¡Grítenme piedras del campo! ¿Os suena? Pues sigamos, luego la cantamos y amansamos las piedras.
Aquella mañana imité a don Quijote... La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta...
Así ha sido, las ovejas me empujaron de la cama y las piedras me llamaban a su lado. Me asomé a la ventana, la Aurora desperezaba al Sol. Una tenue colcha de neblina azulada cubría el pueblo; las vacas, recién peinadas, colocándose el cencerro para dar la hora; las ovejas, entonando sin partituras en la clase de solfeo; las luces de las farolas, recogiendo velas para irse a dormir; sus habitantes, con el gorrito puesto en la cabeza y la almohada encima; las piedras, en vela, con lágrimas de rocío acariciando sus mejillas. Entre paz, silencio y el quiquiriquí trompetero de un gallo chuleta, las revoltosas gallinas revolotean, protestan y discuten en sus pedestales, reclamando a picotazos el desayuno para empujar a sus huevos antes de que llegue el comprador.
Salí a la calle cuando el Sol se había quitado su pijama de colores. Hoy parecía buen día, las piedras me esperaban sonrientes, alegrándome la mañana. Me acerqué hacia ellas para saludarlas. Llegando a su lado, observé algo muy extraño en una de las piedras. Parecía mucho más joven que las demás, a pesar de tener la misma edad. Tenía un atractivo color sonrosado que irradiaba juventud y belleza, como si tuviera la bonita edad de 20 años y estuviera recién maquillada como una novia. La piedra percibió mi desconcierto, sonriendo con benevolente malicia, así como con amable y cariñoso semblante de complicidad y confidencia... (¡Qué cosas me pasan, pensé; yo ligando con una piedra, por muy guapa que sea!). Me contó algo en lo que yo no había reparado (¡los hombres no nos enteramos nunca de ná...!), explicándome que ella era algo más bajita de estatura que las demás, y que le pidió al albañil que la estaba colocando en la pared el favor de buscar una cuña o trozo pequeño de otra piedra del mismo tono grisáceo, para colocarla en la parte baja y así estar a la misma altura que sus restantes amigas. El albañil, que no era perfecto, pero sí daltónico y medio sordo, le entregó la primera piedra que encontró, pero era rosa; así que atendió su deseo sin tener en cuenta el color, colocándola y nivelándola a la misma altura que las demás. Con el paso de los años, la pequeña piedra suplementaria se fue erosionando muy lentamente, desprendiendo y acumulando unas pequeñísimas partículas sonrosadas impregnadas de delicadas fragancias silvestres de rocas y flores de la Vega, que cautivaron a la presumida piedra desde el primer día. Según me confirmó al oído, ella era muy coqueta porque todavía se consideraba muy joven, y le gustaba estar siempre muy arregladita, como dicen las mujeres, maquillándose todas las mañanas antes del amanecer con la rústica polvera sonrosada creada por la erosión.
Un poco resabiado, desconcertado y mosqueado, me marché dando patadas a todas las piedras del suelo que aún no se habían despertado, hasta que llegué a mi coche y se lo conté siete veces, pero todavía estaba roncando, así que le aticé una patada en los “morros” del radiador y me fui al río a lavarme la cara y a coger berros. Y mañana será otro día...
Otro abrazo...
Aquella mañana imité a don Quijote... La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta...
Así ha sido, las ovejas me empujaron de la cama y las piedras me llamaban a su lado. Me asomé a la ventana, la Aurora desperezaba al Sol. Una tenue colcha de neblina azulada cubría el pueblo; las vacas, recién peinadas, colocándose el cencerro para dar la hora; las ovejas, entonando sin partituras en la clase de solfeo; las luces de las farolas, recogiendo velas para irse a dormir; sus habitantes, con el gorrito puesto en la cabeza y la almohada encima; las piedras, en vela, con lágrimas de rocío acariciando sus mejillas. Entre paz, silencio y el quiquiriquí trompetero de un gallo chuleta, las revoltosas gallinas revolotean, protestan y discuten en sus pedestales, reclamando a picotazos el desayuno para empujar a sus huevos antes de que llegue el comprador.
Salí a la calle cuando el Sol se había quitado su pijama de colores. Hoy parecía buen día, las piedras me esperaban sonrientes, alegrándome la mañana. Me acerqué hacia ellas para saludarlas. Llegando a su lado, observé algo muy extraño en una de las piedras. Parecía mucho más joven que las demás, a pesar de tener la misma edad. Tenía un atractivo color sonrosado que irradiaba juventud y belleza, como si tuviera la bonita edad de 20 años y estuviera recién maquillada como una novia. La piedra percibió mi desconcierto, sonriendo con benevolente malicia, así como con amable y cariñoso semblante de complicidad y confidencia... (¡Qué cosas me pasan, pensé; yo ligando con una piedra, por muy guapa que sea!). Me contó algo en lo que yo no había reparado (¡los hombres no nos enteramos nunca de ná...!), explicándome que ella era algo más bajita de estatura que las demás, y que le pidió al albañil que la estaba colocando en la pared el favor de buscar una cuña o trozo pequeño de otra piedra del mismo tono grisáceo, para colocarla en la parte baja y así estar a la misma altura que sus restantes amigas. El albañil, que no era perfecto, pero sí daltónico y medio sordo, le entregó la primera piedra que encontró, pero era rosa; así que atendió su deseo sin tener en cuenta el color, colocándola y nivelándola a la misma altura que las demás. Con el paso de los años, la pequeña piedra suplementaria se fue erosionando muy lentamente, desprendiendo y acumulando unas pequeñísimas partículas sonrosadas impregnadas de delicadas fragancias silvestres de rocas y flores de la Vega, que cautivaron a la presumida piedra desde el primer día. Según me confirmó al oído, ella era muy coqueta porque todavía se consideraba muy joven, y le gustaba estar siempre muy arregladita, como dicen las mujeres, maquillándose todas las mañanas antes del amanecer con la rústica polvera sonrosada creada por la erosión.
Un poco resabiado, desconcertado y mosqueado, me marché dando patadas a todas las piedras del suelo que aún no se habían despertado, hasta que llegué a mi coche y se lo conté siete veces, pero todavía estaba roncando, así que le aticé una patada en los “morros” del radiador y me fui al río a lavarme la cara y a coger berros. Y mañana será otro día...
Otro abrazo...