En La
Flora se encontraba en 1960 el
Bar Cantábrico. Al frente, Goyo y el resto de la
familia, todos muy conocidos. En temporada de
caza, la percha era muy surtida y el lugar muy frecuentado. Las rutas por las que discurrían las numerosas cuadrillas que practicaban el popular “chiquiteo” se repartían por todo el casco urbano de la ciudad y por supuesto los
barrios periféricos como Gamonal, Capiscol, Las Huelgas,
San Pedro la
Fuente, etc. Un buen punto de arranque para iniciar el “tapeo” y el “chiquiteo” por los innumerables
bares, tascas, fondas, mesones y tabernas que jalonan las
calles de
Burgos podría ser, por ejemplo, el “Tizona”, de la
calle de Vitoria, enfrente del
cine Avenida, ambos actualmente desaparecidos. Antonio, el maître, que después lo fue de “La Bodeguilla” del Espolón y dos barmans, Esteban y Arturo, quienes posteriormente montaron su propio bar en la
plaza de Capitanía, atendían la clientela. Su tapa estrella, al menos para mí, consistía en un huevo relleno, envuelto en bechamel y rebozado.
Cuando los sacaban calentitos eran una verdadera delicia, además empezaban a dar consistencia al estómago para lo que pudiera venir a continuación; acto seguido, en lugar de dirigirnos hacia el Espolón, en el que siempre se acababa entrando, se aprovechaba “El Ojeda”, ya reformado, por el que se podía acceder directamente a la plaza de la Libertad, de la que pasábamos, sin demasiadas paradas, el “Polvorilla” y el “Miguel Sanz”, (también conocido como “el manitas”), a los
soportales de Antón, el “Iturriaga”, de donde saltábamos al Hondillo, visita al “Acuarium” y el “
Nevada”, y, casi sin darnos cuenta, nos plantábamos en la plaza Mayor, cuya parte central estaba ajardinada y en la que destacaba la
estatua ecuestre de Carlos III, el rey-alcalde, como algunos le llamaban, alrededor de la cual se podían ver numerosos niños jugando, bajo la vigilante mirada de sus “chachas” o mamás correspondientes. Cruzábamos la plaza por la
esquina de “Almacenes
Campo”, y tras un corto recorrido bajo los soportales, pasando por delante de la librería “Hijos de Santiago Rodriguez”, a la que apenas se dedicaba una distraída mirada, nos metíamos por el
arco que nos situaba en la calle de los Herreros, cuya magnífica perspectiva alcanzaba hasta la calle de San Juan y nos ofrecía dos interminables filas de
comercios de todo tipo:
Panaderías, fruterías, pescaderías, (al llegar a las pescaderías Vivar el olor a
pescado se hacía especialmente penetrante), cacharrerías, hueverías, carnicerías, casquerías……y por la que discurrían en tropel un sin número de compradores y compradoras, cargados muchos con enormes bolsas de víveres. Evidentemente la cantidad de bares situados a derecha e izquierda con sus
puertas abiertas, esperando a los sedientos bebedores, resultaba verdaderamente tentadora.
Citaré, a mano izquierda “El Pancho”, cuyo dueño te atendía luciendo unos impresionantes bigotes; casi enfrente, a mano derecha estaba “La Amarilla”, con sus deliciosos calamares a la
romana y un poco más adelante el bar del “Orfeón Burgalés”, donde, en grandes bandejas al alcance de la mano, ofrecían unos pinchos de pepinillo, guindilla,
aceituna y anchoa, ensartado todo con un palillo, conocidos también como “gildas”, que resultaban un estimulante perfecto para apurar el vaso.
De allí, pasando por delante de la
iglesia de San Lorenzo y del
Hotel-
Restaurante “El Castellano”, en el que seguro estuvimos de
boda en alguna ocasión; tras cruzar la calle de San Juan, en cuya esquina se encontraba “La Riojana”, excelente
casa de
comidas en la que servían unas suculentas cazuelas, desembocábamos en la plaza de Capitanía, de la que cabe destacar, amén de un buen surtido de
abrevaderos, el
palacio de Capitanía y, justo enfrente, el por muchos motivos histórico “Hotel Norte y Londres“, propiedad de Luis Mata, un buen
amigo mío, gran aficionado a nuestra
Fiesta Taurina, con el que compartí muchas tertulias y alguna cosa más. Normalmente la ruta seguía por la calle Avellanos, con parada en el
mesón “El Riojano”, especializado en cazuelitas, (yo recuerdo con fruición las de asadurilla), aunque también se podía continuar por la de Laín Calvo, en la que precisamente se encontraba, por aquellos viejos tiempos, la “Peña Taurina Burgalesa”.
