La
danza
En el año 1616 los regidores de la ciudad de
Burgos acuerdan llevar para las
fiestas de la capital
danzas de
La Rioja, entre ellas de
Belorado. Así queda reflejado en el Archivo Municipal de Burgos:
Belorado y su comarca tienen una profunda personalidad que se expresa a través de su danza. Hay una razón profunda, una especie de honor aldeano, un orgullo de ser danzador. Se siente en el
pueblo.
La danza de Belorado y su comarca posee además de un genuino contenido estético, suficientes elementos como para considerarla un “hecho social”. En ella se encuentra el mejor emblema de la identidad comarcal. Desde hace al menos cuatrocientos años la danza ha formado parte de los rituales festivos de Belorado. De su importancia dentro de la vida ceremonial de la villa deja constancia la existencia de un cargo municipal, el diputado de danzas, encargado de enseñar el
baile a los jóvenes danzadores. Un aspectod e la cuestión, en absoluto desdeñable, es la estimación monetarizada que de los danzadores ha tenido el grupo social que los ha sustentado: el pueblo.
La danza se manifiesta como eje fundamental de las fiestas desde el momento mismo del inicio. Hasta los años y tras la notificación festiva, las cuadrillas de mozos interesadas en coger la danza subían al
salón de juntas del
ayuntamiento donde tenía lugar su remate en pública subasta. Hoy el método de asignación ha sido sustituido por el habitual y aséptico procedimiento del pliego cerrado. A partir de ese momento la cuadrilla ganadora, generalmente un grupo de
amigos, comienza el adiestramiento bajo la dirección de un maestro, un antiguo danzador. Entre los protagonistas de la danza y su audiencia, en principio todo el vecindario, se establece también una relación de tipo pecuniario a través de la petición de propinas. Así el viernes, el día grande de la
fiesta, se pide a la entrada de la misa mayor a las mozas y por la tarde a los hombres a la
puerta de los cafés. La cuestación dirigida a las mamas de
casa se reserva para el domingo por la mañana cuando danzantes y gaiteros recorren
bailando las
calles de la población mientras por la tarde se pide a los forasteros.
La danza procesional de Belorado se escenifica exclusivamente en las fiestas de Gracias, el primer fin de semana de septiembre. En el mediodía de la víspera, la presencia de los gaiteros en la
Plaza Mayor, bajo el
balcón del ayuntamiento, funciona por sí sola como elemento desencadenante de un tiempo diferente. Expuestos a los ojos de un público del que forman parte, los danzadores, si son noveles, viven entonces la experiencia decisiva de su transformación en mozos. Dispuestos en dos líneas enfrentadas de cuatro danzadores cada una, esperan expectantes la
señal sel cachibirrio para iniciar el baile. La actuación de los danzadores se inicia la víspera de las fiestas, un jueves, con el Arranque: un emotivio acto civil que hace congregar a toda la colectividad beliforana. En estos momentos se ha iniciado el protocolo para su declaración como Bien de Interés Cultural (B. I. C.) regional. Como todas las demás danzas, comienza con una melodía, la entradilla, que funciona como llamada de atención para los bailarines y se concreta en un salto con los pies juntos.
Posteriormente siguen con un paso rítmico y uniforme girando alternativamente a un lado y otro y tocando simultáneamente los pitos. Las tonadas de los pasacalles, a pesar de su variedad, tienen todas una clara connotación
militar.
El pasacalles y los troqueaos son similares a los de las localidades próximas de la C. A. de La Rioja.
