Cuando se agotó por completo el pan y mi abuela ya había convertido en sopas la hogaza que empezaba a canecerse, me dice un buen día, de improviso:
--Ven, hijo, que me vas a ayudar a preparar la artesa para hacer la masa, porque hoy voy a cocer. Desdate ese jersé porque vas a coger calor, o mejor quítatele para que no le manches.
-- ¿Y hará también tortas de aceite y un hornazo?
--Pues claro, y como sé que eres un lamerón, al hornazo le pondré un poco de manteca y un poco más de azúcar.
Contento con esta promesa, porque yo sabía que al hornazo otras veces no le ponía más que la harina para que se tostara, me dispuse a ayudarla en lo que quisiera. Preparamos la artesa y vi cómo sobre ella colocaba una especie de railes de madera sobre los que después colocaría dos cedazos que, una vez cargados de harina, iba moviendo de forma cadenciosa, juntándolos y separándolos rítmicamente sobre los railes.
--Agüela --le pregunto yo--, ¿hay que cribar primero la harina siempre que se cuece?
--Pues claro, --me responde--, si no el pan saldría con salvados y ésos es mejor que se los coma el chino. Pero ten en cuenta una cosa: la harina no se criba, sino que se cierne; hay que cernerla para quitar los salvados y dárselos al chino. Los yeros, el trigo la cebada, la avena, las alholvas, las arvejas y esas cosas sí que se criban.
Con esta lección aprendida, veo cómo "atropa" toda la harina en el centro de la artesa y, en un hoyo practicado en el centro del montón, vierte agua convenientemente salada y caliente, y la levadura un poco desleída; la amasa una y otra vez hasta conseguir que toda la harina esté bien mezclada con la levadura y la pone en una esquina de la artesa. Cuál no serías mi asombro cuando veo que la cubre con una sábana blanca y la arropa bien por encima con una manta.
--Agüela --le pregunto--, ¿por qué tapa la masa con una manta como si fuera un niño pequeño? ¿También se puede coger un catarro?
--Un catarro no, pero se podría cortar por culpa de cualquier airada; vamos, es como el que tiene fiebre, que si le da una airada se coge una disipela (supongo que mi abuela se refería a la erisipela).
Al cabo de unas dos horas descubría cuidadosamente la masa que, al fermentar con la levadura, había duplicado casi el tamaño, y comenzaba a amasarlo por trozos, haciendo con cada uno de ellos una gran hogaza que colocaba directamente sobre una tabla que trasladaría después al horno situado a unos cuarenta metros delante de casa.
El último trozo lo reservaba para hacer unas hermosas tortas de aceite. Aún la veo aplastar fuertemente la masa y extenderla hasta dejarla con la delgadez suficiente para que se le pudiera llamar torta y no pan. Con la alcuza que había puesto previamente al lado la rociaba con un buen chorro de aceite y con la palma de la mano lo extendía por toda la superficie.
Por último preparabe el hornazo que no era más que un trozo de masa menor que el utilizado para una torta, le ponía una cantidad de harina en el centro, lo doblaba y hacía unos frunces alrededor para que quedara como en un estuche.
Después he sabido que en otras partes se hacía el hornazo introduciendo en él toda clase de embutidos, huevos y especias, pero yo, en el hornazo que sueño es en el de mi abuela, es decir, en el más sencillo, austero y humilde, casi un hornazo de anacoretas: el hornazo de harina tostada.
Cuando las hogaza en sus tablas habían llegado al horno, mi abuela, a veces ayudada por mi tío o Eugenia, iba colocándolas dentro por la boca de la semiesfera y nunca faltaba ni sobraba espacio porque hacía ya mucho tiempo que le tenía tomadas las medidas.
Yo veía las hogazas dorándose dentro del horno y le preguntaba a mi abuela:
--Agüela, ¿cuánto tardan en cocerse las hogazas?
Ella me decía:
--Hijo, estás embelesado mirando las tortas y el hornazo; las hogazas no te importan tanto. Pero no tengas prisa; si de veras quieres pan recién cocido, cuando saque la primera hogaza la encentaré y te daré un currusco para que mates el arraño; después ya vendrán las tortas y el hornazo. Ahora ten cuidado porque si te acercas tanto al horno se te van a asurar los pantalones.
Cuando comenzaban a salir las hogazas del horno y yo olía el suave perfume del pan recién cocido, me daba la impresión de que hasta las piedras del horno se impregnaban de aquel olor. Muchos años después, cuando aquel horno ya no era más que una ruina, quería yo saber si el olor a pan tierno aún permanecía en el dintel de la puerta. ¡Sólo la imaginación y la memoria eran capaces de distinguirlo! Por eso nada tiene de extraño el que yo viera entre zarzas y lampazos, entre viejas vigas de madera apoyadas en la pared ennegrecida aún de tantas y tantas hornadas, unas ricas tortas de aceite y aquel hornazo de mi abuela, el más austero de los hornazos, aquel de harina tostada: un hornazo de anacoretas. Chindasvinto
--Ven, hijo, que me vas a ayudar a preparar la artesa para hacer la masa, porque hoy voy a cocer. Desdate ese jersé porque vas a coger calor, o mejor quítatele para que no le manches.
