Aranda era bonita en la infancia, como siempre. El río, en el que pescaba mi padre, las eras al final de Zarzaquemada, donde dábamos vueltas y vueltas en los trillos, las meriendas en el campo con las chuletas asadas en sarmientos, las fiestas con los trajes típicos que se ponían mis primas, que allí vivían y viven, el olor fuerte del vino oscuro cuando pasabas por la puerta de alguna bodega que despachaba, las carreteras de circunvalación eternas por la plaza en la adolescencia. Cuando vuelves a buscar siquiera el recuerdo no encuentras más que la imagen antigua en tu cabeza, porque nada, ni siquiera alguna casa, se mantiene en su sitio, tal cual era, aunque estuviera algo rehabilitada. Aún así me gusta ir al menos una vez al año para pasear por Isilla y evocar todos estos recuerdos.