Hola, gente! Mucho tiempo hace que no entro, estuve tan ocupada, estudiando y trabajando! Hermosas historias estoy leyendo en este foro, poco a poco voy a ir poniéndome al día! Ignacio: hermosa la fiesta de "La corrida de las cintas", muy romántico, una celebración que no debería perderse. Me gustó mucho lo de las cintas de colores y el objeto general de la fiesta. Por estas tierras que habito, no hay muchas celebraciones populares, las ciudades populosas no mantienen esas tradiciones.
Les dejo un texto mío, a propósito del otoño que ya ha comenzado en mi tierra. Ustedes ya han entrado en la primavera.
Espero que les guste mi cuento.
Pasa un ángel
Cada estación del año tiene sus propias particularidades, sus sellos distintivos, sus especiales sinfonías. Pero, el otoño tiene magia. Tiene una alquimia que parece adobada en enigmáticos crisoles. Así es. Fijo mi atención en las hojas. Estas se tornan de colores brillantes, a pesar de su encantadora muerte. La ciudad parece disfrazarse en variopintos atavíos, fugaces, perennes; celestiales salmodias, que trae la brisa, tañen en vespertinos intervalos. El liquidámbar muda colores que van del verde al rojo intenso y luego al negro. El Ginkgo bilova dora sus minúsculos abanicos. El tilo arroja sus semillas y amarillean las hojas. Las alamedas resisten sus ocres en esqueléticas nervaduras. El otoño es una fiesta áurea.
Cuando camino por las calles, miro los árboles. Las hojas caen de diversas maneras. A veces, si el viento arrecia, zamarrea las ramas y las hojas caen irremediables; se precipitan en bandadas, en colectivos alocados, como si quisieran continuar hermanadas más allá de la muerte. Todas juntas llegan al suelo, cientos de ellas, tapizando las veredas de una hojarasca ambarina que el viento barre y arremolina.
O si no, la lluvia desprende con sus frías caricias las hojas, relenteciéndolas en mezclas orgánicas que se adhieren a las suelas de los zapatos. Otras veces, las hojas caen en lenta agonía, perseverante, en una costumbre incesante de mágico desprendimiento, en rituales reglamentarios y cíclicos.
Pero, hay un momento, que yo considero especial y único, desprovisto de todas las señales físicas y cotidianas; un momento en que las condiciones de la tarde (porque esto sucede solo por las tardes) son óptimas para un hecho singular: sin viento ni brisa alguna que agite las hojas, silencio en las calles, soledad, tiempo detenido. Y, como si una demiúrgica exhalación, agitara las moléculas del aire, las hojas caen produciendo un leve rumor, un salmo deshidratado; caen como vuelos inmateriales que buscan la tierra. Lo he visto en escasas oportunidades y soy afortunada por ser testigo de ese momento. Sumido en el silencio urbano, un llanto de hojas amarillas y desamparadas desciende sin la ayuda del ausente viento. Pasa un ángel. Siento su presencia. Solo un ángel puede, con su halo sagrado, provocar una precipitación de hojas amarillas; decenas de hojitas que caen simultáneas, en una sacra hermandad, en secretas danzas. Son solo unos momentos, unos breves segundos, luego de los cuales, se detiene. Sí, pasan los ángeles cuando las hojas se caen sin viento, sin lluvia, sin testigos; en afásicos ángelus, en horas de clausura. Caen sin sospechar que alguien las espió, profanando así, su destino indescifrable e ineludible. Yo he visto pasar un ángel… lo he visto, cuando las hojas sucumben indiferentes. Solo yo conozco el secreto.
Los seguiré leyendo, hay mucho acá para compartir!
Cariños a todos los que escriben en este foro!
Lilian
Les dejo un texto mío, a propósito del otoño que ya ha comenzado en mi tierra. Ustedes ya han entrado en la primavera.
Espero que les guste mi cuento.
Pasa un ángel
Cada estación del año tiene sus propias particularidades, sus sellos distintivos, sus especiales sinfonías. Pero, el otoño tiene magia. Tiene una alquimia que parece adobada en enigmáticos crisoles. Así es. Fijo mi atención en las hojas. Estas se tornan de colores brillantes, a pesar de su encantadora muerte. La ciudad parece disfrazarse en variopintos atavíos, fugaces, perennes; celestiales salmodias, que trae la brisa, tañen en vespertinos intervalos. El liquidámbar muda colores que van del verde al rojo intenso y luego al negro. El Ginkgo bilova dora sus minúsculos abanicos. El tilo arroja sus semillas y amarillean las hojas. Las alamedas resisten sus ocres en esqueléticas nervaduras. El otoño es una fiesta áurea.
Cuando camino por las calles, miro los árboles. Las hojas caen de diversas maneras. A veces, si el viento arrecia, zamarrea las ramas y las hojas caen irremediables; se precipitan en bandadas, en colectivos alocados, como si quisieran continuar hermanadas más allá de la muerte. Todas juntas llegan al suelo, cientos de ellas, tapizando las veredas de una hojarasca ambarina que el viento barre y arremolina.
O si no, la lluvia desprende con sus frías caricias las hojas, relenteciéndolas en mezclas orgánicas que se adhieren a las suelas de los zapatos. Otras veces, las hojas caen en lenta agonía, perseverante, en una costumbre incesante de mágico desprendimiento, en rituales reglamentarios y cíclicos.
Pero, hay un momento, que yo considero especial y único, desprovisto de todas las señales físicas y cotidianas; un momento en que las condiciones de la tarde (porque esto sucede solo por las tardes) son óptimas para un hecho singular: sin viento ni brisa alguna que agite las hojas, silencio en las calles, soledad, tiempo detenido. Y, como si una demiúrgica exhalación, agitara las moléculas del aire, las hojas caen produciendo un leve rumor, un salmo deshidratado; caen como vuelos inmateriales que buscan la tierra. Lo he visto en escasas oportunidades y soy afortunada por ser testigo de ese momento. Sumido en el silencio urbano, un llanto de hojas amarillas y desamparadas desciende sin la ayuda del ausente viento. Pasa un ángel. Siento su presencia. Solo un ángel puede, con su halo sagrado, provocar una precipitación de hojas amarillas; decenas de hojitas que caen simultáneas, en una sacra hermandad, en secretas danzas. Son solo unos momentos, unos breves segundos, luego de los cuales, se detiene. Sí, pasan los ángeles cuando las hojas se caen sin viento, sin lluvia, sin testigos; en afásicos ángelus, en horas de clausura. Caen sin sospechar que alguien las espió, profanando así, su destino indescifrable e ineludible. Yo he visto pasar un ángel… lo he visto, cuando las hojas sucumben indiferentes. Solo yo conozco el secreto.
Los seguiré leyendo, hay mucho acá para compartir!
Cariños a todos los que escriben en este foro!
Lilian