-- ¿Y hará también tortas de aceite y un hornazo?
--Pues claro, y como sé que eres un lamerón, al hornazo le pondré un poco de manteca y un poco más de azúcar.
Contento con esta promesa, porque yo sabía que al hornazo otras veces no le ponía más que la harina para que se tostara, me dispuse a ayudarla en lo que quisiera. Preparamos la artesa y vi cómo sobre ella colocaba una especie de railes de madera sobre los que después colocaría dos cedazos que, una vez cargados de harina, iba moviendo de forma cadenciosa, juntándolos y separándolos rítmicamente sobre los railes.
--Agüela --le pregunto yo--, ¿hay que cribar primero la harina siempre que se cuece?
--Pues claro, --me responde--, si no el pan saldría con salvados y ésos es mejor que se los coma el chino. Pero ten en cuenta una cosa: la harina no se criba, sino que se cierne; hay que cernerla para quitar los salvados y dárselos al chino. Los yeros, el trigo la cebada, la avena, las alholvas, las arvejas y esas cosas sí que se criban.
Con esta lección aprendida, veo cómo "atropa" toda la harina en el centro de la artesa y, en un hoyo practicado en el centro del montón, vierte agua convenientemente salada y caliente, y la levadura un poco desleída; la amasa una y otra vez hasta conseguir que toda la harina esté bien mezclada con la levadura y la pone en una esquina de la artesa. Cuál no serías mi asombro cuando veo que la cubre con una sábana blanca y la arropa bien por encima con una manta.
--Agüela --le pregunto--, ¿por qué tapa la masa con una manta como si fuera un niño pequeño? ¿También se puede coger un catarro?
--Un catarro no, pero se podría cortar por culpa de cualquier airada; vamos, es como el que tiene fiebre, que si le da una airada se coge una disipela (supongo que mi abuela se refería a la erisipela).
Al cabo de unas dos horas descubría cuidadosamente la masa que, al fermentar con la levadura, había duplicado casi el tamaño, y comenzaba a amasarlo por trozos, haciendo con cada uno de ellos una gran hogaza que colocaba directamente sobre una tabla que trasladaría después al horno situado a unos cuarenta metros delante de casa.
El último trozo lo reservaba para hacer unas hermosas tortas de aceite. Aún la veo aplastar fuertemente la masa y extenderla hasta dejarla con la delgadez suficiente para que se le pudiera llamar torta y no pan. Con la alcuza que había puesto previamente al lado la rociaba con un buen chorro de aceite y con la palma de la mano lo extendía por toda la superficie.
Por último preparabe el hornazo que no era más que un trozo de masa menor que el utilizado para una torta, le ponía una cantidad de harina en el centro, lo doblaba y hacía unos frunces alrededor para que quedara como en un estuche.
Después he sabido que en otras partes se hacía el hornazo introduciendo en él toda clase de embutidos, huevos y especias, pero yo, en el hornazo que sueño es en el de mi abuela, es decir, en el más sencillo, austero y humilde, casi un hornazo de anacoretas: el hornazo de harina tostada.
Cuando las hogaza en sus tablas habían llegado al horno, mi abuela, a veces ayudada por mi tío o Eugenia, iba colocándolas dentro por la boca de la semiesfera y nunca faltaba ni sobraba espacio porque hacía ya mucho tiempo que le tenía tomadas las medidas.
Yo veía las hogazas dorándose dentro del horno y le preguntaba a mi abuela:
--Agüela, ¿cuánto tardan en cocerse las hogazas?
Ella me decía:
--Hijo, estás embelesado mirando las tortas y el hornazo; las hogazas no te importan tanto. Pero no tengas prisa; si de veras quieres pan recién cocido, cuando saque la primera hogaza la encentaré y te daré un currusco para que mates el arraño; después ya vendrán las tortas y el hornazo. Ahora ten cuidado porque si te acercas tanto al horno se te van a asurar los pantalones.
Cuando comenzaban a salir las hogazas del horno y yo olía el suave perfume del pan recién cocido, me daba la impresión de que hasta las piedras del horno se impregnaban de aquel olor. Muchos años después, cuando aquel horno ya no era más que una ruina, quería yo saber si el olor a pan tierno aún permanecía en el dintel de la puerta. ¡Sólo la imaginación y la memoria eran capaces de distinguirlo! Por eso nada tiene de extraño el que yo viera entre zarzas y lampazos, entre viejas vigas de madera apoyadas en la pared ennegrecida aún de tantas y tantas hornadas, unas ricas tortas de aceite y aquel hornazo de mi abuela, el más austero de los hornazos, aquel de harina tostada: un hornazo de anacoretas. Chindasvinto