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SAN MARTIN DE LA VEGA DEL ALBERCHE: Hace muchos años, la primera vez que visité San Martín...

Hace muchos años, la primera vez que visité San Martín de la Vega del Alberche, su largo nombre y apellidos en el primer cartel de carretera que rebasé me pusieron en guardia, tanto que paré un momento para comprobar si tenía que seguir leyendo por detrás. En efecto, todo era pequeño, pero a lo grande, como insinuaban las dimensiones del cartel, y con muchas piedras por todas partes. En las fechas de mi visita, la primavera empezaba a abrir sus puertas al pequeño paraíso de la Vega. Después de varios años sin volver a su pueblo, mi suegra retozaba entre las piedras como niños en el recreo. Mi suegro era de Madrid, pero la comprendía, él nació en una villa algo más grande...

La primera rebelión de las piedras contra este forastero que suscribe, la sufrieron los cimientos de mi coche cuando entré confiado en la calle principal, antes de esbozar los buenos días. Y aquí empezó nuestra pétrea conversación para tratar de colocar las piedras en su sitio y mi coche en el suyo; así que para complacerlas lo aparqué en una verde y florida pradera que me indicaron. ¡Toma ya, en zona verde, con flores y sin parquímetros! (pedorretas para el enemigo). El coche dejó de temblar de miedo, se tranquilizó, descansó y lo agradeció; nunca había tenido tantas flores bajo sus intimidades. Gracias, piedras, de su parte.

Las piedras tenían la cabeza muy dura; los primeros días, eran un poco frescas y descaradas con los forasteros; al contrario que los paseantes que contemplábamos sus calles y sus esculpidos bustos de piedra con humildad, respeto, admiración y placer, mientras nos cruzábamos con vacas, ovejas y cabras que nos saludaban con amables sonrisas camino de su diario recreo en la Vega. Y las piedras siguieron con las suyas. Entré en otra calle del pueblo de puntillas y con sigilo, pero con firme decisión. Me sentía valiente ante tan testarudas enemigas. Las penetrantes miradas de las inmóviles piedras de las paredes se clavaban en mis ojos a cada paso que daba. Me detuve, y les hice frente con los míos, pero no se arrugaron ante el reto de mi osadía. Piedras inertes de vida eterna que, inmutables en el tiempo, me miraban, me sobrecogían y me empequeñecían, pero no sonreían. Me acerqué a ellas lentamente, el rocío matutino decoraba en su frío rostro sentidas lágrimas heladas. Acaricié sus mejillas, y sentí un extraño escalofrío que me hizo pensar profundamente, si es que pienso...

Y pensé a mi manera. Algo importante había ocurrido en los meses previos al lejano nacimiento del pueblo. La colocación de las piedras en las casas no tenía orden ni concierto, ni era lógica. Mamá Geometría estaba en la boda de uno de sus teoremas. Probablemente, algún elemento natural precipitó la construcción de las primeras viviendas, ante la inminencia de graves catásfrofes cíclicas anticipadas por los viejos sabios del grupo humano recién llegado, como intensas y largas nevadas, que harían inhabitables durante mucho tiempo la Vega, los alrededores y los caminos, careciendo del cobijo de sus casas y del sustento para humanos y animales. En asentamientos posteriores, las nuevas poblaciones que llegaron debieron apreciar que las casas antes construídas, con muchas prisas y poco esmero, eran muy confortables y resistentes, y que el rudimentario juego de petancas de piedra, que utlizaban los albañiles de la época para lanzar certeramente cada piedra a su sitio, ofrecía mayor seguridad, protección y productividad, además de ahorrarse el enlucido y blanqueado habituales, quedando con una original decoración de indisciplinadas piedras en relieve acordes con el entorno. Por este motivo, y por los contratos basura de los inexpertos aprendices que cobraban en especie, creo que los bustos de las fachadas no tienen caras de buenos amigos, al menos durante los primeros días.

La hospitalidad de los primeros pobladores vegatos con sus nuevos vecinos, para que vivieran temporalmente en sus casas hasta tener las suyas terminadas entre todos, como se hacía antiguamente, fue determinante para acelerar, unificar y simplificar el estilo y forma de construccíón, que ya estaba homologado y experimentado por el consejo de ancianos de sus más primitivos habitantes.

Para terminar por ahora, reconocer que comí y cené para un mes, por lo menos. Y dormí en un colchón de no sé cuantas ovejas, porque no me dio tiempo a contarlas.

Un abrazo.