hago. Sería tonta, aunque hay gente que lo hace. Hay gente tonta. Bueno, me voy del tema. Miraba el suelo, porque mi abuela solía decirme que las mujeres decentes deben mirar al suelo cuando van por las calles. ¿Por qué, abuela? Porque encontrarse de frente con la mirada de los hombres es muy perturbador. Deduje que la mirada de los hombres perturba. Yo quería que me perturbe, nunca me había sentido perturbada y quería sentir perturbación de una buena vez. Repito mucho las palabras, es porque estoy pensando. Igual, yo le hacía caso a mi abuela y miraba el suelo, porque siempre lo hacía y una vez me encontré un billete, no era mucho dinero pero me alcanzó para comprarme un chocolate con almendras, de los grandes. Me encantan los chocolates con almendras. Y otro día me encontré una cadenita que creí que era de oro, pero al final resultó ser una baratija. También me encontré los documentos de una pobre señora que estaba desesperada buscándolos y me sentí bien por habérselos devuelto. Nunca había encontrado algo valioso; ni siquiera la perturbación. Ni algo valioso ni perturbación. Qué destino el mío. Nada de valor. Hasta este día. Este día fue distinto porque se distinguió. Distinto, distinguir. Bueno, iba caminando, mirando el suelo y me encontré con algo que no era… ya no era, había sido. Era y no era. ¿Entienden? Me encontré una huella. Un rastro de lo que pasó, de lo que fue. No es imposible encontrarse con una huella, además era una huella hermosa. Era la huella de un perro, perfecta, hermosa, parecía un dibujito, allí, estampada en la vereda. Eterna, estática, una huella de un perro que pasó y quizás ya no esté en este mundo, pero que, otrora, caminó por el cemento fresco dejando su marca. Era… un fósil. Lo más lindo era que, en su concavidad de cemento, se habían acumulado las perfumadas florcitas del tilo. Así que era una huella del color del tilo, amarillo, ocre. Amarillo apagado. Y perfumado. Me detuve y observé la imagen que me pareció una obra de arte. Me sentí frustrada porque no podía llevármela, no podía extraerla de su tumba perpetua. La huella quedaría allí para siempre y, tal vez, dentro de cientos o miles de años, sería estudiada y analizada por investigadores que tratarían de llevarse el bloque de cemento con la huella a un museo. Me acordé de un verano. Yo estaba en la playa y caminaba por la arena, cerca del mar. Era el último día de mi estadía en el mar y quería recordarlo durante el invierno. Mis pies dejaban las huellas y me gustó verlas, entonces empecé a caminar en círculos dejando las huellas bien marcadas. Quería dejar mi presencia en la playa y que durara todo el invierno. Para estar ahí, que algo de mí permaneciera en la playa. Eran mis pies en la playa. Me senté a observarlas orgullosa y las olas traían el agua que cada vez se acercaban más a las huellas y comenzó a borrarlas. Al ratito, el mar había borrado todas las huellas. No quedó nada. Me entristecí, ya no había vestigios de mi paso por aquel lugar, ya nadie sabría que yo había pasado. Ahora que había visto las huellas del perro, me pregunté cómo es posible que un ser inferior, ínfimo como el animal, como el perro haya dejado su presencia en la acera, para siempre y yo no pude hacer perdurar mi presencia en la playa. Hasta los seres más nimios, más intrascendentes dejan su huella en este mundo. A veces, uno se cree importante; más importante que un perro o que un pájaro o que una hormiga o que otra persona. Todos podemos dejar una huella. Y dejar que se llene de flores. Aunque el mar las borre, aunque sea efímera. El mar supo de mí, como la vereda supo del perro. Solo que no se ve. A veces, no las vemos.
¿Supo el dinosaurio de sus huellas?
(D/R)