Romeria 1° Sabado de Julio Esta situada en el alto del
Puerto de la Mazorra
EL
ALMIÑÉ (
BURGOS). Desde muy de mañana en
casa todo era movimiento, todo tenía que estar a punto para llegar a misa de doce, el
camino era largo hasta la
ermita allá en el páramo. Se celebraba el Día de la Hoz.
La romería a la que acudían de los
pueblos de los alrededores, cita deseada que se celebraba el dos de julio, servía de devoción a la
Virgen y a la vez, de encuentro de las gentes de la comarca, que año tras año se repetía con ilusión.
Las tortillas, besugo en salsa, chorizo, jamón, lomo y queso de
oveja para la
comida después de la misa, se metía en los capazos cubriéndolo todo con el mantel de cuadros que se pondría en el suelo para que la
familia se sentara a su alrededor.
Los capazos iban en las alforjas del burro, distribuyendo el peso para que no se ladease la carga, sin olvidarse de las hogazas, la bota y el botijo que iban arriba.
Quedaba la ermita con su
espadaña, su entrada lateral y sus viejas pinturas. También las edificaciones pegadas a la ermita para resguardo de las
ovejas, la vieja
fuente que dicen ahora que es
romana y tiene dos mil años, la lápida en recuerdo de Gregorio Alonso muerto en 1879. También los chigres ambulantes, los tenderetes con las garrapiñadas, otros músicos con el tamboril y dulzaina y otros bailarines con sus
danzas regionales.
No vi burros, ni gente comiendo en el suelo, ni
tormenta. Faltaba mi abuela apurando para llegar de primera, el cura no se subió al
púlpito, ni yo a comprobar si aún estaba la punta anticlerical. No estaba Pedro con su dulzaina; ni los Pozanos, con sus rifas y su bote.
La llegada a la ermita era divertida, lo que más me gustaba eran los saludos de los burros. El ambiente era un inmenso y ensordecedor rebuzno, parecía que se conocían de otros años y se saludaban con alegría por el reencuentro, algunos se olían el culo, otros los carajones del suelo elevando su hocico al aire y venteando ostensiblemente.
En la campa junto a la ermita cuatro o cinco inmensas nogalas y un par de moreras daban la única
sombra de todo el páramo, lo verde que había en aquella inmensidad. Se habían instalado unos chigres para las bebidas, alguna barraca de tiro al blanco y tenderetes para la venta de
aperos de
labranza y otros productos, no faltaba un acotado para las actuaciones de los
bailes regionales.
Cerquita había una fuente a la que se accedía por un pasillo largo, empedrado, que iba descendiendo hasta llegar al
agua, que estaba muy fresquita. Seguro que el agua del botijo a mi abuela le parecería que estaba caliente y me encargarían que fuera a renovarla.
La
campana de la espadaña empezó a tocar y nos dirigimos a la ermita que ya estaba llena, mi abuela que siempre caminaba despacio aligeró el paso para llegar de primera, refunfuñaba un poco diciendo “siempre tenemos que ser los últimos”, no sé cómo lo logró pero se sentó en el primer banco.
El olor a incienso, las charlas del cura allá en el púlpito sobre la inmensa bondad de la Virgen: que nos quería, nos protegía como a hijos amantísimos, me aburrían bastante. En el medio del sermón descubrí unas pinturas detrás del
altar, estaban deterioradas, me sirvieron para fijar la atención en ellas e imaginar monstruos, batallas, estar atento y aparentar que era un niño educado, respetuoso y que sabía estar en los sitios. Otro acontecimiento me llamó la atención pues al cura se le prendieron las puntillas del alba en una punta que debía tener el púlpito y ver como el pobre hombre luchaba siendo incapaz de soltarse, mientras alababa la bondad de la Virgen, me producía diversión. Con tanto tirón la puntilla iba poco a poco rasgándose hasta que finalmente logró zafarse de la presa.
Al salir había cohetes. Corrí mucho en busca de alguna caña, aunque no logré coger ninguna, había otros chicos más habilidosos y con más experiencia. Empezó a sonar la
música de Pedro y Santiago, los músicos del Almiñé aparecieron con su dulzaina y su tambor. Cerca otro hombre conocido como Jandro, el pozano, voceaba ofreciendo rifas para un sorteo de garrapiñadas y galletas; le ayudaba en esta venta su hermano Juan. Una vez terminada la venta de las rifas montaron un
juego que llamaban El Bote. Era divertido, donde los hombres apostaban a un número y si salía ese en el dado que tiraba Jandro, ganaban dinero. Me pasé un rato entretenido hasta que Jandro vio que se acercaba la Guardia Civil y dio por terminado el juego.