Parecía que no faltaba ya nada a Roma para ser señora absoluta de
España; y así hubiera acontecido en todo otro país en que estuviera menos arraigado el amor a la independencia. Pero habíase este refugiado y conservase en las
montañas, último baluarte de las libertades de los
pueblos, como las
cuevas suelen ser el postrer asilo de la religión perseguida. Era ya Roma dueña del mundo, y solamente no lo era todavía de algunos
rincones de España habitados por rudos montañeses, en cuyas humildes cabañas no había logrado penetrar ni el genio de la conquista ni el genio de la civilización. Los cántabros y los astures se atrevieron todavía á desafiar ellos solos, pocos, pobres é incivilizados, el poderío inmenso de la justamente enorgullecida Roma. Parece que la soberbia
romana hubiera debido mirar con desdeñosa indiferencia la temeraria protesta de aquellas pobres gentes, como los últimos impotentes esfuerzos de un moribundo. Y sin embargo, fue menester que el mismo Augusto descendiera del sólio que el mundo acababa de erigirle, para venir en persona a combatir a un puñado de montaraces. En esta desigual campaña pudo recoger un triunfo que no era posible disputarle, pero triunfo sin gloria; la gloria fue para los vencidos, que solo lo fueron o recibiendo la muerte o dándosela con propia mano.
Ya Augusto había cerrado solemnemente el templo de Jano, signo de dar por pacificado el mundo, y todavía de los riscos de
Asturias, de allí donde en siglos posteriores había de revivir el fuego de la independencia, salió el último reto de la libertad contra la opresión. Augusto pudo avergonzarse de haberse anticipado a cerrar el templo del dios de las dos caras. Otra lucha todavía más desigual, y por lo tanto menos gloriosa para las armas
romanas, acababa de decidir el triunfo definitivo. Los cántabros y astures, oprimidos por el número de sus enemigos, o buscan una muerte desesperada en las lanzas romanas, o se la dan con sus propios aceros; en los
valles y en los
montes se reproducen las escenas de Sagunto y de Numancia; las madres degüellan a sus propios hijos para que no sobrevivan a la esclavitud, y solo así logran las águilas romanas penetrar en las montuosas regiones de la Península.
«La España (ha dicho el más importante de los historiadores
romanos), la primera provincia del imperio en ser invadida, fue la última en ser subyugada.». No somos nosotros, ha sido el primer historiador
romano el que ha hecho la más cumplida apología del genio indomable de los hijos de nuestro suelo.
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Historia General de España. Don Modesto Lafuente, año 1877.