En cualquier caso siempre se acababa entrando en la Flora, plaza con una fuente bastante abandonada, tal vez por aquello de que la estatua que la presidía representaba a una deidad pagana, la diosa de las
flores. Esta plaza ofrecía grandes alternativas a los que practicábamos la ruta del vino, o báquica, (otro dios pagano). En el arco de la Flora existía una
churrería que abría sus puertas en la avanzada madrugada, justo cuando las terciadas huestes báquicas deambulaban derrotadas en busca del crujiente consuelo de los
churros empapados en chocolate bien caliente. También servían copitas de anís, cazalla, sol y
sombra, orujo o “acigüembre” y otros estimulantes similares, que les permitían recuperar los menguados ánimos. En el bar “Cantábrico”, que formaba esquina con el arco, también desaparecido, los ruteros con buena cartera podían degustar exquisitos aperitivos a base de percebes, gambas, camarones, bígaros, nécoras, quisquillas, ostras y otras delicatesses procedentes del vecino
mar Cantábrico.
Si pedías, por ejemplo, una de bígaros, pequeños pero sabrosísimos caracolillos de mar de
color negro, ponían a tu alcance un grueso tapón de corcho con varios alfileres clavados, para facilitarte su completa extracción y degustación. (El que suscribe solía hacerlo algún domingo que otro, especialmente cuando coincidían con los principios del mes). Muchos más alicientes se podían encontrar en esta plaza de la Flora, voy a volver a recordar el bar “La Encarna”, extraordinaria casa de comidas, en la que algunas tardes, desde luego siempre a principios de mes, solía merendarme alguna que otra codorniz escabechada.
Casi en la esquina que daba entrada a la “Llana de Afuera” estaba “Carcedo”, típica tasca un tanto cochambrosa, cuyas especialidades eran el bonito del norte en conserva y los arenques, que se saboreaban con la inestimable ayuda de sendas jarras de rico y chispeante clarete de la ribera, más conocido como “churrillo”. Y ya se entraba en la Llana, la de afuera, que era la más grande, con numerosos figones, tabernas y
restaurantes y alguna que otra “Peña”, si no recuerdo mal la de San Esteban y la de “Los Gigantillos”, cada una con su respectivo bar. Tampoco puedo pasar por la Llana sin otro recuerdo entrañable para “Casa Arribas”, a cuyo dueño, con el que me llevaba muy bien, aunque prudentemente fuera del alcance de sus enormes manos, (le llamaban el “Manitas”), le mataron de un tiro. Sus hijos continuaron con el negocio, transformando completamente el interior del local, del que desaparecieron el viejo mostrador de zinc, las largas mesas de madera, impregnadas de vino y de lejía, en las que se comía, se bebía y se jugaba a las cartas, sentados en los bancos corridos o en pequeños taburetes redondos.
El nuevo local, moderno y confortable, pronto se convirtió en uno de los preferidos por los burgaleses aficionados al “chateo” y al “tapeo”; eran especialmente apreciados los tacos de bonito del norte en escabeche, acompañados de anchoa y aceituna. Para entrar en la Llana de Dentro, (la más pequeña), tan sólo había que atravesar un pequeño
pasadizo, pero antes de hacerlo quiero hacer mención de un restaurante que durante unos cuantos años fue uno de los más afamados de Burgos por su calidad y servicio, se llamaba “Los Gigantillos” y estaba situado en el fondo de la explanada que existe enfrente de la
puerta del Sacramental de la
catedral, justo debajo de la calle de San Esteban., en un caserón que, si no me falla la memoria, en algún tiempo fue también sede del “Orfeón Burgalés”.
El
comedor estaba situado en la primera planta y la planta baja disponía de una amplia barra bien provista de sugestivas cazuelas y tapas; también presumía, y con razón, de poseer una bien surtida
bodega. Su propietario, Miguel Pinillos, que también regentó el restaurante “La
Cueva”, excelente amigo, ha sido uno de los pioneros de la moderna restauración burgalesa. Actualmente pertenece a la cadena “Mesón de Aranda”.
En la Llana de Dentro abrían sus puertas tres o cuatro mesones, muy frecuentados por la “clase de tropa”, tan numerosa en el Burgos de aquella época, en los cuales, por módico precio, uno se podía meter entre pecho y espalda una buena ración de morcilla de Burgos frita, acompañada con
pan y regada con vino. También la servían en pinchos, con dos rodajas, una de pan y otra de morcilla, enganchadas con un palillo. Se abandonaban las dos Llanas por el pasaje de la Llana, que daba a la calle de la Paloma, a la sombra de la Catedral. En este punto la ruta ofrecía varias alternativas, aunque el elegir una de ellas no implicaba el abandono de las restantes, todas se podían retomar con suma facilidad. Yo voy a elegir la que más utilizaba, que consistía en cruzar la calle Paloma y entrar en la de Sombrerería, auténtico centro neurálgico de la “senda de los elefantes”.
Inevitable resultaba la visita al “Rimbonbín”, regentado por la señora Isabel, verdadera institución en Burgos, a la que flanqueaban dos fieles escuderos y excelentes barmans, Carlos y Nicolás, (Nico). Este
santuario de la ruta, que merecería un capítulo aparte, era punto de encuentro y despedida, de arranque y remate de la vinosa andadura, aunque siempre surgía alguien con ganas de hacer la espuela, pero……por hoy vamos a dar por finalizado el recorrido. ¿Cómo os ha quedado el cuerpo?.