Durante largo tiempo, con mi mirada ensimismada en el fluir del río, sentía la idéntica y extraña atracción que estando frente al mar contemplando el infinito, donde los más profundos pensamientos se vuelven difusos y las preguntas mayúsculas. Es algo inevitable que aún perdura dentro de mí después de millones de años. Debe ser cierto que abandoné la casa de los peces para ir en busca de chuletones de la Vega, con un palo en una mano y una piedra en la otra.
Me levanté de la piedra junto al río, acercándome hacia su orilla para despedirme de unas aguas que jamás volverán a discurrir por el mismo cauce, según nos contó el griego Heráclito. Paseando curso arriba por las verdes alfombras de sus orillas llegué al puente. Entré en él para contemplar desde sus balcones los dos ríos: el que llegaba alegre y juguetón por uno, y el que salía triste y rezagado por el otro presintiendo el final de su vida.
Al salir del puente, me encontré con un vegato y su burro cargado de piedras. Como suele ocurrir en el campo, los deseos de conversación brotan inmediatamente, con ganas de saber primero y de contar después. Invertí su técnica hablando con el burro y preguntando por las piedras. Para compensar un poco la conversación, le conté que mi suegra era vegata, y que por este motivo he visitado con frecuencia el pueblo. Unas veces viajando por Avila, y otras por el Puerto del Pico (el que más me gusta por los paisajes, las fuentes y la calzada romana).
Le sacudió tal manotazo al burro que empezó a hacer pucheros, echando los tres a andar como buenos amigos camino del pueblo. Me dijo que él era Lolo “el del burro” por su cariño a estos animales. Según me contó, recogía piedras con el burro para reparaciones de las casas. Se consideraba un experto en encontrar las piedras más bellas para las restauraciones más delicadas, deteniendo el burro para demostrármelo. Y realmente era cierto, tenía buen ojo y buenas manos para remover piedras en las orillas del río y en su propio curso, hasta descubrir las que estaban mejor pulidas por el agua y la arena, sin aristas ni deformaciones desagradables estéticamente. Me pidió acompañarle hasta su calle para mostrarme la última restauración realizada, y hacia allí caminaba el burro, que tenía buenas orejas para escuchar lo suyo y lo ajeno. Al llegar a su calle y a su casa, simulé una gran sorpresa (A-193 nos anticipó la buena noticia). En una ventana próxima a Rosalito, se encuentra el dormitorio de Lolo “el del burro” y su “Veneno” (así llama cariñosamente a su señora Paca que, por cierto, según me relató le hace unas patatas machaconas que no creo conveniente perder las amistades con el matrimonio). Lolo se queja de que su señora Paca le reprocha continuamente que es un cotillo, porque siempre está con los visillos de la ventana serigrafiados en su cara, así que el dueño del burro estaba “casualmente” al día de los amores de Rosalito y su desamor con el pedrusco.
Sin hablar, pero con una gran sonrisa, señala con su dedo de la nariz a Rosalito y al pedrusco que está a su lado, preguntándome mi parecer sobre su trabajo. Me mostré sinceramente admirado y complacido por su arte, y mucho más por haber sido capaz de tener tal sensibilidad para reflejar sentimientos de enamorados en una piedra, como los Amantes de Teruel, aunque algo más vivos y efectivos a la hora de la verdad. Lolo me confesó que había derramado muchas lágrimas escuchando y sufriendo en silencio detrás de su ventana. Antes del amanecer, despertó a su burro para buscar al amado pedrusco de Rosalito, sin importarle nada llevarlo atado en un burro hacia su amada. Entre las coces del burro y el cincel de Lolo, desalojaron la vieja y deteriorada piedra situada junto a Rosalito. Subido en el burro, Lolo colocó al enamorado con la mayor delicadeza y esmero junto a Rosalito, soltándole a la parejita unas cariñosas palmaditas de felicitación en sus mejillas. A partir de ahora, Lolo “el del burro” y su señora Paca serán vecinos oficiales y “celestinos” ocasionales.
Un abrazo.
Me levanté de la piedra junto al río, acercándome hacia su orilla para despedirme de unas aguas que jamás volverán a discurrir por el mismo cauce, según nos contó el griego Heráclito. Paseando curso arriba por las verdes alfombras de sus orillas llegué al puente. Entré en él para contemplar desde sus balcones los dos ríos: el que llegaba alegre y juguetón por uno, y el que salía triste y rezagado por el otro presintiendo el final de su vida.
Al salir del puente, me encontré con un vegato y su burro cargado de piedras. Como suele ocurrir en el campo, los deseos de conversación brotan inmediatamente, con ganas de saber primero y de contar después. Invertí su técnica hablando con el burro y preguntando por las piedras. Para compensar un poco la conversación, le conté que mi suegra era vegata, y que por este motivo he visitado con frecuencia el pueblo. Unas veces viajando por Avila, y otras por el Puerto del Pico (el que más me gusta por los paisajes, las fuentes y la calzada romana).
Le sacudió tal manotazo al burro que empezó a hacer pucheros, echando los tres a andar como buenos amigos camino del pueblo. Me dijo que él era Lolo “el del burro” por su cariño a estos animales. Según me contó, recogía piedras con el burro para reparaciones de las casas. Se consideraba un experto en encontrar las piedras más bellas para las restauraciones más delicadas, deteniendo el burro para demostrármelo. Y realmente era cierto, tenía buen ojo y buenas manos para remover piedras en las orillas del río y en su propio curso, hasta descubrir las que estaban mejor pulidas por el agua y la arena, sin aristas ni deformaciones desagradables estéticamente. Me pidió acompañarle hasta su calle para mostrarme la última restauración realizada, y hacia allí caminaba el burro, que tenía buenas orejas para escuchar lo suyo y lo ajeno. Al llegar a su calle y a su casa, simulé una gran sorpresa (A-193 nos anticipó la buena noticia). En una ventana próxima a Rosalito, se encuentra el dormitorio de Lolo “el del burro” y su “Veneno” (así llama cariñosamente a su señora Paca que, por cierto, según me relató le hace unas patatas machaconas que no creo conveniente perder las amistades con el matrimonio). Lolo se queja de que su señora Paca le reprocha continuamente que es un cotillo, porque siempre está con los visillos de la ventana serigrafiados en su cara, así que el dueño del burro estaba “casualmente” al día de los amores de Rosalito y su desamor con el pedrusco.
Sin hablar, pero con una gran sonrisa, señala con su dedo de la nariz a Rosalito y al pedrusco que está a su lado, preguntándome mi parecer sobre su trabajo. Me mostré sinceramente admirado y complacido por su arte, y mucho más por haber sido capaz de tener tal sensibilidad para reflejar sentimientos de enamorados en una piedra, como los Amantes de Teruel, aunque algo más vivos y efectivos a la hora de la verdad. Lolo me confesó que había derramado muchas lágrimas escuchando y sufriendo en silencio detrás de su ventana. Antes del amanecer, despertó a su burro para buscar al amado pedrusco de Rosalito, sin importarle nada llevarlo atado en un burro hacia su amada. Entre las coces del burro y el cincel de Lolo, desalojaron la vieja y deteriorada piedra situada junto a Rosalito. Subido en el burro, Lolo colocó al enamorado con la mayor delicadeza y esmero junto a Rosalito, soltándole a la parejita unas cariñosas palmaditas de felicitación en sus mejillas. A partir de ahora, Lolo “el del burro” y su señora Paca serán vecinos oficiales y “celestinos” ocasionales.
Un abrazo.