Un viernes por al tarde, en septiembre, los danzadores acometen la doble tarea de celebrar en nombre de la colectividad la recolección de los
frutos y la de conmemorar el comienzo de un nuevo ciclo agrícola. La danza combina así las circunstancias históricas y humanas de cada cosecha con la temporalidad de los ciclos estacionales. La
procesión se inicia con la salida de las imágenes de la
iglesia de
Santa María, al pie de las
ruinas del
castillo y los sucesivos saludos, los vivas, y
bailes a cada una de ellas. En último lugar abandona el templo al
Virgen de Belén y su presencia es saludad con los habituales toques de
campana, cohetes y marchas triunfales. En un clima de gran seriedad los danzadores dedican dos bailes a la Virgen, uno de ellos, invariablemente, la Bailada y tras su interpretación secundan los fritos del cachiburrio: Viva la Virgen de Belén, Viva la Panaderota corriendo y saltando hacia la imagen de la patrona. Obedeciendo una señal del cachiburrio y al inmediato sonido de las gaitas se pone en marcha el interminable cortejo procesional, con los danzadores bailando sin interrupción a los acordes invariables, monótonos, de la melodía del pasacalles. El ritual exige además que los danzadores acompasen su marcha a la, más lenta, de los porteadores de las imágenes por lo que, con demasiada frecuencia, se ven obligados a volver a su busca. Al pasar la comitiva por las
plazas de
San Nicolás y Mayor se repite la secuencia anterior y al llegara la
ermita, fuera ya de los muros protectores de la vieja
muralla, se interpreta el catálogo completo de los bailes. Aquí se renuevan los acostumbrados vítores a los
santos en una apoteosis de saltos y carreras. Tras dos horas de procesión y la escenificación de veinte bailes, la Virgen queda acogida a su ermita propiciando, tal vez, la llegada de una nueva
primavera.
Interesa dejar constancia ahora de que a lo largo del desarrollo procesional se bailan exclusivamente danzas de pitos (el término podría tener su origen en el nombre “piteros”, con que fueron conocidos en la comarca los tamboriteros) y que solamente al final del traslado se ponen en práctica las coreografías de las tres en que los danzadores utilizan palos, los famosos truquiaus.
Sabemos también que a lo largo de la dilatada
historia de la danza de Belorado se ha producido una notable disminución en sus actuaciones festivas. A este respecto conocemos que hasta el siglo XVIII los danzadores bailaban además durante los días de los patronos locales, San Juan y San Vitores.
Entretanto, en los últimos años se ha recuperado la
costumbre de danzar dentro de la iglesia el día de la víspera. En este sentido, y por una vez, el peligroso intervencionismo practicado sobre los aspectos más vendibles de la cultura popular se ha mostrado afortunado a devolver a la danza un ámbito propio y confuso que mezclaba lo profano y lo sagrado. La
tradición desapareció como consecuencia de la famosa Real Orden de 1780 por la que Carlos III prohibía el concurso de las danzas dentro de las
iglesias, aunque anteriormente, en 1756, el abad de San Millán ya había desautorizado danzar, jugar y
comer dentro de la iglesia del priorato de
San Miguel de Pedroso.
Las danzas beliforanas se dividen en dos tipos: de pitos y de palos o troqueaos
Bailes de pitos
Los Brincos, El Pelele, Las Callejas, La Cascabelada y La Bailada.
Troqueaos
Las Ovejitas, La Susana y El Herrador.
Aunque los modelos coreográficos presentan notables semejanzas, es fácilmente constatable que en los números de palos el grado de teatralización es mayor, o al menos más evidente con las claves interpretativas manejadas por los modernos espectadores.
El
traje de danzador ha sufrido un claro proceso de empobrecimiento, hasta el punto de que su vestimenta coincide esencialmente con la de cualquier varón endomingado en los años cuarenta: el pantalón del domingo, la camisa blamca, la faja y las alpargatas de los días señalados, y como únicos elementos distintivos el pañuelo de
colores en la cabeza, las bandas que cruzan el pecho y los lazos anudados en los brazos. En las poblaciones importantes,
Cerezo y Belorado, se produjo, ya antes del comienzo del siglo XX, la sustitución de las sayas por pantalones blancos y se cambiaron las bandas de colores por los usuales mantones de Mnaila que traían los quintos desde plazas del norte de África. Curiosamente en Belorado la indumentaria destaca todavía la distinción entre la víspera y los demás días festivos ya que, en la jornada previa, los danzadores visten, digamos, de
calle.
En Belorado el cachibirrio viste con unos pantalones abombados de colores vivos, rojo y amarillo, una faja faltriquera de lana para guardar el dinero y una boina cruzada por una cinta. En el siglo XVII, el cachibirrio beliforano cubría su cabeza con un capirote. Su indumentaria sigue siendo claramente uno de los aspectos de su variada personalidad: el de payaso, el de bufón
medieval. Pero también porta el atributo de la realeza, de los personajes capacitados para administrar justicia: el cetro, la fusta de tiras de cuero, en otros
pueblos el rabo disecado de un
toro.