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En la Vega, de los carros más que mulas o burros, tiraban de ellos vacas, (la yunta).
Siempre admiré la fuerza de estos animales, que a camino pausado (las vacas poco corren, sólo cuando “cucan”) arrastraban esos carros que bien dices ya están en desuso, algunos pudriéndose en las casillas, otros descoyuntados en piezas y reciclados a modo de porteras, mesas, o sabe Dios.
Según discurría el verano, las estaciones del año, las cargas de los carros variaban, y así veíamos pasar la cosecha del heno, la del centeno, el estiércol, la leña, las patatas... y me cuentan que más de un carro de piedras (esas piedras que tanto te gustan), bajaron de la Serrota para construir casas o casillas.
Y no pocas carreras nos echábamos cuando pasaba un carro desocupado para montarnos e ir sobre él aunque fuera sólo unos metros, las calles no estaba asfaltadas entonces, ni tampoco los caminos, y cada vez que el carro pillaba una piedra, o un bache, por aquello de que carecían de amortiguación era como una montaña rusa los saltos que dabas, tenías que ir bien agarrada a sus “estacones” para no caer, y tener buen cuidado de no tener la lengua entre los dientes, porque del golpe te mordías seguro.
Desgraciadamente no conservamos el carro que tuvo mi abuelo, le vendió seguramente cuando vino a Madrid.
¡Ya ves!, ¡aquí todo está de paso!, y algún día nosotros también seremos memoria más o menos desvencijada...
Saludos, besos y abrazos
Siempre admiré la fuerza de estos animales, que a camino pausado (las vacas poco corren, sólo cuando “cucan”) arrastraban esos carros que bien dices ya están en desuso, algunos pudriéndose en las casillas, otros descoyuntados en piezas y reciclados a modo de porteras, mesas, o sabe Dios.
Según discurría el verano, las estaciones del año, las cargas de los carros variaban, y así veíamos pasar la cosecha del heno, la del centeno, el estiércol, la leña, las patatas... y me cuentan que más de un carro de piedras (esas piedras que tanto te gustan), bajaron de la Serrota para construir casas o casillas.
Y no pocas carreras nos echábamos cuando pasaba un carro desocupado para montarnos e ir sobre él aunque fuera sólo unos metros, las calles no estaba asfaltadas entonces, ni tampoco los caminos, y cada vez que el carro pillaba una piedra, o un bache, por aquello de que carecían de amortiguación era como una montaña rusa los saltos que dabas, tenías que ir bien agarrada a sus “estacones” para no caer, y tener buen cuidado de no tener la lengua entre los dientes, porque del golpe te mordías seguro.
Desgraciadamente no conservamos el carro que tuvo mi abuelo, le vendió seguramente cuando vino a Madrid.
¡Ya ves!, ¡aquí todo está de paso!, y algún día nosotros también seremos memoria más o menos desvencijada...
Saludos, besos y abrazos
